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Las Vicisitudes de Martita, Décima Parte

By June 22, 2016 No Comments

Mexicali centroFOTO: Imagen del centro de Mexicali de los años cincuenta.

 

ÚLTIMOS DOS PÁRRAFOS DEL RELATO ANTERIOR:

Media hora después de andar deambulando por esos surcos y esa parcela, (el papá) se fue a su casa. Se sentía mejor, aunque seguía pensando sobre su hija Martita, pero ya no iba a insistir y pedirle que se quedara en el rancho. Tenía que seguir estudiando; eso era lo que ella quería y lo que él debía dejarla hacer.

Desafortunadamente, estaba seguro que poco la miraría de nuevo, una vez que su hija empezara a forjar su futuro en Mexicali y en otros pueblos donde también tendría que ir a estudiar. En cierta forma, la iba perder para siempre. Eso pensó y era eso lo que más lo preocupaba. Trató de aguantarse, pero no pudo y junto a una de esas matas de algodón, las imparables lágrimas lo traicionaron y se puso a llorar.

 

DÉCIMA PARTE:

“No hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla”, reza un refrán popular; sabias palabras que extensamente aplicaron a una crucial etapa en la vida de Martita en aquel verano del año mil novecientos cincuenta y siete. A temprana hora del quince de agosto, esa niña, que estaba apenas por cumplir los doce años de edad, se fue en un autobús a Mexicali con el fin de realizar sus estudios secundarios en una escuela de ese lugar. Iba acompañada por su mamá.

La partida desde ese rancho fue una ocasión de regocijo y de buenos deseos por parte de sus hermanos y hermanas. Su papá no le dijo nada, pero le dio un fuerte abrazo, de esos que parecen interminables y reflejan amor y dolor a la vez. Los dos hermanos mayores las llevaron a caballo hasta la estación camionera y de allí mamá e hija partieron hacia la capital del estado y la colonia Industrial.

Llegaron a su destino poco después del mediodía, cuando la temperatura ambiental surgía hacia sus endemoniadas y comunes alturas veraniegas. Al igual que en el rancho, el calor en Mexicali estaba siempre en su apogeo en los meses de agosto, con la diferencia que en la ciudad se sentían más los azotes del sol, pues los rayos de aquel astro no sólo golpeaban desde arriba, sino también por medio de los reflejos de los mismos en las aceras y las calles pavimentadas. Al llegar a la casa de la tía Luz, Martita y su mamá estaban empapadas con capa tras capa de sudor y así las encontró Luciano al abrir la puerta de su hogar.

“Pásenle rapidito”, les dijo, “antes de que se vayan a freír con este calorón”. Llamó a su esposa Luz y una vez dentro de la casa se dieron entre todos tremendos abrazos.

“Ya las estábamos esperando. Si hubiera sabido la hora de llegada, las podría haber recogido en la estación”, agregó Luciano.

Aunque estuvo a punto de llamarlos por teléfono, María (la mamá de Martita) decidió no molestarlos. Entre paréntesis, ésa era un de las pocas residencias que tenían servicio telefónico en esa vecindad. Lo habían instalado porque lo necesitaban para el negocio de reparación de artefactos eléctricos.

“No te preocupes”, le dijo María a Luciano. “Nos vinimos en un camión desde el centro para que Martita aprendiera la ruta y empezara a conocer bien la ciudad”.

El resto del día fue de pláticas y explicaciones y eventualmente de una cena de tacos al vapor expendidos en un pequeño local empotrado en el frente de una casa sobre la calle I. Fue una comida ligera, pero sabrosa, especialmente para Martita, pues nunca antes había tenido la oportunidad de disfrutar dichos tacos. Su mamá bien los conocía, aunque tenía años de no comerlos.

María se regresó al rancho el día siguiente. Luciano la llevó en su auto a la terminal y entre lágrimas y abrazos Martita y sus tíos se despidieron de ella.

“Se queda en buenas manos”, se dijo María a sí misma. El camión ya había partido hacia la colonia Silva y otros lugares circunvecinos. Aunque llevaba los ojos cerrados, no quería quedarse dormida; tampoco deseaba pensar más en Martita ni en todos los posibles desenlaces y probables trabas para propios y ajenos debido a esa estadía en Mexicali. Se sentía acongojada. Algo le decía que su hija iba a sufrir demasiado al vivir tan lejos del rancho y su familia.

