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Las Vicisitudes de Martita, Sexta Parte

By March 2, 2016 March 3rd, 2016 One Comment

Secundaria 19FOTO: Terreno donde estaba por construirse la escuela secundaria 18 de Marzo, en Mexicali, más bien conocida como “Secundaria Dieciocho”. Martita deseaba poder asistir a esa escuela.

 

ÚLTIMO PÁRRAFO DEL RELATO ANTERIOR:

Martita se sintió destrozada. Ella necesitaba el apoyo de su mamá para que su papá la dejara ir a vivir con su tía en Mexicali y por ende poder asistir a la secundaria. Apenas tenía once años de edad, pero se sentía lo suficientemente capaz para cuidarse a sí misma y enfrentar las incertidumbres por llegar. Por otro lado, percibía que la respuesta de su padre iba a ser negativa. Algo, una canija corazonada se lo advertía.

 

SEXTA PARTE:

Así como Martita se lo había imaginado, su papá se negó rotundamente a que se fuera a Mexicali a continuar sus estudios. A pesar de que ella pensaba hospedarse en la casa de su tía, a él no le parecía correcto que una niña de escasos once años saliera de su casa a tan temprana edad. Sin embargo, Martita no se dio por vencida y día tras día confrontaba a su papá con ese tema. Le decía que ella tenía que seguir estudiando y que en esos ranchos no existía escuela secundaria alguna y que era absolutamente necesario que se fuera a Mexicali a vivir con su tía y así poder continuar sus estudios.

Su papá trató como pudo para evitar los encuentros con su hija, esas coyunturas que por lo general ocurrían en las tardes, poco antes de que oscureciera. Con tal de no discutir sobre el asunto, él inventaba una excusa y la otra y le decía que lo disculpara porque tenía que salir a revisar el ganado o a hacer algo con los caballos, también que había que componer esto y lo otro. La treta siempre funcionaba, pero para el día siguiente Martita continuaba con su afanoso ruego. Cabe mencionar que mucho antes de que su hija mencionara eso de irse a Mexicali, él ya había abordado el tema con su esposa, pues estaba consciente del dilema y ya auguraba que iba a ser difícil hacer cambiar de parecer a Martita, de convencerla que era mejor dejar de estudiar por unos años, hasta llegar a una edad más madura.

Esas pláticas entre él y su esposa, aparentemente, no solucionaron mucho. Por un lado, la mamá se oponía a que su hija abandonara el nido, ese hogar, tan pronto, cuando apenas entraba en lo que ella consideraba la edad más problemática para las niñas. El papá, aunque estaba de acuerdo con el pensar de la madre, miraba las cosas de una forma completamente diferente. Con el pasar de los años se había convertido en un admirador a escondidas del arrojo, la dedicación y el denuedo de su hija. Algo dentro de él le decía que Martita iba a llegar muy lejos en eso de los estudios y que gran parte de su éxito iba a depender mucho de su proceder como padre. Según él, tenía que actuar sabiamente, con mano dura, pero a la vez con gran corazón y con cabal entendimiento. Pero tenía que ayudarla y guiarla correctamente sin que ella se diera cuenta, se decía a sí mismo. Tenía que enseñar a su hija a tomar decisiones sabias, a sobrellevar obstáculos y ser responsable.

Eso de irse a Mexicali, sin embargo, era algo difícil de aceptar para ese padre que pocos años atrás creía con completa certeza que las mujeres no tenían porqué estudiar. Aunque ese parecer de antaño había cambiado al ver a su hija florecer como estudiante y demostrar que no era de esas mujeres destinadas sólo a los quehaceres de la cocina y del hogar, el arraigado pensar del patriarca de aquel rancho a menudo asomaba sus rasgos de machismo y caprichoso proceder. Al ser enfrentado por aquella chamaca de escasa edad, el papá a veces se cabreaba y se montaba en su macho. Se enojaba y eventualmente declaraba que no había más que discutir y que se olvidara de ir a la secundaria por lo pronto.

