IMAGEN: Carne en palito, pinchos muy parecidos a los que se vendían en Río Abajo (en Panamá) en los años sesenta. Foto prestada del sitio de Internet www.laylita.com.
A pesar de mi cantar desentonado, cuando me encontraba en la flor de mi juventud me creía un Pedro Infante. También me encantaba la parranda y ya entrado en los fulgores de los momentos festivos, me importaba un cacahuate el no cantar bien. Yo creo que lo hacía a propósito. Ahora les cuento el porqué.
Aunque en múltiples ocasiones fui acusado de no tener oído para la música, desde chico he sido un amante de la misma y he tratado esto y lo otro para poder aprender por lo menos un instrumento musical. A la edad de doce o trece años logré tocar algunas piezas en la harmónica; aunque algunos se sorprendieron por mi hazaña, en realidad no fue nada del otro mundo. Creo que tocaba más o menos bien y llegué a aprender varias canciones, una de ellas fue “El Taconazo” del popular cantante Lalo González “El Piporro”. Otra fue una pieza americana que en aquellos tiempos era muy conocida. Se llamaba “Red River Valley”. También toqué otras.
Desafortunadamente, poco me duró el gusto. Después de tanto tocar y tocar esa bendita harmónica, me empezaron a salir llagas en la boca y allí terminó aquella quimera. Así es la vida, siempre pasa algo.
Con el correr de los años ese amor por la música no se ha apaciguado. La sigo amando y afortunadamente he desarrollado un gusto por varios géneros de la misma. Cuando estaba acantonado en una base aérea en la Zona del Canal (en la República de Panamá), por ejemplo, me empezó a gustar el cantar del interior (de la provincia) de ese país, algo que tiraba a vallenato. Me atraparon esas melodías caribeñas con sabor amerindio y hasta la fecha me siguen embrujando. Lo mismo sucedió con otros cantares de todos los rincones de nuestra querida América Latina, traídos a mis oídos por primera vez durante las presentaciones culturales que se efectuaban una vez al mes en la academia militar de las fuerzas aéreas donde yo prestaba servicio.
Además de ese amor por la música y la cantada, como ya les dije, también fui amante de la parranda, especialmente en aquellos tiempos mozos cuando vivía en esa base militar de ese istmo panameño, un lugar tropical que invitaba a la fiesta y a todo tipo de diversiones. Como buen mexicano y ya entrado en calor, a cada rato se me ocurría llevarle serenata a más de una chamaca. Con la ayuda de mi compinche José Luis Gallardo, un compatriota y buen cuate que se defendía con la guitarra y la cantada, le dimos vuelo a la hilacha en más de una madrugada.
Pobrecitas esas panameñas, las que poco después de la medianoche tuvieron que aguantar mis cantares. Lo bueno de todo era que mi amigo José Luis siempre salvaba la ocasión. Rascaba bien la guitarra y entonaba bien ese amigo.
En una ocasión que quedó grabada para siempre en mi memoria, le llevamos serenata a una joven panameña a quien yo pretendía. Era chaparrita, con bonito cuerpo, medio bonita, inteligente, pero un poco seria. Iba a una universidad en la Zona del Canal. La conocí por medio de unas amigas que andaban tratando de acomodarme con una y otra de sus compañeras, no por ser yo un tipazo, sino porque me querían ayudar, pues tenía poco de haber roto una relación con una muchacha con quien casi me casaba. Me gustaría acordarme del nombre de esa bella dama, la chaparrita, pero la mera verdad no lo recuerdo, a pesar que me caía a todo dar.
Lo de la serenata fue algo que decidimos de un momento a otro. Después de pasar un buen rato en el jardín trasero de un restaurante chino que a menudo visitábamos, tomando tragos y escuchando música, José Luis y yo paramos en un conocido cruce en Río Abajo donde se vendía comida día y noche. Era el lugar preferido de los trasnochados en esa ciudad capitalina. Los dos nos echamos varios pinchos de carne en palito, algo muy popular en esa tierra panameña. Los cocinaban con bastante ajo.
Después de cantar dos o tres canciones enfrente de los departamentos donde ella vivía, la joven pretendida llegó hasta la calle para decirnos que por favor nos calláramos, pues era ya muy tarde. Al acercarse a mí notó el fuerte olor al ajo. Yo traté de abrazarla y decirle lo mucho que la quería, pero ella no me dejó hacerlo. Con una mano se tapó la nariz y a muecas me dijo que por el momento me olvidara de los apapachos.
A pesar de ese desaire, todavía me gusta el ajo. Cuentan que es muy medicinal. También me sigue gustando cantar una que otra cancioncita, aunque acá entre nos, ahora sólo lo hago en privado. Ya me cayó el veinte.
AUTOR: Pedro Chávez