IMAGEN: Taza de café fotografiada en un restaurante de San José en julio del año pasado. Tomé la foto para usarla en otro relato que según yo iba llevar el título de “Café con Cuello”. Entre paréntesis, todavía no escribo esa anécdota. Un día de estos lo haré.
Me gusta el café, pero cuando estaba chico no me gustaba. Sin embargo, esa bebida sí que me trae gratos recuerdos de trocitos de mi pasado. Resulta que por allá en los años cincuenta, cuando yo deambulaba por las calles cachanillas vendiendo periódicos, pasaba por un lugar donde se ubicaba la procesadora del café Combate. Se encontraba, si recuerdo correctamente, en la avenida Uruguay. Por allí pasaba yo todas las mañanas y desde esa fábrica se desprendía ese olor a café que para siempre quedó impregnado en mi memoria. Era un aroma casi a quemado, pero agradable. Un olor dominante que se regaba por todos lados, por esa calle empolvada de mi pueblo y de mi infancia.
En nuestra casa, en la colonia Cuauhtémoc (en Mexicali, Baja California, México), el café se preparaba sobre la estufa, en una cafetera con una bolita de vidrio en su tapa. Aunque creo que nunca llegué a probarlo, a menudo vi cómo se elaboraba esa bebida. Una vez que empezaba a borbotear ese aparato, me gustaba observar esa efervescencia, atrapada en esa bolita y activada como por forma de magia por el fuego de la estufa. Era bonito ver esa repetida imagen y las ruidosas burbujas que subían y bajaban en esa jarra.
Con el pasar de los años empecé a tomar café. Creo que fue por vez primera en la casa de mi abuelita, en Paredones, en el valle de Mexicali. En el rústico hogar de rancho de los abuelos no habían muchas opciones; con el desayuno se tomaba café o agua de pozo. Creo que opté por el café. No tengo muchos recuerdos sobre esa experiencia, pero estoy seguro que a cada taza le puse tontamente montones de leche y azúcar. Así es uno cuando está aprendiendo a apreciar las cosas.
Mirando hacia atrás, parece que el beber café ha llegado a ser un importante ritual de mi vida diaria. No es que tome demasiadas tazas de ese brebaje, pero sí lo tomo todos los días. Me gusta el que está bien preparado, el que tiene sabor y aroma inconfundible; el que huele a pueblo, a nuestra tierra. Después les platico porque digo eso.
Tengo que advertirles que mi esposa es de Costa Rica, una nación centroamericana llamada la reina del café de acuerdo con una canción folclórica tica. Esa melodía data a otros tiempos, cuando los cerros y las laderas de los mismos lucían un cafetal tras otro. Pero todo eso ha cambiado. Muchos de esos terrenos están ahora colmados con casas de lujo y otras no tan lujosas. Lo de reina de ese fruto quedó sólo en la canción. Eso sí, he tomado buen café en Costa Rica. Pero también en otros países.
El café bien preparado existe por todos lados, no cabe duda; es lo que he comprobado, pues lo he tomado en varios rincones del mundo y he percibido olores parecidos en infinidad de lugares. Casi todos han sido deliciosos. Pero, acá entre nos, ninguno ha sido tan bueno como el café chorreado, especialmente el que he disfrutado bajo ciertas circunstancias en el país de mi esposa.
Uno de ellos fue el café de las tardes que preparaba mi suegra. Ocurrió hace ya muchos años, cuando estaba viva y visitábamos su casa en San José. El aroma se esparcía por toda la casa y en los tiempos de lluvia ese olor se mezclaba con la fragancia que se desprendía de la tierra mojada y de la vegetación bañada con lágrimas celestiales. Me tomaba el café en el patio, bajo techo, bien protegido de los inevitables aguaceros que con una puntualidad inglesa azotaban ese lugar a la misma hora.
Otro buen café fue el que yo mismo chorreaba tempranito en la casa que alquilamos cuando nos entró la loquera y decidimos tratar de hacer fortuna en el país que vio nacer a mi esposa. A pesar de lo lento del proceso, me aferré a preparar el café mañanero con una buena talega (bien usada), con grano molido del barato, pero con mucha paciencia. Poco a poco le echaba el agua hirviendo a la talega. Ese incomparable olor, mezclado con el vapor que se escapaba de aquella jarra en donde caían las primeras gotas de tinta, se regaba por todos los rincones de nuestra casa. Una vez que aquello que caía era sólo agua chacha, como la llaman los ticos, terminaba mi chamba. El café estaba listo.
El tercer ejemplo de ese buen café disfrutado en Costa Rica, era el que tomaba por las tardes en una obra en construcción en las afueras de San José, en Escazú para ser más exacto. Eran unas casas en condominio que a mí se me ocurrió construir en un terrenito que ya teníamos en un lugar llamado El Alto de las Palomas. Como a eso de las tres de la tarde, se servía el café.
“¡Café! ¡café!”, gritaba el maestro de obras.
Todos los albañiles y los peones paraban sus labores y con taza en mano hacían fila para recibir su respectiva dosis de ese aromático brebaje. Era café del barato, el de la gente. Creo que de marca El Rey. Pero tenía un agradable olor y un sabor singular que nunca lo voy a olvidar.
Tenía un sabor a pueblo.
AUTOR: Pedro Chávez
Nice!