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Las Peripecias de un Cachanilla – II

By May 1, 2016 August 15th, 2016 No Comments

Panamá Viejo 1

FOTO: Celebrando en Panamá Viejo con estudiantes colombianos y peruanos. Circa 1967. Los primeros dos en la izquierda son peruanos. Sigo yo, el tercero. El resto son parte del grupo de colombianos que fueron a ese retiro espiritual del cual escribo.

 

EL CANTAR DE LOS COLOMBIANOS

Como ya se los había advertido en el anterior relato, en éste me toca escribir sobre los colombianos, más que todo sobre aquellos que he llegado a conocer desde aquellos tiempos cuando yo andaba haciendo mis pininos en Panamá. Pero antes de empezar a decir esto y lo otro, vale más que les diga, así, a lo macho, que sería demasiado larga esta nota si por locura alguna tratara de contarles sobre todos los pormenores, todas esas andanzas que yo he compartido con gentes de ese país: la tierra del vallenato y de Gabriel García Márquez; ese lugar de playas y de ciudadelas amuralladas que en antaño protegían a esa costa de los embates de los piratas y de otros malvados.

Ahora que ya saben que lo que aquí pretendo relatar es sólo un cachito de todo lo que me gustaría contar sobre las peripecias que se han destilado durante ese longevo nexo que he tenido con gentes de esos lares, déjenme contarles que los primeros colombianos que conocí así en bulto, como decimos en mi tierra cachanilla (Mexicali, Baja California, México), sucedió en un retiro espiritual en la Zona del Canal. Eran un montón de chamacos militares de varios países del hemisferio los que asistieron a ese evento; gente joven entre los dieciocho y los veinte. A mí me tocó acompañarlos, a cuidarlos y asegurar que se portaran bien durante ese acontecimiento de fin de semana. Yo todavía no cumplía los veintiún años de edad. Sin embargo, se esperaba que yo los cuidara.

No sé quien me escogió para realizar esa labor de cuida chamacos, aunque mirándolo bien mirado, como dice la canción, en realidad no me tocó cuidar a nadie, sino sólo estar allí con ellos mientras el sacerdote charlaba con ellos sobre temas de la juventud. Por ser miembro de la fuerza aérea de los Estados Unidos, me imagino que mi principal función era servir como especie de enlace entre ellos y la academia militar, la escuela donde ellos tomaban cursos relacionados con la aeronáutica. Yo tenía menos de un año de haber sido asignado a esa escuela, cuyo nombre oficial era el de Academia Interamericana de las Fuerzas Aéreas. Estaba ubicada en la base aérea de Albrook, no muy lejos de la ciudad de Panamá. Estoy casi seguro que entre los lectores de esta nota deben de haber algunos ex estudiantes de esa academia, pues por ella pasaron, durante un montón de años, miles y miles de estudiantes de las fuerzas aéreas de casi todos los rincones de nuestra querida América Latina.

Llegamos al lugar del retiro en dos autobuses, un viernes por la tarde. Nos regresamos a la base la noche del domingo. Era un centro de la iglesia católica ubicado en las afueras de la zona metropolitana, un lugar desolado cercano al canal y Las Cumbres, como a veinte kilómetros al norte de la ciudad de Panamá. Una gran parte de los sesenta, a la mejor setenta participantes del retiro, eran colombianos. Me dí cuenta de ello cuando compañeros de ese país me invitaron a una caminata el domingo por la mañana. Después les cuento detalles sobre esa inolvidable aventura.

Por ahora déjenme decirles que el primer día y medio fueron callados. Todo mundo parecía bien concentrado en lo que decía el padre, en los rezos, en la reflexión. Las horas de comer eran también igual de silenciosas. Casi nadie hablaba, sólo consumían los alimentos. En ambas noches, todos nos retiramos a nuestros aposentos a descansar y dormir. Pero todo cambió el domingo por la mañana. Después de una misa corta y tempranera, y una vez desayunados, nos otorgaron tiempo libre, para dedicarlo a lo nuestro. Fue cuando se armó la bulla. No recuerdo qué hicieron los estudiantes de otros países durante ese espacio, pero los colombianos ya tenían la caminata en mente. Yo me fui con ellos.

Éramos un montón, cerca de treinta de nosotros los que nos fuimos a explorar los alrededores. Ya con la rienda suelta, después de casi dos días de reflexión y de estar calladitos, arrancamos hacia el monte y los matorrales. Buscamos viejas veredas y sobre ellas caminamos con pasos apresurados. Era una larga fila de jóvenes desbocados.

Me dijeron que me fuera al frente de esa columna, junto al líder de la misma. De repente se echaron a cantar un antiguo éxito musical de Pedro Infante y Lola Beltrán: “No volveré” (una composición de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar). Que bien que interpretaron esa canción esos colombianos. No sé si la cantaron en mi honor o si esa melodía era ya parte del repertorio de ellos. Lo que sí sé es que se escuchaba requete chula esa música de mi pueblo.

Una vez de regreso en el centro espiritual, dos horas más tarde, esos compañeros y yo hablamos por buen rato y empezamos a entablar una gran amistad. Me hicieron preguntas acerca de México y de los Estados Unidos y sobre detalles de la fuerza aérea en la que yo servía. Yo les pregunté sobre sus orígenes colombianos. Me contaron de todo y por medio de esas palabras y descripciones se empezó a formar en mi mente una imagen geográfica de lo que era Colombia. Me contaron también que en Bogotá había un lugar donde se concentraban los mariachis y se escuchaba música ranchera. Creo, si no me equivoco, se llamaba “Mi Tenampa”. No cabe duda, para la música no existen fronteras.

Esa tarde concluyó el retiro y nos regresamos a la base aérea de Albrook.

Después de terminar el curso de seis meses en esa academia interamericana, mis nuevos amigos se fueron a su país. Uno de ellos, Edgar Gaitán, regresó a la academia como instructor un año más tarde. Al resto ya no los vi, aunque sí a sus compatriotas, otros estudiantes colombianos que subsecuentemente también participaron en los cursos de esa escuela militar. Aprendí de ellos mucho. Sobre sus pueblos, el popular aguardiente, el ron Viejo de Caldas y sobre eso que algunos de ellos avalan acerca de las mujeres de Cali. Dizque son las más bellas del mundo. Eso dicen.

Aprendí también que a los colombianos les encanta cantar en grupo. No tienen que andar con la rienda suelta en una caminata y entre los matorrales para hacerlo. Cantan cuando bailan, cuando la ocasión lo pide. Especialmente cuando celebran la vida o algún festejo con sus cuates. Cada vez que los escucho cantar en alguna fiesta familiar o en eventos donde explota la berraquera, me trae recuerdos de aquella caminata que hicimos en tierra panameña, allá por el año mil novecientos sesenta y siete.

 

AUTOR: Pedro Chávez

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