IMÁGENES DE ABEJITAS dibujadas por Rebeka Schoffer, de Hungría, expresamente para este cuento. Arte propiedad de thevirtualcolumnist.com.
Allá por los años cuarenta, cuando la última guerra grande (la de los insectos) todavía estaba en su apogeo, miles y miles de abejitas del valle de Mexicali fueron invitadas para que fueran a trabajar en el país vecino. En el valle Imperial, para ser más exacto. A todas las abejas de ese lugar las habían reclutado para fines bélicos, por lo cual los cultivos de ese fértil valle se quedaron sin nadie que los polinizara.
Las abejitas mexicanas eran bien conocidas por su capacidad para trabajar duro y por largas horas. Vinieron libélulas, chicharras, mariposas y otros insectos voladores a pedirles a las abejitas del sur que se fueran al otro lado. La respuesta inicial fue negativa. Dijeron que les gustaba mucho ese valle cachanila y los algodonales y que eso del calorón ya ni siquiera las afectaba.
“Pero ese trabajo casi no les dura”, respondieron los insectos del norte. “Es una ráfaga. Una vez que deja de florecer el algodón, se quedan sin chamba”.
De cierta forma era correcta la observación de los visitantes del otro lado, aunque siempre quedaba algo que hacer para las incansables abejitas mexicanas. Además del algodón, el valle cachanilla estaba salpicado de todo tipo de vegetación que requería la labor fecundadora de las abejitas. No había casa alguna que no tuviera algo verde: árboles, viñedos, granados, higueras, y varias clases de plantas florales. Hasta el desierto tenía chamba para las abejitas. Las biznagas y las nopaleras dependían de esas indispensables trabajadoras para que se dispersara correctamente el polen.
Sin embargo, debido a ese insistente rogar por parte de los insectos del norte, las abejitas de Mexicali y sus respectivas reinas abandonaros sus panales y emigraron hacia el otro lado, volando en puños sobre la cerca fronteriza. Una vez en el país del norte, se echaron a trabajar. Incansablemente empezaron a transportar el polvo reproductivo de una planta a otra y aquellos campos decaídos por falta de polinización, de la noche a la mañana recuperaron sus bríos. Las sandías y los melones adquirían enormes tamaños, lo mismo pasaba con las naranjas, las toronjas y los tomates. El trigo, la alfalfa y la cebada ahora crecían a caudales. Buena chamba hicieron esas abejitas cachanillas.
Una vez concluida la guerra, la llamada guerra de guerras, regresaron al valle Imperial las abejitas güeras. Exigían que les regresaran sus puestos de polinizadoras y que despidieran a las usurpadoras del sur. Al ver aquellos campos que florecían y florecían sin medida, las güeras también acusaron a las mexicanas de hacer su trabajo demasiado bien y de hacerlas quedar mal a ellas, las del norte. Al no poder desplazarlas porque los insectos que supervisaban esos campos se negaron a hacerlo, las abejas güeras se acercaron a las cortes y allí exigieron la salida inmediata de las trabajadoras mexicanas.
“Son ilegales”, planteaba la acusación, “no tienen papeles y además vienen a nuestra tierra a abaratar la mano de obra”.
Eventualmente las güeras ganaron el caso. A pesar de que los insectos que mandaban en esos campos apelaron el juicio, las abejitas mexicanas decidieron abandonar el país. “No nos vamos a quedar donde no nos quieren”, dijeron todas ellas y cuando menos se esperaba, se regresaron al valle de Mexicali de la misma forma como se habían ido al otro lado años antes: volando en puños sobre la línea divisoria. Aunque ahora fue hacia el sur.
Las abejitas no duraron mucho para restablecerse en tierras cachanillas. Trabajaron incansablemente, como siempre, y en poco tiempo aquellos campos lucían reverdecidos. Sus labores, además, ahora se requerían durante todo el año, pues ese valle no era ya sólo de algodonales, sino de una gran variedad de otros cultivos. Al igual que en el lado de los güeros, en esos campos cachanillas ahora se cultivaban los melones, las sandías, las naranjas y toda clase de granos. Con tanta chamba, las pobrecitas abejas no tenían días de descanso. Pero así les gustaba a ellas, además, se sentían mejor, pues estaban en su tierra.
Años después, cuando los campos del otro lado ya no estaban tan verdes ni tan fértiles debido a la baja productividad de las abejas güeras, los insectos regresaron al valle de Mexicali a tratar de convencer a las abejitas mexicanas para que de nuevo se fueran al valle Imperial a polinizar esos campos. Pero todo fue en vano. A pesar de montones de promesas expresadas por los insectos del otro lado, las abejas cachanillas, con buenas palabras, informaron a los mandamases güeros que nunca regresarían a esos lares del norte, porque no tenía sentido.
“¿Para qué andar allá, aguantando majaderías, cuando aquí nos necesitan?”
Y así fue. Las abejitas se quedaron en ese valle para siempre, llevando a cabo con gran efectividad sus labores de polinizadoras. Entre más trabajaban, más verdes se ponían esos campos y también mejoraba la productividad de los cultivos. Y con el transcurso del tiempo, ese desierto cachanilla se convirtió en un verdadero oasis repleto de flora, de fauna y de gente orgullosa de su tierra.
Colorín, colorado.
AUTOR: Pedro Chávez
ME IDENTIFIQUE……..SALUDOS….
Gracias, Blanca.