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Las Vicisitudes de Martita, Primera Parte

By December 29, 2015 February 20th, 2016 4 Comments

12088595_326681714122344_2058380200474079552_nFOTO: Imagen de una escuela ejidal del valle de Mexicali.

 

Marta fue su nombre de pila, pero más bien fue conocida como Martita; así la llamaron desde su primer día de vida. Nació en un rancho, a mediados de los años cuarenta, en la colonia Silva, no muy lejos del río Colorado. Tenía tres hermanos, dos hombres y una mujer, pero habían seis más por llegar. Sus papás eran de Jalisco, de Los Altos, de acuerdo con alguien que supuestamente los conoció bien, aunque es casi seguro que esa persona se haya equivocado, pues todo parece indicar que eran de otro lugar. Así es cuando no se escriben las cosas y uno tiene que andar preguntando esto y lo otro a personas que ni siquiera tuvieron velas en ese entierro.

Les digo todo esto porque también les quiero advertir algo: los pormenores de Martita los he ido recogiendo a poquitos, aquí y allá, de muchas bocas. Son pedacitos de información que a veces no encajan o que dicen cosas contrarias. Pero así es cuando las cosas no se escriben, como ya se los dije. Claro, en aquellos tiempos cuando montones de mexicanos de otros rumbos se vinieron al valle de Mexicali a participar en la repartición de tierras, muchos de ellos no sabían ni leer ni escribir. Así era en esos tiempos; mucha de esa gente de rancho había estado bajo el yugo de los latifundistas, de los hacendados, quienes no permitían que esos mexicanos, que eran casi esclavos, aprendieran nada. Eso, por supuesto, fue antes de que estallara la revolución, antes de que miles y miles y más miles de hombres y mujeres fueran engullidos por la bola. Aunque, acá entre nos, después de la bulla revolucionaria surgieron nuevos mandamases que tampoco querían que la gente aprendiera a leer y escribir.

Pero ya me estoy saliendo del tema de este escrito y además me estoy empezando a enojar con sólo pensar en eso de la revolución y en todas las cochinadas que aún ocurren en nuestra tierra. Ese tema mejor lo guardo para el futuro, pues nada me gano con hablar de él ahora. Lo único que voy a hacer es enojarme y si me enojo, a la mejor se me quitan las ganas de seguir escribiendo. Por supuesto, a mí me gusta escribir y contar cosas que se deben decir, como éste, el caso de Martita, así que les seguiré contando sobre ella y sus vicisitudes.

El rancho de la familia de esa niña era de buen tamaño; tenía, según lo contado, veinte hectáreas de extensión. Era tierra plana, al igual que casi toda la otra, la del resto del valle de Mexicali. Recibía el agua de riego a través de canales que se desprendían del río Colorado.

Durante los primeros años de trabajar esa parcela, se sembró sólo algodón, pero conforme la tierra empezó a perder su poder productivo, la familia fue forzada a alternar la siembra con otros cultivos. No lo querían hacer porque el algodón, el llamado oro blanco, daba oro, riquezas, pero sólo cuando la tierra estaba buena. Una vez cansada, esa tierra que pocos años atrás fue fértil, ahora no servía, a menos que se plantaran otras cosas en ella. Es por eso que se optó por sembrar alfalfa y trigo y eventualmente, en parte del terreno, se plantaron también naranjos y toronjos. Para esos tiempos ya no había dinero ni préstamos del gobierno, así que la familia de Martita, al igual que otras familias en ese valle, tuvieron que buscarle por todos lados para sobrevivir. Empezaron a criar gallinas y otros animales. Poco a poco fueron comprando cabritos y becerritos. Con los años esos animales se convirtieron en enormes cabras, vacas y toros. Casi todo se lo comían ellos mismos, excepto las cabras y las vacas. Tenían ambas de las buenas, las que dan mucha leche. Eso fue la salvación de ese rancho y en menos de una década ese lugar se convirtió en un emporio de productos lácteos, de ambos animales. Producían todos tipos de quesos, mantequillas y no sé qué más.

Para llegar a esa prosperidad, sin embargo, pasaron todos ellos por una infinidad de penurias. Toda la familia trabajó duro. El papá lo exigía. Se levantaban temprano, mucho antes que cantaran los gallos. Les daban de comer a los animales, después recogían los huevos de las gallinas y ordeñaban las vacas y las cabras. Unos se dedicaban a la producción de los quesos y las mantequillas, otros a las cremas y los jocoques, pero eventualmente casi todos, excepto las mujeres, se iban al campo a cuidar los sembríos y la huerta de naranjos y toronjos. Esa era la tarea diaria, los siete días de la semana y eso fue lo que los hizo exitosos.

Para poder dedicarle más tiempo a las labores del rancho, ninguno de los hermanos o hermanas de Martita llegó más allá del tercer año de la primaria. Ella fue la única que nunca dejó de ir a la escuela. Los papás permitieron que los hijos abandonaran los estudios porque, según ellos, las necesidades del rancho lo justificaban. Eran necesarios esos hombros y esas manos para alcanzar el éxito, decían. Por varios años, también, trataron de convencer a Martita para que al igual que los demás dejara de ir a la escuela. Pero ella nunca lo hizo porque desde muy chiquita se le había metido en la cabeza que iba a ser doctora. Nadie llegó a saber de dónde sacó ella esa idea, la de estudiar y de ir a la facultad de medicina. Por años sus padres y sus hermanos y hermanas trataron de quitarle eso de la mente, pero nunca tuvieron éxito. Martita, mas bien, con más arremeto persiguió lo que ella se había propuesto.

“Las mujeres no necesitan estudiar”, le decía su papá. “Las mujeres son del hogar y lo único que tienen que aprender es ser buenas amas de casa, ser hacendosas. Con sólo aprender a cocinar y a hacer tortillas es suficiente”. El papá también comentaba que para las mujeres lo más importante era encontrarse un buen esposo, alguien que fuera trabajador y que las mantuviera.

Martita, sin embargo, nunca hizo caso y a pesar de miles de obstáculos siguió yendo a la escuela. “Era muy terca”, contaron los que la conocían bien, “pero también muy inteligente y enfocada en lo que quería”, agregaban. “Se le había metido que iba a ser doctora y fue imposible sacarle ese pensamiento de la cabeza”.

 

AUTOR: Pedro Chávez

PRÓXIMA SEMANA: Segunda parte de este cuento. (Va para largo).

 

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