IMAGEN: Un servidor, montado en una roca en Jacumba (California, Estados Unidos), rumbo a San Diego. su zoológico y sus parques, durante una excursión de secundaria. Octubre, 1960.
En octubre de mil novecientos sesenta, decenas de estudiantes y maestros participamos en una inolvidable excursión al zoológico de San Diego. El paseo fue organizado por nuestra escuela en la colonia Cuauhtémoc, la secundaria Nocturna Treinta. Fue algo que nunca olvidaré. Sólo tuvimos que pagar por el costo del transporte.
Un camión más o menos bien acondicionado nos recogió enfrente de la escuela Presidente Alemán, a muy temprana hora, y de allí partimos hacia la garita entre Mexicali y Calexico. Después de una breve revisión, los de la aduana nos dejaron entrar a tierras gringas para que siguiéramos nuestro trayecto hacia el ya afamado parque Balboa.
Recuerdo pasar por el lado norte del cerro El Centinela antes de que amaneciera. Apenas se notaba la silueta de ese afamado guardián. Todos íbamos medio dormidos. Poco después empezamos a subir la cuesta. Era la carretera vieja, angosta y peligrosa, pero algunos compañeros comentaron que estaba mucho mejor que el camino de subida a la Rumorosa (por el lado mexicano). Subimos y subimos y seguimos una curva tras la otra. El paisaje fue cambiando, de desierto a montaña, y poco a poco se fue convirtiendo en un paraje repleto con piedra tras piedra.
El sol ya había salido y sus tempranos rayos saltaban entre esas enormes rocas. Todos estábamos ya bien despiertos, con enormes ojotes, observando el entorno; casi todos boquiabiertos también, admirando aquel soberbio panorama que adornaba nuestra ruta. Conforme nos acercábamos a la cima de esa placentera cuesta, el suelo estaba cada vez más y más cubierto con efímeras capas de hielo mañanero. Los blanquecidos campos se integraron para siempre en mi memoria. Era algo diferente, un espectáculo nunca antes visto por mis ojos.
Poco después paramos en Jacumba, en un café, un restaurantillo, de esos de montaña. Éramos muchos y parece que a todos a la vez nos dieron ganas de ir al baño. Era una gran fila para entrar a él. A pesar de mi buena educación, implantada con vara en mano por mi estricta madre cachanilla (quiere decir de Mexicali, para aquellos que no entienden eso de nuestro gentilicio), pensé en no hacer cola y optar por orinar detrás de alguna roca. Pero me aguanté y esperé mi turno en el único excusado de aquel lugar donde paramos.
Qué curioso, después de haber ido al baño y cuando andaba ya como chiva, brincando de roca en roca, noté que a algunos de los compañeros (y compañeras) les valió un cacahuate el pudor e hicieron sus necesidades detrás de una de esas protectoras y enormes piedras.
Después de ese descanso en Jacumba, seguimos nuestra jornada hacia San Diego y su zoológico. Ya estábamos bien despiertos todos, y ejercitados, y una hora más tarde llegamos a nuestro destino.
Al entrar a ese parque, fuimos inmediatamente recibidos por coloridos flamencos cuya peculiaridad (de esas aves) es pasárselas descansando sobre una sola pata. Fue una imagen de tarjeta postal.
Desde ese sitio en la entrada del zoológico, nos desplazamos en grupos hacia diferentes puntos importantes de ese lugar. Los de mi camada nos fuimos a visitar las jirafas, los camellos, los elefantes y otros animales de gran tamaño. Era la ruta periférica. Al pasar por un lugar donde se divisaba un enorme puente sobre la carretera que colindaba el sector noreste del parque, quedé completamente atónito. Parecía un acueducto, de esos inventados por los romanos y que se encuentran todavía activos en varias ciudades españolas. ¡Qué belleza! Dato curioso: cuando viví en San Diego, décadas después, crucé por debajo de ese puente miles de veces.
