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Eso de las Estrellas Me Cayó del Cielo

By February 8, 2016 October 5th, 2023 6 Comments

4heic0516dIMAGEN: La estrella Sirio (la más prominente, abajo y en el centro) y la constelación de Orión.

Mi tierra, Mexicali, era de cielo estrellado. El éter nublado era la excepción, por lo cual las estrellas nos engalanaban con sus predecibles relampagueos noche tras noche. Nuestro firmamento nocturno era festivo y alegre y estaba casi siempre adornado con miles y miles de faroles que desde las alturas se prendían y se apagaban cuando les daba la gana.

No sabía mucho acerca de las estrellas en aquel entonces, en los años cincuenta y a principios de los sesenta, cuando desde mi casa en la colonia Cuauhtémoc me entretenía durante más de una noche con ese vaivén de luces caprichosas. Me sentaba en el cordón de la calle frente a nuestra morada, la línea de cemento que definía los linderos de esa vía sin pavimentar, la avenida Honduras. (No teníamos acera, pues había que pagar por ella y nosotros no lo habíamos hecho). Allí me sentaba, sobre ese asientito de concreto y desde ese punto observaba esas estrellas, esos astros brillantes cuyos nombres, como ya lo insinué, los desconocía casi por completo.

Había escuchado pormenores, sin embargo, sobre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Menor y creo que también sobre el mentado Arado, aunque nunca supe con certeza cuál era cuál. Pero me gustaba ver esos luceros y saber que todos ellos tenían su alcurnia y que por miles y miles de años esos astros habían ayudado a una infinidad de navegantes en el tejemaneje de determinar en dónde se encontraban. Nunca me imaginé en aquel entonces que en un día no muy lejano iba yo a andar metido en un avión utilizando las estrellas para calcular elevaciones celestiales, por medio de un sextante, y trazando posiciones en un mapa de navegación con los resultados de dichos cálculos.

Pero así fue. Por cosas de la vida y de las corrientes que lo arrastran a uno de un país a otro y nos llevan también a finalidades nunca soñadas, en el otoño del mil novecientos setenta y uno estaba yo metido en un salón de la base Mather de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos aprendiendo las caprichosas particularidades y posiciones de las estrellas. Era la Clase 72-19, un grupo con casi setenta estudiantes, yo entre ellos, esperanzados todos a llegar a ser navegantes. Yo acababa de cumplir un cuarto de siglo de vida. Todavía estaba chamaco, con el cerebro bien aceitadito y repleto de materia gris que me facilitaba el aprendizaje de esto y lo otro.

Me fue bien en esa escuela militar. Estuve un año en ella y allí aprendí el oficio de la navegación, usando además del sextante otras herramientas para determinar senderos y llegar de un lugar a otro. Pero lo que más me gustó fue estudiar las estrellas y aprender sus nombres y los de las constelaciones en donde ellas hacían sus nidos. Tenían calificativos raros esos astros, como Aldebarán, Betelgeuse, Rigel, Pólux y Athena. Pero fue bonito aprender todo eso.

Desafortunadamente, una vez concluido ese entrenamiento militar, no volví a usar las estrellas ni mucho de lo aprendido para navegar, pues terminé volando en un avión caza, el F-4 (Phantom II), en la cabina de atrás, amarrado a un asiento con propulsión propia (si ella fuera necesaria para salir de él en caso de alguna emergencia) y metido en un traje antigravedad y en un espacio de tamaño limitado en donde no se requerían sextantes ni observar las estrellas. Eran otros los requisitos. Así que en lugar de ejercer el oficio de navegante, tuve que ir a otra escuela por un año adicional y aprender los pormenores de mi nueva chamba.

Las estrellas, sin embargo, no las he olvidado. Siempre me pongo a verlas. No sé por qué, pero parece que me embeleso con las noches plateadas, adornadas con una infinidad de luceros. Me busca sentarme bajo ese manto de luz y de esplendor y dejar que vuele la imaginación, la creatividad. Aunque acá entre nos, para disfrutar bien esas luces celestiales hay que tener una cubita libre al lado, o una copita de tinto, o a la mejor un tequila del bueno. Digo yo. Después de todo, para eso son esos astros, para animarlo a uno a pensar, a crear y a pasarle bien. Especialmente en esos momentos de intimidades, de insensatos romanticismos, cuando nosotros, los hombres formados a la antigua andamos con ganas de reconquistar a la mujer amada.

No obstante y dejándonos de tarugadas y de pasajes que de seguro sólo existen en aberrados sueños chapuceros, déjenme contarles que las estrellas todavía tienen mucho que ver con mi vida cotidiana. Les podría contar una de esas mentirillas de rigor y decirles que las veo todas las noches, pero me agarrarían en el engaño, pues vivo en el norte de Texas, en un punto terrestre en donde las noches estrelladas son raras. Por estos rumbos dominan los cielos nublados y el clima loco. El de tornados, de granizo, de ventarrones y de un sistema climatológico impredecible.

Pero me doy mi gusto observando esos astros cuando la falta de nubes lo permiten. Sucede a veces al sacar al perrito (que heredé de mi hija) para que haga sus cosas en altas horas de la noche. Mientras Oreo hace lo suyo (así se llama ese perro mitad poodle, mitad shih tzu), yo me divierto ubicando mis estrellas favoritas. Ya que la puerta por donde lo saco da hacia el sur, casi siempre me topo con Sirio, el astro más brillante en el firmamento. Déjenme decirles, esa estrella me sacó de apuros en la escuela de navegantes. Es muy fácil ubicarla. Bueno, para mí. En el hemisferio norte, casi siempre se encuentra hacia el sur. Si quieren asegurarse que lo que contemplan es ella, sólo tienen que mirar hacia arriba y si allí se ubica la constelación de Orión, caso cerrado.

Sirio es mi amigo. También Oreo. Eso le digo a mi perro una vez que él hace lo suyo y se sienta a mi lado en los escalones frente a mi casa. Él se sienta allí porque no le queda otra, aunque a veces se pone a chillar para que lo meta. Pero cuando a mí me da la platicadera y quiero comentar con alguien eso de las estrellas, Oreo obedece y se porta bien y se convierte en una audiencia conveniente, especialmente cuando le digo que dentro de poco le voy a obsequiar deliciosos antojos caninos.

Le cuento a mi mascota que esa estrella es de una familia de perros, de una constelación llamada Can Mayor, pero parece que a él le importa un cacahuate lo que yo digo. Se queda mirando, como pidiendo que nos metamos a la casa para que él se pueda echar a dormir. Así son los perros, se aburren fácilmente, y más cuando a sus amos les agarra la habladera. Pero a mí no me importa. Si voy a tener que andar sacando a ese animal, especialmente a eso de la medianoche, vale más que se aguante y escuche lo que a mí me gusta contar. Más que todo cuando el tema tiene que ver con las estrellas, esos astros caprichosos que desde chico aprendí a valorar allá en mi terruño.

AUTOR: Pedro Chávez

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