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Las Vicisitudes de Martita, Novena Parte

By May 15, 2016 No Comments

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IMAGEN: Matas de algodón en el valle de Mexicali.

 

ÚLTIMOS TRES PÁRRAFOS DEL RELATO ANTERIOR:

“Me da gusto que sirvan de algo esos libros”, contestó el director en tono afable. “Además, te puedes quedar con ellos, ya que el próximo año nos llega una edición nueva, también de Espasa-Calpe”. Agregó que era un placer obsequiarle la enciclopedia en nombre de la escuela, porque estaba consciente que ella la aprovecharía en sus estudios.

Martita no lo podía creer. Le dijo gracias al director repetidamente, empuñó sus manos varias veces y eventualmente salió corriendo de esa oficina. Le contó lo ocurrido a su maestra, también a unas compañeras. Todas ellas la felicitaron, aunque para casi todas ellas eso de la enciclopedia tenía poco valor. Al llegar a su casa, acomodó todos los tomos de la enciclopedia sobre su cama. Después invitó a todo aquel que se encontró en su camino a que vinieran a ver algo espectacular que les quería mostrar. Les gritó y les dijo que vinieran a ver algo de gran valor en ese cuarto. Nadie se imaginaba a qué se debía tanto alboroto.

“¡Me regalaron la enciclopedia!”, gritó Martita. “¡Es mía!”.

 

NOVENA PARTE:

Posiblemente ya no lo recuerden, pero cuando empecé a contarles sobre las vicisitudes de esta joven llamada Martita, les advertí que mucha de la información acerca de su vida y pormenores de la misma, la había recogido aquí y allá, más que todo, por medio de personas que me dijeron que juraban haberla conocido. De ellos me enteré también de curiosas anécdotas atribuidas a esa ingeniosa chamaca, que la mera verdad, son a veces difíciles de creer. Les digo lo anterior porqué no quiero que me vayan a acusar de andar diciendo cosas que no fueron, especialmente ahora que les pienso contar sobre el buen desempeño que tuvo esa estudiosa escuincle durante el verano, cuando hizo sus tareas en el rancho. Fue algo nunca antes visto. Trabajó endemoniadamente, como si le hubieran dado cuerda. Lo hizo, según lo contado por esas personas que la conocieron, porque quería quedar bien y para que la dejaran ir a estudiar a Mexicali. También, para que esos dos meses se pasaran “de volada”, así como dicen por esos rumbos.

Después de haber concluido su sexto año de educación primaria, Martita se involucró de lleno en esas labores asignadas, más que todo en el cuidado de las gallinas; en darles de comer, sacarlas de los gallineros, recoger los huevos y barrer esos malolientes corrales cuyo fétido olor se percibía desde varios kilómetros a la redonda. También le tocaba participar en los quehaceres requeridos en la fabricación de los quesos y otros productos lácteos. Se había estipulado que haría todas esas labores durante dos meses y después se iría a Mexicali con sus tíos de la colonia Industrial, y así poder asistir a una escuela secundaria de esa ciudad.

Trabajaba desde muy temprano en el rancho, pues prefería aprovechar la tregua matutina para efectuar las labores de afuera, las de las gallinas, horas cuando el afanado calorón cachanilla estaba todavía aguantable. Una vez que pegaba duro el sol, se metía al enorme jacal donde se procesaban los quesos y allí trajinaba hasta las tres o las cuatro.

Casi todas las tardes, una vez que cumplía sus principales quehaceres, Martita se tomaba un extenso descanso y se sumergía en las páginas de uno de los tomos de su enciclopedia. Se llevaba uno de esos libros y se sentaba en su lugar preferido, debajo de un enorme sauce cuyas frondosas ramas colgantes brindaban la sombra perfecta. Allí se acomodaba, sobre un gastado banco de madera, y durante esas sosegadas horas vespertinas se ponía a fisgar datos sobre esto y lo otro en uno de esos voluminosos libros. Generalmente, allí también se quedaba dormida. Aunque nunca la tenía en su agenda, esa siesta imprevista le ofrecía la tregua que necesitaba para continuar las labores que le quedaban, pues antes de que se metiera el sol tenía que rodear las gallinas y encerrarlas en los gallineros. Una vez terminada esa última labor, se tomaba un vaso de leche acompañado con pan dulce y se iba a dormir.