Una vez terminada nuestra trayectoria inicial, nos dedicamos a visitar otras exhibiciones. No habían osos panda en ese entonces, pero habían pingüinos. Estaban requete chiquititos los condenados. También vimos varias clases de reptiles y aves de todos los rumbos del planeta. Fue divertido. Como todavía nos quedaba tiempo, algunos de nosotros nos escapamos y nos fuimos a visitar los museos del parque, los que estaban adjuntos al zoológico.
No lo podía creer. En el cruce principal de ese lugar lucía la estatua del Cid Campeador. Sabía de él porque lo estudiamos en la clase de literatura castellana de la profesora América. Su nombre de pila era Ruy Díaz de Vivar. Rodrigo también. Había nacido en Vivar, cerca de Burgos. Era un hombre parte leyenda, parte realidad. Y todo fue popularmente relatado por el mester de juglaría. Siglos después, sus hazañas serían documentadas al igual en castellano, en el primer libro en nuestro idioma. Me asombró el hallazgo, pues allí, en San Diego, en el lado gringo, estaba esa estatua. Me impresionó bastante. Pero más sobre ese tema en otro relato.
No recuerdo cómo nos encontraron a todos nosotros ese día, pues andábamos regados por todos lados. Unos en el zoológico, otros en los museos, otros en el estacionamiento. Eso sí, estábamos todos bien cansados. Había sido un día bastante atareado y todavía nos quedaban tres o cuatro horas por delante antes de llegar a la colonia Cuauhtémoc. Nos subimos al camión, nos sumergimos en nuestros respectivos asientos y nos preparamos para el viaje de regreso a casa por el lado mexicano.
A pesar del cansancio, poco a poco fue creciendo la habladera. Que vi esto, que vimos lo otro, que hubiera sido bueno haber traído más dinero para comprarme no sé qué. También empezaron las bromas. Que te hubieran dejado allí en una jaula; te hubieran confundido con un mono. Que la elefanta, que el hipopótamo. Que las hienas me recordaron a la maestra tal y tal. No parábamos de hablar.
Pero eventualmente cesó el cotorreo, especialmente cuando el camión cruzaba el centro de San Diego. Habían enormes edificios. Casi todos nosotros los observábamos con asombro. Yo nunca pensé que esa ciudad fuera tan grande. Me la imaginaba chiquitita, así como Calexico. No sé porque. Pero era enorme. La ruta después nos llevó a un camino que colindaba con la bahía de ese lugar. Conforme nos dirigíamos hacia el sur y nuestra querida ciudad hermana, Tijuana, nos encontramos con un enorme barco naval tras otro. Todos repletos con marineros. La mayoría uniformados y pasando lista sobre las cubiertas de innumerables y asombrosas naves bélicas. Eran otros tiempos; cuando gran parte de los marineros recibían su entrenamiento básico en esa ciudad.
Poco después llegamos a Tijuana. Realmente, no la vimos, pues ya era de noche y antes de llegar a su bullicioso y bien alumbrado centro y la avenida Revolución, el camión se desvió hacia la carretera que nos llevaría a Mexicali.
Fue un viaje rápido y sin pormenores, pero lleno de gozo. Uno de nuestros cuates, el compañero Roberto Villa, se apoderó del micrófono (conectado a un pequeño sistema de sonido) y nos divirtió hasta llegar a la colonia Cuauhtémoc. Hablaba, decía chistes, nos hacía cantar, y básicamente convirtió el viaje de regreso en un gran vacilón.
No recuerdo cuántas veces cantamos “Los Laureles”, pero repetimos la canción y la repetimos. Todos participamos en la cantadera, Incluso una chamacona, una compañera grandota y muy bonita que era medio seria, pero cuyo nombre mejor ni trato de recordarlo, pues nunca lo recordaría. Cantó y cantó esa bella compañera. Lo hizo bien. Que agradable viaje fue ése. Con tanta diversión, ni cuenta nos dimos que estábamos bajando la cuesta entre La Rumorosa y Mexicali.
AUTOR: Pedro Chávez