El rancho de la familia de Martita se empezaba a convertir en una respetable fuente de productos lácteos para los pobladores de esos rumbos. Era a mediados de los años cincuenta y en ese entonces existía poco ganado lechero en los alrededores de la colonia Silva. En el transcurso de menos de una década, ese puñito inicial de vacas y cabras en esa granja se había multiplicado y ahora montones de esos animales lucían regados por todos lados. Las vacas no tenían muchas opciones, excepto pasar sus vidas en dos lugares: en un pastizal, donde la hierba y el zacate crecían a lo loco, o en los corrales, donde a temprana hora y en la tarde eran ordeñadas. Las cabras eran otra cosa. Esas bestias montunas se metían por todos lados. En los riachuelos, en los corrales, en el pastizal, en el basurero. A veces se trepaban sobre dos carros del año del caldo, abandonados años atrás por los antiguos dueños de esos campos. A la hora de la ordeñada, siempre había que andar detrás de ellas y arrearlas a caballo.
Además de tener que lidiar con el ganado, el rancho tenía una agenda repleta de labores. Las gallinas eran de seguro las que requerían menos atención. Ésas casi solas se alimentaban, pues comían lo que encontraban en sus travesías diarias, cuando andaban sueltas. Una vez en los gallineros comían de nuevo, granos y otros suplementos, o se la pasaban durmiendo. En el transcurso de la noche ponían huevos. A Martita le tocaba el cuidado de las gallinas: meterlas en las jaulas, darles de comer y a temprana hora recoger los huevos. Era una labor relativamente fácil, excepto en ocasiones cuando esa aves caseras se perdían en los matorrales. Cuando eso sucedía, la niña se llevaba los perros con ella para que le ayudaran en la pesquisa y en un dos por tres lograba encerrarlas. Esos canes eran buenos para arrear gallinas.
Habían otros quehaceres que exigían mucha más atención que la cría de pollos y gallinas en ese lugar. Los huertos, por ejemplo, requerían atención durante todo el año; había que estar echándoles ojo día tras día. Se tenían que regar adecuadamente y asegurar que cada arbolito creciera bien. Había que podarlos, limpiar las tierras en los alrededores de cada uno y rociarlos con insecticidas para prevenir plagas. Lo peor de todo era que los huertos duraban años y años para dar fruto.
Otro rubro que requería eterna dedicación era el cultivo de los campos. Porque no se podía sembrar algodón año tras año, estaban forzados a dedicar esas tierras a otras cosechas menos rentables, como la alfalfa y el trigo. Sin embargo, igual había que ararlas, sembrarlas, regarlas y llevar a cabo todas las labores relacionadas con esa función agrícola. El patriarca y sus dos hijos mayores eran los que desempeñaban esas tareas, aparte de tener que mantener los huertos de naranjas y toronjas, ordeñar las vacas y las cabras y encargarse de la elaboración de los productos lácteos.
Poco después de que Martita cumpliera los diez años de edad, su papá decidió requerirle más labores diarias, pues no habían suficientes manos para cumplir con todos los quehaceres del lugar. Iba también que tener que ayudar en la confección de los quesos, el jocoque y las cremas. La niña se opuso a ello contundentemente. Dijo que tenía mucho que estudiar y que ya hacía mucho trabajo con eso del cuidado de las gallinas y que era injusto que le agregaran otros quehaceres cuando todo mundo sabía que si no estudiaba nunca llegaría a ser doctora. Su papá reconsideró lo dicho, lo pensó bien y por un lado le dio valor a esa arraigada entrega que demostraba su hija en cuanto a eso de estudiar medicina. Sin embargo, por razones que él sólo entendía, decidió que Martita tendría que encargarse de las tareas adicionales.
“No tenemos todavía suficientes ganancias para contratar gente de afuera para hacer parte del trabajo”, le dijo su papá y agregó que mientras esas condiciones prevalecieran, todos tendrían que cooperar y encargarse de hacer el trabajo ellos mismos. Le explicó también que pronto se encontrarían en mejor situación económica y que eso beneficiaría a todos.
Martita se sentía desesperada y a la vez reacia a tener que hacer el quehacer adicional. Sin embargo, aceptó con lágrimas lo requerido. Conocía bien a su papá. Sabía también que era casi imposible hacerlo cambiar de opinión. Además, lo quería mucho y confiaba en él y en sus decisiones. El día siguiente se levantó mucho antes de lo normal, a las cuatro de la mañana. Sacó las gallinas de las jaulas, recogió los huevos y se fue a la casa a ayudar a su mamá y a su hermana en la elaboración del queso y otros productos. Ya más o menos sabía qué hacer, pues había observado el proceso en múltiples ocasiones. La mamá y la hermana se sorprendieron al verla ahí tan temprano, pues esperaban su ayuda en la tarde, una vez que regresara de la escuela. Martita les dijo que prefería hacer el trabajo en las mañanas y así tener tiempo libre en la tarde para hacer las tareas de la escuela. Después de que le dijeron en qué ayudar, su puso a hacerlo inmediatamente. Una vez terminadas sus labores se arregló un poco y se fue a la escuela.
Para eso de la tarde, Martita estaba muy cansada. El haber madrugado causó estragos en su reloj interno. Una vez en casa no pudo aguantar más los embates del cansancio, por lo cual decidió tomarse un pequeño descanso. Estaba tan cansada que se quedó dormida por largo rato. Ya casi para oscurecerse se despertó. Se asustó, pues no sabía qué hora era. Eventualmente se acordó que no había encerrado las gallinas y salió corriendo de la casa en busca de dichas aves. Pero ya estaban encerradas. Su papá le había dicho a su hermana mayor que las metiera en las jaulas. No quiso que despertaran a Martita.
El no poder terminar todas las tareas de la escuela ese día porque no le alcanzó el tiempo, causó que Martita se sintiera desconsolada. Le dieron ganas de llorar, pero se aguantó, y en lugar de derramar lágrimas, hizo una promesa hacia sí misma. Se iba a levantar más temprano, dijo, y así poder hacer el resto de la tarea en la madrugada, antes de empezar con las labores del rancho. Así era ella. A todo le encontraba solución.
AUTOR: Pedro Chávez
PRÓXIMA SEMANA: Quinta parte de este cuento.