Fue difícil al principio para aquella joven de apenas once años de edad, acostumbrarse a ese trajín de todos los días, pero para eso de la tercer semana, ya había convertido esa fastidiosa faena diaria en casi un juego. A pesar de las desagradables madrugadas, del repetido ajetreo, y el inaguantable calorón que en los meses de verano azota con ganas a esa región desértica, Martita hacía sus labores con resolución y arrojo. La disciplina que había desarrollado en la escuela y en los estudios ahora la aplicaba al trabajo del rancho. Como ya lo mencioné, pocos podían creer que aquella muchacha más bien conocida por su afición a los libros, pudiera dedicarse a las labores mundanas del campo con tanta entrega y buen desempeño.

Su papá fue uno de aquellos que notó la infatigable capacidad para el trabajo que tenía Martita, pero nunca lo mencionó. Así eran a menudo muchos patriarcas de aquel entonces. Eran bien reservados con sus sentimientos. Por otro lado, el observar a su hija cumplir sus labores con brío y sin quejarse, hizo que poco a poco llegara a quererla más y a apreciarla en secreto. Se sentía orgulloso de ella, pero a nadie se lo decía por temor a que esos sentimientos encerrados dentro de sí mismo fueran divulgados y un día llegaran a los oídos de esa niña. A pesar de que ya tenía diez hijos, era Martita la que le había robado su corazón de padre.

Una tarde de ese verano, cuando a ella sólo le quedaban dos semanas para partir a Mexicali, su papá se acercó a Martita. La joven realizaba su imprevista siesta diaria, debajo de aquel sauce llorón. Tenía uno de los tomos de la enciclopedia sobre su abdomen; ambas manos lo mantenían allí, bien sujetado. Al notar que su hija dormía, él no la quiso importunar. Dejó que durmiera, pero venía con ganas de hablar con ella y pedirle que no se fuera del rancho, que se quedara ahí por un tiempo. Pensaba convencerla que era mejor dejar los estudios de secundaria para más tarde, cuando estuviera más madura y con mayor edad. Aunque quiso despertarla, desistió y no lo hizo; sería demasiado injusto no dejarla descansar, se dijo a sí mismo.

“En otro día se lo diré”, pensó y se fue del lugar.

Las labores diarias del patriarca de esa familia y ese rancho ya habían terminado, pero no tenía todavía ganas de irse a descansar. Quería pensar, en un montón de cosas, más que todo en su hija Martita y en lo mucho que ella le iba a ser falta una vez que se fuera a estudiar a Mexicali. Era tan estudiosa y tan trabajadora, pensó. Se parecía tanto a él; determinada y llena de energía.

Las tardes de los meses de verano en el valle de Mexicali son no sólo extremadamente calientes, sino sofocantes. El viento se detiene y a veces no sopla, excepto de vez en cuando, ya en la noche, cuando ráfagas del norte se asoman y con inesperados intentos medio enfrían aquel aire que la gente respira. Al papá de Martita ya no le afectaba ese asfixiante calor, ya estaba bien acostumbrado a él, especialmente cuando protegía su cabeza con un viejo sombrero de paja. Esta tarde, sin embargo, había dejado su peculiar chistera junto al sauce donde su hija dormía. Pero no le importó y a pesar de aquel calorón se dirigió a la pequeña parcela donde todavía sembraba algodón. Las plantas estaban en su apogeo, llenas de pequeños botones que en un futuro no muy lejano se convertirían en esplendorosos capullos blancos. Se metió a un surco y el otro sin un fin alguno, pero sin pensarlo se puso a limpiar los surcos y a quitarle las yerbas que crecían junto a las plantas de algodón.

“Así es”, se dijo a sí mismo. “No hay que dejar que las yerbas intervengan en el crecimiento de esas matas”.

Media hora después de andar deambulando por esos surcos y esa parcela, se fue a su casa. Se sentía mejor, aunque seguía pensando sobre su hija Martita, pero ya no iba a insistir y pedirle que se quedara en el rancho. Tenía que seguir estudiando; eso era lo que ella quería y lo que él debía dejarla hacer.

Desafortunadamente, estaba seguro que poco la miraría de nuevo, una vez que su hija empezara a forjar su futuro en Mexicali y en otros pueblos donde también tendría que ir a estudiar. En cierta forma, la iba perder para siempre. Eso pensó y era eso lo que más lo preocupaba. Trató de aguantarse, pero no pudo y junto a una de esas matas de algodón, las imparables lágrimas lo traicionaron y se puso a llorar.

 

AUTOR: Pedro Chávez

LA DÉCIMA PARTE será publicada dentro de una o dos semanas.