A Martita también le afectó negativamente esa despedida, pero de cierta forma ya estaba preparada para ella y ese incierto futuro. Lo había pensado mucho desde aquel momento cuando por vez primera aceptó que era necesario irse del rancho para seguir sus estudios. Sin embargo, no fue fácil ver a su mamá partir y trató como pudo para no derramar lágrima alguna. Aunque lo logró, demostrando serenidad, dentro de sí misma añoraba encontrar el valor necesario para sentirse fuerte y valerosa.

Al llegar a su nueva casa, su tía Luz le dio un sobre que su mamá le había dejado. Al abrirlo, la joven encontró en él un escapulario y un billete de diez pesos. La pieza devocional lucía la imagen de la Inmaculada Concepción. Martita no entendía bien su significado religioso, pero había escuchado que los escapularios protegían a las personas que los llevaban puestos, por lo cual se lo colocó en el cuello. El billete era para cubrir pequeños gastos escolares durante el principio de su estadía en ese lugar. Eso fue lo que le explicó su tía, quien agregó que no se preocupara por dinero, pues ellos la ayudarían económicamente si la necesidad surgiera.

“Pienso buscar empleo”, dijo Martita agradecida, y agregó que eso había sido lo acordado con su papá, que ella se haría cargo de todos sus gastos.

“A que tu papá”, respondió su tía Luz. Casi le decía a su sobrina que su padre era muy agarrado con el dinero, muy tacaño, pero decidió mejor no mencionarlo. No tenía sentido decirlo, especialmente en ese momento emocionalmente difícil para la joven.

Martita le explicó a su tía también que su plan personal era trabajar una pocas horas diarias, no sólo para cubrir sus gastos, sino para ahorrar parte de su sueldo para cuando tuviera que ir a la universidad en otro lugar. En aquel entonces, Mexicali no contaba con una institución de estudios a nivel universitario, por lo cual los aspirantes a carreras profesionales tenían que acudir a centros educacionales en otras ciudades del país.

“Además, me gusta trabajar”, agregó la joven y le pidió a su tía que le diera la lista de sus quehaceres en esa casa. “Yo les prometí a mi papá y mi mamá que me iba a portar bien, que estudiaría, que cooperaría en las labores de este hogar y que nunca me convertiría en carga económica alguna”.

Luz se quedó completamente asombrada al escuchar a su sobrina hablar sobre sus deberes; no podía creer que alguien de tan corta edad tuviera esa entereza y esa firme disposición hacia sus responsabilidades. Pensó comentarle su asombro, pero decidió dejar esos elogios para otro día. Del dicho al hecho hay mucho trecho, se dijo a sí misma. En cierta forma, Luz estaba casi segura que su sobrina no iba aguantar estar alejada de su familia y que en pocos días se regresaría al rancho.

Martita se fue a dormir temprano esa noche, pues estaba cansada y tenía que levantarse temprano el día siguiente para ir a la Secundaria Dieciocho a investigar los pormenores de su supuesta inscripción en esa escuela. Su tía pensaba acompañarla. Una vez acostada, le entró el insomnio; no podía dormir. Cerraba los ojos, se movía de un lado al otro, trató de contar ovejas y esto y lo otro, pero no podía quedarse dormida. Su mente se trasladaba más bien al rancho y a recientes sucesos, los de los últimos dos meses, cuando además de trabajar montones de horas, se la pasaba augurando sobre sus días de estudiante en Mexicali. Eventualmente se quedó dormida. Eran casi las dos de la mañana. Cuando su tía vino a despertarla a eso de las seis, Martita se alarmó y pensó lo peor.

“¡No, me quedé dormida!”, gritó angustiada. Todavía estaba soñando. Según ella se encontraba aún en el rancho. Soñaba que no se había levantado a tiempo para recoger los huevos de las gallinas y sacarlas de los gallineros.

“¡No, no, mi papá se va a enojar!”, agregó.

 

AUTOR: Pedro Chávez

LA DÉCIMA PRIMERA PARTE será publicada dentro de una a dos semanas.