FOTO: Rancho en el valle de Mexicali, muy parecido al de la familia de Martita. Imagen de dominio público.
La niñez de Martita no fue nada fácil. Estuvo llena de obstáculos. Desafortunadamente, los escollos aumentaron una vez que llegó a la adolescencia. A pesar de ser casi siempre el centro de atención de ese rancho en la colonia Silva del valle de Mexicali, las metas de esa niña se encontraban completamente en desacuerdo con los deseos del patriarca de esa familia. Su papá se preocupaba más que todo por el éxito de esa parcela. Aunque adoraba a Martita, no valoraba mucho las aspiraciones educacionales de esa hija pródiga, pues eso de la escuela no representaba gran importancia desde su perspectiva campesina.
En cierta forma tenía razón. El México de ese entonces era diferente. Esas gentes que habían tenido la suerte de conseguir sus terrenos durante la repartición de las tierras, venían de otros rumbos, con diferentes pasados. Muchos de ellos habían andado en la bola revolucionaria, con un bando y con el otro, para donde los jalaran. Eran los antiguos esclavos de los latifundistas, del México del siglo diecinueve, el de pan o palo, cuando era mejor que la clase trabajadora se quedara callada y hundida en el analfabetismo, porque así lo querían los mandamases.
Además, en esos tiempos a las mujeres no se les daba el apropiado valor. En la era del dictador don Porfirio Díaz, por ejemplo, la gran mayoría de ellas, especialmente las del pueblo y de los ranchos, eran consideradas como simples objetos. Aunque fungían como madres, esposas y amas de casa, la función más esperada de esas mujeres era le de engendradoras, de reproductoras de crías, de chamacos, de los futuros peones que cultivarían los campos y cuidarían las haciendas. Una vez prendida la mecha de la guerra civil que transformó a México para siempre, al currículum de esas mujeres se le agregó eso de soldadera, de Adelita, de cuidadora de sus machos y de los hijos de esos machos. A nadie se le ocurrió que a la mejor esas hembras, nuestras mujeres, nuestras mamás, nuestras hermanas, también tenían aspiraciones propias. Una vez apagado el mitote, la excusa revolucionaria, nada cambió, sino hasta cuando a ciertas mujeres les importó un cacahuate lo que los hombres tuvieran en mente.
Martita, la de este cuento, llegó a ser una de ellas, una de esas mujeres, las que decidieron ser los arquitectos de sus propios destinos. Pero pagó con creces por el camino tomado.
Sus primeros años fueron buenos; estuvieron marcados por esos brotes de creatividad, cuando sus parodias y pantomimas hacían reír a medio mundo. Pero una vez en la escuela, la esencia de Martita empezó a cambiar, especialmente después de cursar los primeros dos años de la primaria. Aquel torbellino que se metía en todos los rincones de ese rancho y que se la pasaba correteando animales y escuchando la radio, se convirtió en una estudiante empedernida. Se la pasaba haciendo tareas y leyendo. Se devoraba todos los libros que por alguna razón llegaban a esa casa; también los que pedía prestados en la escuela. Los leía en las tardes bajo la luz del sol y en las noches con la ayuda de candelas. No dejaba de leer sino hasta que sus ojos se cerraban con el vapuleo del cansancio.
En la escuela le iba bien. Casi todos los maestros se preguntaban de dónde había heredado esa niña ese arraigado afán por estudiar. Era ella algo raro. Dominaba además un montón de materias y para mediados del tercer año, Martita mostraba conocimientos que fácilmente excedían lo esperado de los alumnos de sexto. Era una enciclopedia andante. En múltiples ocasiones demostró saber más que los mismos maestros.
Pero en el rancho ella era otra cosa. A menudo se le olvidaban sus quehaceres, como, por ejemplo, recoger los huevos de las gallinas antes de irse a clases. Tenía también que ayudar en varias labores de la cocina, pero casi nunca le quedaba tiempo para hacerlo. Eso causaba fricción entre sus hermanos, pues les tocaba a ellos realizar dichas tareas. Para ese entonces los tres mayores ya no iban a la escuela, pero tenían sus propias listas de quehaceres por cumplir en el rancho.
El llevar a Martita al centro escolar era también otro inconveniente. Ese lugar estaba más o menos a dos leguas de distancia, demasiado lejos para hacer la travesía caminando. Por varios meses la llevó el hermano mayor en una de las yeguas que era mas bien para las labores del rancho. Eventualmente, debido a las quejas del patriarca, la niña tuvo que encontrar otras opciones para llegar a su destino, pues no sólo la yegua, sino el hermano eran requeridos para realizar las funciones cotidianas del rancho. Martita empezaba su travesía a pie. Se iba caminado, a veces corría. De vez en cuando algún conocido que llevaba el mismo rumbo la recogía. A veces llegaba a la escuela en carreta, otras veces a caballo. Pero ella no se quejaba. Lo importante era llegar y no faltar.
Durante el viaje de regreso al rancho siempre se encontraba con alguien que la llevara. Era ya tarde, horas después de las labores diarias del campo, cuando esos pueblerinos salían a comprar esto y lo otro. Por ahí andaban todos, de ida y de venida y a veces en esos regresos se encontraban a Martita y a otros estudiantes que requerían transporte. Como buenos vecinos, los recogían y les daban el aventón.
Una vez en su casa, la niña que quería ser doctora se dedicaba a lo suyo: a leer, estudiar y hacer sus tareas. La llamaban para que fuera a comer o para ayudar en no sé qué cosa o para que fuera a jugar con no sé quién. Pero Martita casi nunca escuchaba esos llamados. Se metía en lo suyo. Sus estudios, sus libros, sus pensamientos. Comía cuando le apremiaba el hambre, pero después continuaba estudiando y leyendo. Así era ella.
AUTOR: Pedro Chávez
PRÓXIMA SEMANA: Cuarta parte de este cuento.
me encanta esta historia se parece mucho ami o yo a ella, desde que aprendi a leer todo lo que me pasaba por mis manos era leido, no importaba si estaba sucio solo que no tube esa suerte estudie por mi propio esfuerzo sin ayuda y esas ganas de aprender aun siguen en mi, aprendi de todo y quiero aprender mas
Gracias Nancy. Saludos.