IMAGEN: Un servidor, en 1972, cuando me entrenaban para volar en el asiento de atrás del Phantom II, el F4. Mi apellido es también García por parte de mi mamá.
Este martes diecinueve de julio (mañana) cumplo setenta años de vida. No soy mucho de cumpleaños, pero sí de fechas claves que invitan a la reflexión. Este año es especial, más que todo porque la inconstante luna, como la calificara Shakespeare en su obra “Romeo y Julieta”, va a estar bien llenita ese día. Me dicen que eso ocurrirá a las 5:59 de la tarde, hora del norte de Texas. No cabe duda, soy un lunático de nacimiento, por cosas del Zodíaco y porque la mera verdad a veces me vuelvo medio loco. Yo creo que mañana por la tarde, cuando la luna esté en su apogeo, sí que me va pegar duro la loquera.
Regresando a eso de la reflexión, me gustaría aprovechar la ocasión para contarles ciertos detalles que tienen que ver con mi trayectoria mundanal. Por supuesto, ya he contado montones sobre lo que soy y no soy por medio de numerosas anécdotas que pintan con pincelazos medio sesgados eventos en mi pasado. Digo sesgados porque así ocurre a veces cuando uno recuerda lo de antes, casi todo se ve bien bonito. Como que lo malo se olvida. Excepto cuando lo nefasto se convierte en algo bueno. Eso dice el dicho: No hay mal que por bien no venga.
En mi caso, casi todo lo malo que me ha acontecido ha sido el resultado de metidas de pata. Soy bueno para eso, por diferentes razones, pero más que todo por ser muy aventado. Desde chico he sido así, a pesar de ser también medio miedoso. Es posible que ese temor me empuje a echarme al ruedo, a veces sin pensar bien las cosas; a la mejor lo hago para demostrarme a mí mismo que a la hora de la hora no me rajo. Eso sí, ese valor, esa osadía, a pesar de los tropezones, sí que me ha ayudado a cosechar triunfos. Después les digo sobre algunos de ellos.
Por ahora, déjenme contarles sobre un mal que cuando estaba chamaco me convirtió en un blanco de burlas. Desde niño sufrí de tartamudez. Fue un trastorno del habla que me duró por más de veinte años. Les platico sobre esa condición con dos objetivos en mente: comentar sobre el tema con el fin de ayudar a otros que tengan la aflicción y dar gracias porque debido a ese supuesto trastorno, crecí con más confianza en mi mismo, con más fortaleza y con un positivismo inaudito.
La tartamudez o disfemia, como también es conocido dicho desorden, se presenta en diferentes formas y sus causas todavía no son completamente entendidas. Generalmente se desarrolla a temprana edad, cuando el niño está aprendiendo a hablar, y eventualmente desaparece por medio de terapia y a veces sin ella. En mi caso, la tartamudez me afectó por un buen rato.
No recuerdo haberme preocupado mucho cuando era chamaco por ser tartamudo, aunque se burlaran de mí. Me valía un cacahuate lo que los demás dijeran. Por otro lado, yo creo que esas burlas me estimularon a desarrollar otras cualidades, entre ellas la de escribir. Siempre me ha gustado hacerlo y desde chico he practicado ese arte de llenar con palabras las páginas en blanco. Las burlas también me incitaron a ser más competitivo. A tratar de ser lo mejor de lo mejor, a perseguir lo anhelado con entrega y arrojo.
No sé si la tartamudez se curó sola o si yo tuve que ver con la expugnación de ese mal. Pero acá entre nos, creo que fui yo quien la conquistó para siempre, cuando tenía entre veintiuno y veintidós años de edad. Ya estaba cansado de no poder decir bien las cosas, de sudar y sufrir al tratar de hablar por teléfono, de atorarme al tratar de dialogar con las chicas. Batallaba para hablar más que todo cuando la frase empezaba con la letra “a”. Me causaba desesperación. Cuando cursaba la fase de entrenamiento básico de la fuerza aérea, en 1965, pasé por repetidas vergüenzas. Al reportarme con los superiores tenía que decir: “Airman Chávez reporting as ordered, sir”. Entre más trataba, más batallaba para decir esa condenada “a” de “airman”. Eventualmente, aunque no era permitido, cambié la frase un poco y le agregué algo que no empezaba con esa letra y me anunciaba de la siguiente manera: “This is airman Chávez reporting as ordered, sir”. Sí que funcionó y fue fácil para mí decirlo. Los sargentos nunca se opusieron a que lo dijera de esa forma. Me imagino que bien sabían por lo que yo pasaba.
El cambiar el orden de las frases fue beneficioso, pues me ayudó a decir las cosas a mi manera, con más calma, liberado de esa malvada ansiedad que a menudo causaba esos terribles atoros. Hablaba menos apurado y con más fluidez, aunque de vez en cuando se asomaran inesperados tartamudeos. Creo que fue a fines del año mil novecientos sesenta y siete cuando hice una cita con un especialista del habla en el hospital Gorgas, en la Zona del Canal, de la República de Panamá, para que me curara de mi mal de una vez por todas. Yo estaba acantonado en una base aérea de ese lugar.
Al verme con el doctor, le expliqué lo de mi problema. Hablé con él sin apurarme, sin ansiedad, sin atorarme. Me dijo que no me preocupara, que hablaba bien. El bendito tartamudeo me traicionó y hablé bien sin querer queriendo. Eso mismo pasa cuando uno piensa que el auto de uno no anda bien. Uno escucha este ruido, este otro, pero al llevarlo al mecánico ninguno de esos ruiditos extraños se repiten y ese experto automotriz termina pensando que uno está loco. Yo creo que eso mismo pasó con aquel especialista del habla del hospital Gorgas. De seguro se dijo a sí mismo que yo era un caso perdido, que estaba loco. Lo bueno de todo es que desde de esa visita no he vuelto a tartamudear.
Casi veinte años antes había visitado a un doctor en Mexicali con el fin de darle matarile a ese mal. Mi mamá me llevó a ese supuesto especialista cuando yo tenía ocho o nueve años de edad porque se preocupaba mucho por mí y mi bienestar. El doctor, quien tenía su consultorio en un lugar apartado, lejos de la parada del camión, en el oeste de la colonia Industrial y cerca de la vía del tren, me recetó un tratamiento que consistía en aprender a regular la frecuencia de mi respiración. Ésa era la causa de mi mal, dijo. Como parte de esa terapia yo tenía que pasar una hora cada semana respirando oxígeno a través de una máscara conectada a un tanque con dicho gas.
No recuerdo cuántas semanas hice lo requerido, pero de lo que sí me acuerdo es que el estar conectado a esa infeliz máscara me causaba más bien más ansiedad y de cierta forma como que incrementaba mi tartamudeo. Después de no ver ninguna mejora y cansada de mi renuencia a seguir participando en ese fastidioso tratamiento, mi mamá acordó no someterme más esa absurda terapia.
Casi dos décadas después, cuando eso de los atoros al hablar se había quedado en el olvido, noté que de nuevo tenía que conectarme a un tanque de oxígeno en el avión que yo volaba en el asiento de atrás. Era un F4 (un Phantom II), un avión a propulsión a chorro capaz de volar a más de dos veces la velocidad del sonido. Cada vez que me acomodaba en el asiento de ese avión y me conectaba a la manguera que me proveería de oxígeno una vez que estuviera en el aire, me traía recuerdos de ese doctor que me recetó aquella terapia para curarme de la tartamudez. No sé, a veces pienso que ese especialista de Mexicali sabía que en un día no muy lejano yo iba andar volando en aviones supersónicos.
AUTOR: Pedro Chávez
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