IMAGEN: Un servidor y Santiago Campero, el esposo de mi prima Argelia (otra cachanilla) durante la celebración de mi cumpleaños en 1980.
Mi primer chamba remunerada fue jalando baldes de agua desde mi casa hasta la de dos señoras, a la mejor señoritas, que vivían enseguida de los vecinos en el costado este de nuestro lote en la avenida Honduras (en la colonia Cuauhtémoc). Tenía que llenar dos grandes tinas ubicadas enfrente de dicha casa y por esa labor me pagaban cincuenta centavos. Lo hacía dos veces por semana.
En 1956, ese peso que me ganaba por semana compraba bastante y equivalía a lo que mi mamá me daba durante cinco días para comprarme un antojo diario durante el recreo escolar. Un pepino entero, en gajos, una naranja, una tajada de jícama o un pedazo de coco con chile y limón costaban veinte centavos cada uno en aquel entonces. Un peso mexicano tenía el equivalente de ocho centavos de dólar.
Eso de jalar agua era trabajo duro, pero me enseñó a ganar dinero y eso sí que me gustó. Después de hacerlo por varios meses se me metió la idea que a la mejor existían mejores formas para ganarme ese peso y con suerte mucho más rentable y con menos sudor de mi frente. Un compañero del cuarto año que vendía periódicos me dijo que él ganaba casi veinte pesos por semana repartiendo y vendiendo el diario ABC. Investigué dicho negocio y me enteré que había un periódico vespertino, Última Hora, que buscaba voceadores. Otro compañero que vendía ese diario me dio todos los pormenores de lo que tenía que hacer para integrarme al gremio.
Para probar, le pedí a mi papá que me llevara a las oficinas del diario un día sábado y que me prestara los diez pesos que necesitaba para comprar veinticinco periódicos. Había que pagar por ellos por adelantado. Cada ejemplar se vendía por ochenta centavos, por lo cual mi plan era ganarme diez pesos. Mi papá me prestó el dinero y me llevó antes del mediodía al diario, en el centro de Mexicali, y me deseó buena suerte. Ambos, él y mi mamá, no querían que yo vendiera periódicos. Decían que estaba muy chamaco para andar metido en ese negocio que según ellos era más bien para vagos.
Después de comprar los ejemplares me lancé a las calles de Mexicali con periódicos en mano y un montón de ganas de triunfar como voceador. Uno de los empleados de distribución del diario me dijo como pregonar los encabezados. Bajé por no recuerdo qué calle, a la mejor la Reforma, posiblemente la Obregón, gritando “¡La última hora de hoy, la última hora!, ¡La última hora de hoy, la última hora!” y después gritaba el principal encabezado de primera página.
Inmediatamente encontré compradores y al llegar al mercado Zaragoza en la colonia Nueva ya tenía diez periódicos vendidos. Vendí otros más allí y seguí mi ruta hacia el este, rumbo a mi casa. Me había ido bien. Sin embargo, eventualmente mi suerte cambió y no llegué a vender más diarios esa tarde.
Al llegar a la calzada Justo Sierra decidí irme hacia el sur para ver si ahí me cambiaba la suerte. Pero nada. Cuando llegué a la embotelladora de la Coca Cola ya se estaba oscureciendo y todavía andaba yo con un montón de periódicos por vender. Me sentía bien mal. No quería llegar a mi casa con las manos llenas, así que decidí deambular durante la ominosa penumbra por varias de esas calles solitarias, esperando vender el resto de la mercancía. Pero de nuevo, nada.
Eventualmente acepté los resultados de aquella primer aventura en el mundo del voceo y me fui a casa. Al llegar conté el dinero que había recibido. Eran once pesos y sesenta centavos. Le pagué a mi papá lo que me había prestado y con el resto compré una Coca Cola tamaño familiar y una bolsa de pan dulce. Lo compartí todo con mis hermanos. Ellos se pusieron bien contentos. Yo también me sentí bien, no sólo por haber ganado mis centavitos y por poder gozar en familia esa ganancia, pero más que todo porque me gustó eso de andar gritando en la calle las principales noticias del día.
Con el pasar de los años me fui metiendo en ese negocio de los periódicos, no sólo en su distribución, sino como portavoz de la noticia, y más que todo porque siempre me ha gustado escribir y opinar sobre esto y lo otro. En 1980, menos de dos años después de haber salido de la fuerza aérea, fundé un semanario bilingüe (en español e inglés) en Stockton, California. Lo llamamos “Portavoz”.
No duró mucho su publicación, pero hizo su impacto. La edición del cinco de mayo de ese año fue seleccionada para ser enterrada en una cápsula de tiempo, debajo del edificio anexo del Condado de San Joaquín. Allí está enterradita esa copia de esa publicación en español que mi amigo Andy Porras bautizó con ese nombre de Portavoz.
Fundé otros periódicos años después, también dirigí otros. Unos fueron exitosos, otros ni para la coca y el pan me dieron. Eso sí, siempre le eché ganas a ese oficio. Y la mera verdad, lo sigo haciendo, aunque ahora sólo sea por medio de este mundo cibernético.
AUTOR: Pedro Chávez