Sin embargo y como dice el dicho, “tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe”. Un día de esos cuando el padre de Martita no pudo aguantar más, le dijo a su hija que iba a acceder a que se quedara con su tía en Mexicali, siempre y cuando esa pariente estuviera de acuerdo con su estadía. Dijo también que tendría que trabajar todos los veranos en el rancho y conseguir empleo remunerado para solventar todos sus gastos mientras iba a la escuela secundaria.

“Por parte de nosotros, no esperes nada”, le dijo con fin de desanimarla.

“No te preocupes, papá”, le contestó Martita y agregó que pensaba buscar trabajo no sólo para solventar sus gastos durante su estancia en Mexicali, sino también para más tarde, cuando fuera a la preparatoria y a la universidad.

Un día sábado, no mucho después de haber recibido el permiso de su papá, Martita y su mamá se marcharon a Mexicali en un autobús. El viaje duró más de una hora, a pesar de que el recorrido fue de sólo cuarenta kilómetros de distancia. Una vez en el centro de esa ciudad, se subieron en un camión de transporte urbano local y en él se dirigieron al hogar de la tía. Ella vivía con su esposo Luciano en una casa pequeña en la colonia Industrial, sobre la avenida Carroceros.

La tía se llamaba Luz. Era dos años menor que la mamá de Martita, cuyo nombre, entre paréntesis, era María. Cuando chicas, las dos habían sido muy unidas y habían tenido similares fantasías de niña. Por cosas de la suerte, del destino o por detalles que ocurren por interferencia divina o a la mejor por travesura humana, las dos terminaron viviendo en Mexicali, una en la ciudad, la otra en una de esas colonias agrícolas que se establecieron después del asalto a las tierras. Tenían más de quince años de vivir en esos lares, pero durante todo ese tiempo se habían reunido poco. Excepto por una cartita u otra, las dos habían tenido mínimo contacto entre ellas.

Al llegar a la casa de su hermana Luz, María quiso arrepentirse. Era ella ese tipo de personas que odian tener que pedir favores. Pero no le quedaba otra, pues dejarla con su hermana era la mejor opción para el hospedaje de Martita mientras iba a la escuela secundaria. Pocos segundos después de tocar la puerta, Luz salió a investigar quién tocaba. Gran sorpresa se llevó al mirar a las dos allí paradas. Tenía más de seis años de no ver a su hermana y a esa hija que años atrás era un incontrolable torbellino. Reconoció de inmediato a Martita y la abrazó efusivamente. También abrazó a su hermana y después le preguntó el porqué de esa inesperada visita.

“Ahora te platico, no es nada serio”, le dijo María.

Una vez dentro de la casa, Luz llamó a Luciano. Él estaba en el cuarto de al lado, una especie de taller donde recibía clientes y hacía reparaciones de enseres domésticos, pero más que todo de radios y planchas. María lo conocía bien y lo apreciaba bastante, pues según ella, tenía buen modo. Era calmado, paciente y casi siempre lucía una jovial sonrisa que a veces explotaba en contagiosas carcajadas.

Después de más abrazos y de las preguntas de rigor, que si cómo está tu esposo y el resto de la familia y por qué te habías ausentado tanto, María se fue al grano y habló sobre el motivo de esa visita. Les dijo que a Martita le había entrado la loquera de estudiar para doctora y que aunque de cierta forma la apoyaban, tanto su esposo como ella creían que alcanzar esa meta era algo casi imposible. Sin embargo, habían decidido ayudarla, agregó, pero necesitaban que Martita se hospedara con alguien de confianza en Mexicali para poder asistir a una de las escuelas secundarias de esa ciudad.

Luz se imaginó para dónde iba la conversación, conforme miles de posibles secuelas empezaban a invadir su mente. Vivían felices, pensó, ella y su esposo, solos en esa casa, sin nadie que interfiriera en esa aparente felicidad. Cuando estaba a punto de decirle algo a su hermana y aconsejarla sobre posibles lugares de hospedaje para Martita, Luciano interrumpió la conversación. Dijo que no faltaba más, que esa dedicada y estudiosa sobrina se podía quedar con ellos.

 

AUTOR: Pedro Chávez

PRÓXIMA SEMANA: Séptima parte de este cuento.

 

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