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Los Estragos del Imperdonable Orgullo

By February 3, 2016 2 Comments

Cine BujazánFOTO: Imagen del Cine Bujazán a finales de los años cincuenta. Foto de dominio público.

 

Cada año teníamos que participar en uno o dos desfiles cívicos. Cursaba el quinto año de primaria y en esta ocasión nos estábamos preparando para la presentación que conmemoraba un aniversario más de la revolución mexicana. Dicho evento se iba a celebrar el 20 de noviembre de mil novecientos cincuenta y siete.

Teníamos prácticas diarias en mi escuela, el Centro Escolar Revolución, para aprender a desfilar, para hacer las cosas bien. La banda de guerra también practicaba, al igual que la escolta. El escándalo diario era además de ruidoso, beneficioso para algunos compañeros por diferentes razones. Creo que varios de ellos se escapaban de clase con la excusa de ir a practicar para dicha parada cívica.

El día del desfile nos reunimos pocas cuadras al sureste del palacio de gobierno estatal y de allí partimos con nuestra marcha. Llevábamos nuestros uniformes, pantalones azul marino, camisas blancas de manga corta. Zapatos negros bien boleados. En una de las mangas portábamos nuestro escudo, azul con fondo blanco y letras grandes que anunciaban nuestras siglas: CER. Recuerdo muy bien ese día. Nuestra banda de guerra se lució y también la escolta. La gente, los espectadores, llenaban las aceras de las calles de Mexicali por donde el desfile pasaba. Era una gran fiesta.

Después de la marcha, muy cerca del cine Bujazán, varios de mis compañeros me dijeron que iban a ir al cine. Mi plan era regresarme a casa, a la colonia Cuauhtémoc. Sin embargo seguí con ellos pues me sentía bien y andaba con montones de ganas de seguir la pachanga. Antes de entrar al teatro se pararon frente a unas carretas de ventas ambulantes a comprar tortas y otros antojos. Todos se compraron su torta menos yo, pues no traía suficiente dinero, sólo un poco más de lo necesario para pagar el camión de regreso. Al ver que yo no ordenaba nada, mis compañeros decidieron invitarme.

“Nosotros pagamos, no te preocupes”, recuerdo que me decían varios de ellos.

Yo rehusé la oferta. Les dije que no tenía hambre. El orgullo propio no me dejó aceptar, aunque mil veces se me antojaban las tortas. Así era yo en aquel entonces, cuando estaba chamaco. Después de repetidas insistencias en “dispararme” la torta, como decimos en mi tierra, mis compañeros aceptaron mi contundente respuesta negativa. Momentos más tarde todos entraron al cine, menos yo. Yo me regresé a casa.

Me fui desde el cine Bujazán hasta la colonia Cuauhtémoc caminando, pues decidí no gastar el dinero que traía para el pasaje del camión. Además, no me sentía bien y quería pensar. A pesar de haberme divertido bastante desfilando con mi escuela esa mañana, el no haber tenido dinero para comprarme una torta y comprar un boleto para entrar al cine con mis compañeros, me entristeció. El hecho que ellos ofrecieran pagar por mi comida, me afectó aun más. Me sentí humillado.

Conforme caminaba hacia mi casa, mil corajes invadían mis venas. Pensaba y pensaba y me cuestionaba a mí mismo. ¿Por qué canijos tenía que andar con ellos, con mis compañeros después del desfile, cuando bien sabía que yo sólo traía dinero para el pasaje del camión de regreso a casa y a la mejor un poquito más? ¿Por qué lo hice? Fue mi culpa, me dije. Mi culpa.

Bien sabía que a esos compañeros normalmente les daban mucho más dinero que a mí para comprar antojos en la escuela. Yo sólo recibía un veinte para comprarme un pepino, una naranja o una tajada de jícama durante el recreo. Con ellos era diferente. Casi siempre se compraban su torta, su refresco y otros antojos.

Conforme más reflexionaba, más me enojaba conmigo mismo. Pero al llegar a la cercanía del palacio de gobierno, durante esa travesía a casa, ya iba un poco más calmado. Noté al pasar por allí que el parque que rodeaba el edificio estaba lleno de basura. Era la triste secuela del desfile. Envolturas, páginas de periódico y latas de jugo vacías invadían la belleza cotidiana de aquel parque del pueblo. El decrépito paisaje que observé esa tarde hizo que olvidara mi enfado.

Noté también la presencia de media docena de carretas de vendedores ambulantes que todavía permanecían en el parque. La gran mayoría se había ido, pero los que aun permanecían allí se estaban preparando para también marcharse. Todas las carretas estaban vacías, excepto una. En una pequeña vitrina en un lado de ese merendero ambulante, miré claramente dos o tres tortas. Son las últimas, pensé. Me acerque al propietario de la carreta y le pregunté cuánto costaban.

“Un peso”, me dijo.

“¿Qué tanto me puede dar por esto?”, le pregunté y puse las monedas que traía en el bolsillo sobre el pequeño mostrador montado en esa carreta. Eran ochenta centavos.

“¡A qué huerco!”, me dijo y sacó una torta de la vitrina. La abrió. Ya tenía queso y bolonia. Cortó un poco de lechuga y tomate y se lo agregó. Rebanó también una tajada de aguacate y lo metió entre la lechuga y después la envolvió en papel celofán y me la dio. Recogió el dinero y lo contó.

“¿Estás seguro que no traes más?”, me preguntó.

“No”, le contesté.

Con su mano izquierda me hizo una señal, como diciéndome que me fuera. Me fui y me senté en el zacate, cerca de los columpios. Unas señoras estaban meciendo a varios niños. Me comí la torta con muchas ganas. Me supo a cielo. También me hizo olvidar los corajes que yo mismo causé con mi canijo orgullo.

 

AUTOR: Pedro Chávez

 

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