Foto de Irene y León Gómez proporcionada por Juana Gómez.
Antes de que se hicieran en moto o en carro las entregas de pizza y otros tipos de comida a domicilio, en nuestros pueblos esa comodidad ya existía. Especialmente en mi terruño, en Mexicali, donde un despiadado calorón azota a la región por casi medio año y un cruel invierno la castiga igualmente por varios meses. No cabe duda, ese clima inclemente ha sido un clave incentivo para que los consumidores a veces prefieran comprar comidas preparadas y llevadas hasta sus casas o a los lugares de trabajo.
Afortunadamente, según lo recuerdo, en nuestro pueblo cachanilla siempre han habido ingeniosos empresarios que en carreta, bicicleta o a pie han llevado toda clase de delicias culinarias a los rumbos donde se congregan agradecidos clientes. Cuando mozo, allá por los años cincuenta, nunca faltó el disciplinado vendedor ambulante que en cierto día y a cierta hora llegara a deleitarnos con tacos, mariscos, jugos, y un sinfín de otros antojos comestibles.
Uno de esos dedicados vendedores de antojos gastronómicos fue León Gómez Muñoz. No lo conocí en persona, pero he sabido de él a través de su hija Juana, una cachanilla que por razones no expresadas ahora vive en la Unión Americana. León era oriundo de Guadalajara, Jalisco. Nació el once abril de 1949 y falleció el trece de noviembre del dos mil trece. Llegó a Mexicali a los diecisiete años de edad y allí se quedó hasta el final de sus días. Le decían “Don Chilorio”, cuenta su hija, “porque hacía una salsa bien picosa”.
La especialidad de León eran los tacos al vapor de machaca y papa, pero también vendía tacos con otros ingredientes, entre ellos los de chicharrón. Los acarreaba en una gran canasta montada en su bicicleta. Tenía su ruta, la cual incluía la Secundaria Revolución Mexicana Número 62, en el centro de la ciudad. También vendía en otras escuelas. “Era necesario pagar una cuota para vender en ellas”, cuenta Juana. Agrega que desde muy temprano se levantaba su papá para atizar el fogón en el patio trasero de la casa donde se preparaban los ingredientes de los tacos. Su mamá se dedicaba a cocinar las tortillas.
“Mi mamá se llevaba una friega haciendo tantas tortillas”, dice su hija. “Sufrió mucho de la espalda, pues trabajó mucho agachada”.
Era un negocio de familia en el cual casi todos se involucraban, de acuerdo con lo que cuenta Juana. Su mamá se llamaba Irene Reyes García. Era también de Jalisco, de Cuautla. Nació el 28 de junio de 1949 y falleció el trece de noviembre del dos mil once, exactamente dos años antes de que muriera su esposo. León la conoció en Mexicali. Tuvieron siete hijos, un varón y seis mujeres.
“Cuando mi papá andaba enamorándola”, cuenta Juana, “le quitaba la canasta a la bicicleta para que no supiera que se dedicaba a vender tacos”.
De acuerdo con lo que les contaba Irene a sus hijos años después, a León lo atrajo lo buena que ella era para hacer tortillas de harina. Pensó en lo mucho que le ayudaría en el negocio de los tacos. Y así fue, una vez casados, Irene se convirtió en un clave eslabón en ese negocio.
“De dos a tres palotazos hacía una tortilla de harina mi mamá”, comenta Juana. “Mi papá se encargaba de darles vueltas en el comal, mientras nosotros nos encargábamos de atizar la lumbre y cuidar el guisado y otros ingredientes de los tacos”.
Juana agrega que su papá era delgado, quizás por herencia, pero a la mejor por las friegas que llevaba pedaleando esa bicicleta por todo Mexicali. Cuenta también que León era un aficionado del béisbol y de las Águilas de Mexicali y que a menudo los llevaba al estadio a ver partidos de ese equipo cachanilla.
Me imagino que muchos de los lectores de este relato han de haber probado los tacos al vapor y otras delicias culinarias de “Don Chilorio”. Entre ellos deben haber acérrimos testigos de la calidad de dicha comida vendida en la calle. Deben haber también antiguos clientes de León que darían una fortuna por probar de nuevo uno de esos sabrosos tacos, ya sea al vapor o de otro tipo, rellenos de frijol, de chicharrón o de no sé qué.
Según lo contado por su hija, eran buenos y muy especiales los tacos de su papá. A veces los vendía fiados, dice ella. Le daba crédito a todo mundo, aunque de antemano supiera que ciertos clientes nunca le iban a pagar. “Así era él”, agrega Juana. “Confiaba en todos”.
Buen legado dejó León Gómez Muñoz en nuestra tierra cachanilla. Ayudado por su familia, hizo y vendió buenos tacos y dejó una indeleble huella en los anales de nuestra alcurnia gastronómica. Desde la parrilla de su bicicleta expendió lo que el pueblo anhelaba. Nació en otras tierras, pero en la nuestra triunfó y trajo hasta nuestros paladares el inconfundible sabor de los tacos al vapor.