FOTO: Nuestra madre, Lydia García Espinoza de Chávez.
Es muy fácil escribir sobre mi madre y ya he escrito mucho acerca de ella. Nunca me canso de hacerlo, pues ella hizo mucho por nosotros sus hijos, al criarnos y al enseñarnos el camino correcto a seguir, a portarnos bien.
Cuando ella vivía, era el centro de nuestra familia, de nuestro mundo. Desafortunadamente ya murió. Este catorce de febrero, el día de San Valentín, se cumplen ocho años de su fallecimiento. Fue difícil verla morir. Todos nosotros, todos sus hijos, estábamos junto a ella en sus últimas horas. No hablaba ni se movía, pero estaba viva. Era en un hospital como todos: limpio, frío e indiferente. Muchos pacientes eran sanados en ese lugar, pero algunos también encontraban la muerte allí. Eso sucedió con nuestra madre. Allí falleció, en ese hospital del norte de California, en Manteca, para ser más exacto. Casi llegaba a los ochenta y dos años de edad. Estoy seguro que ella quería morir, que quería descansar. Sufría mucho por cuestiones de salud, por los achaques y estaba cansada de tomar tanta pastilla para aguantar el dolor.
Era de Michoacán, de Tlazazalca, un pueblito en las cercanías de Zamora. Ahí vivió hasta los ocho o nueve años de edad cuando ella y el resto de la familia García Espinoza se establecieron en la colonia Silva, en el valle de Mexicali. Eso ocurrió a fines de los años treinta. Allí siguió creciendo y gozando la vida campestre, la dicha del rancho. En 1944 se juntó con quien sería nuestro padre, Armando Chávez Millán. Alquilaron una casita en la avenida Lerdo, en el costado sur, junto al barranco. Allí nací yo. Eventualmente nos fuimos a vivir a la colonia Cuauhtémoc.
En esa colonia trabajó duro. Sin descanso. Sembró la tierra, la cultivó y le sacó jugo. Con pala y azadón en mano hizo de las suyas y vio crecer naranjos, toronjos y palmeras repletas de dátiles. Plantó al igual granados, higueras y viñedos. Crió animales, conejos, gallinas, patos, gansos. Guajolotes.
Vendió zapatos también, de casa en casa. Era de casta empresarial, lo traía en la sangre. Parece que siempre andaba pensando en un negocio o el otro. Aunque le fue bien con lo de los zapatos, habían ya varios fracasos como emprendedora. Mejor ni lo cuento. Lo importante fue que siempre tuvo el arrojo para tirarse al ruedo. “El que no se arriesga no cruza la mar”, nos decía. Así era ella. Entrona. Soñó y trató de alcanzar las estrellas y de cierta forma lo hizo. Nunca se rajó ni se echó para atrás o se desanimó.
En los Estados Unidos trabajó en diferentes enlatadoras (conocidas por estos rumbos como “canerías”). Era trabajo duro y era difícil meterse en ese gremio, pero era empleo de sindicato y bien remunerado. Eventualmente se jubiló y recibió una pensión que la ayudó a vivir más o menos bien, económicamente hablando.
Durante su temprana vida engendró once hijos. Una de ellos murió a los seis días después de nacer, otra a los veintitantos años, pero en realidad estaba, como dicen, ya muerta antes de cumplir los diez. Se llamaba Herlinda y había nacido en Mexicali, en la colonia Cuauhtémoc, al igual que casi todos sus hijos. Se enfermó al poco tiempo de llegar a Stockton, California, en el otoño del sesenta y tres, un año después de haber emigrado a los Estados Unidos. Los doctores nos decían que no sabían qué tenía. Yo creo que mentían. Así era en aquel entonces. Las vidas de nosotros los mexicanos valían un cacahuate en los Estados Unidos. Herlinda sufrió mucho, perdió el conocimiento y eventualmente se convirtió en un vegetal humano y se la llevaron a un hospital especializado en esos males, en Porterville, en el centro del valle de San Joaquín, en California. Allí murió más o menos diez años después.
Era inteligente nuestra hermana Herlinda. Fue la primera en aprender inglés. A los seis, a la mejor a los siete años de edad, aprendió ese idioma, en menos de seis meses. Estaba en una escuela en El Centro, California, en ese entonces, cerca de Mexicali. Todavía no nos íbamos al norte del estado, al lugar donde ella de repente se enfermó. Fue un episodio triste en nuestras vidas. Es difícil perder a una hermana, especialmente cuando están chiquititas y tienen todo su futuro por enfrente.
También perdimos a un hermano. Apenas tenía veinticuatro años de edad. Se mató en una moto, de esas de monte, en mil novecientos setenta y siete. Se llamaba Julio César. Yo estaba todavía acantonado con la fuerza aérea en España, cerca de Madrid. Un compañero llegó a mi casa a avisarme sobre su muerte en horas de la madrugada. La noticia me enmudeció. No supe qué decir. Fue tremendo golpe.
Julio era mi hermano menor. Era trabajador y enfocado en sus metas, pero también arriesgado. Vivía la vida con todo lo que tenía en sus entrañas. Así era él, aventado. Se quebró la nuca en un brinco más alto de lo esperado, en un campo del norte de California. Fue difícil aceptar su muerte. Para todos nosotros, sus hermanos, sus papás. Eventualmente nos acostumbramos a no tenerlo más con nosotros, pero nunca lo hemos olvidado.
Les platico lo de los fallecimientos porque esos hechos afectaron mucho a nuestra madre. Yo creo que nunca se recuperó de esas pérdidas. Ella era fuerte, pero también humana y fue difícil para ella, no cabe duda, aguantar esos golpes fatídicos. No sé si todos esos hechos del pasado atravesaban por su mente durante sus últimos días de vida, cuando estaba en aquel hospital conectada a mil aparatos que la mantenían viva. Pero presiento que así fue.
Creo también que cuando ella estaba en esa cama, rodeada por sus hijos y los hijos de sus hijos, ella nos escuchaba. No podía hablar, pero lo podría jurar que nos escuchaba. No sé por qué lo digo, pero eso sentí. A la mejor era por el bullicio, las risas, a veces la lloradera, por lo cual creo que así fue. Unos le hablaban, otros se tapaban los ojos y lloraban en silencio, pero todos hacíamos bulla y llenábamos ese cuarto con regocijo. Eso le gustaba a nuestra madre; le gustaba vernos juntos. Hablando y gritando y gozando la vida como familia.
Cuando ella estaba viva nos reuníamos todos en su casa. Allí nos divertíamos y comíamos. No eran fiestones ni nada por el estilo, sólo reuniones familiares, comilonas de tamales, de enchiladas, de menudo. Su casa no era muy grande, pero siempre tenía campo para todos. Comida también. Nadie se quedaba afuera por falta de espacio o sin comer por falta de alimentos.
En el hospital pasó algo parecido, y aunque no hubo refrigerios, sí hubo gozo. La ocasión era lúgubre; era esperada, pues la muerte acechaba. Eso se comprendía y todos estábamos resignados a la llegada de la vil muerte. Sin embargo, fue fiesta también. Celebrábamos su partida con regocijo y con amplios rasgos de hermandad. Con la copa rebasada. Y aunque nos arrebataba la tristeza, estábamos todos preparados para seguir adelante. Eso lo aprendimos de ella.
AUTOR: Pedro Chávez