IMAGEN: Foto de Oreo tomada en un estudio por nuestra hija, la dueña original de ese perro chiquito y gruñón.
A veces me entran ganas de escribir y no puedo detenerme, tengo que hacerlo, no importa que sea ya tarde, a pesar de que el reloj marque casi ya la medianoche y que Oreo empiece a ladrar. Él es el perrito de mi hija, el que heredé y que tengo que cuidar, me guste o no me guste. Tremendo ese perrito, es una mezcla de Poodle y Shih Tzu, un cachorro feo que me pela los dientes si lo regaño, aunque me quiera mucho el canijo.
Digo que me quiere mucho, pero a la mejor no es así. Los perros chiquitos como Oreo son como los gatos, les vale un cacahuate lo que los humanos piensen, quieran o anden anhelando. Ellos hacen lo que les da la gana.
Cuando ya se hace tarde, en altas horas de la noche, empieza a dar lata y no para de hacerlo hasta que yo apago la computadora y lo saco a la calle para que haga sus cosas. A veces no lo hago, pues a menudo tengo mucho que hacer y ningún perro me va a decir cuando tengo que hacer esto o lo otro. Digo yo. Acá entre nos, estoy casi seguro que Oreo se da cuenta y entiende que en ciertas ocasiones se tiene que esperar porque mi chamba me lo exige. Cuando no apago la computadora y sigo escribiendo, como que agarra la onda. Se va al pasillo, estira sus patas y se echa a dormir.
A mí nunca me gustaron los perros pequeños, pero ya ven, aquí estoy, aguantando a una chiquitada que además ladra montones por cualquier cosa. Así son los perros chiquitos; ladran por todo. Eso sí, son buenos defensores del hogar.
“Ese perro sarnoso”, dice mi esposa, “ladra hasta cuando se cae una hoja”. Escuchan todo esos perros.
Cuando vivíamos en la colonia Cuauhtémoc, en Mexicali, teníamos un Rin Tin Tin, un pastor alemán grandotote y bonito. Se llamaba “Mister”. Nos cuidaba a todos nosotros, pero era muy vago. Un día lo atropelló un carro cerca de una tortillería ubicada al oeste de la escuela Presidente Alemán. Alguien decidió prenderle fuego para que no apestara. Cuando lo encontré sólo vi sus restos.
Fue muy doloroso ver a “Mister” en media calle convertido en cenizas. Supe que era él porque alguien me lo dijo. Me dolió mucho su muerte y desde ese entonces decidí nunca más tener perro. Sin embargo, he tenido varios porque nuestro hijo mayor quería uno y otro. Desgraciadamente todos esos perros terminaron mal. Mejor ni se los cuento; hasta yo mismo me pondría a llorar.
Pero bueno, les contaré sobre el último que tuvimos en el norte de California, un perro tipo Lassie que le dio por salirse del patio y también por morder. Eventualmente, después de dos mordidas a niños, la perrera decidió matarlo. Fue triste. Mejor ni me acuerdo.
Ahora que tenemos a Oreo, tengo que admitirlo, hago demasiado por él. Lo saco y lo llevo a pasear en la mañana y después lo saco de nuevo antes de irme a trabajar para que haga sus cosas. Le doy su comida, le pongo agua, le hago cariños y le digo que se porte bien. Si no hablo con él antes de irme se pone a ladrar. Dato curioso, Oreo es un tipo de perro que día y noche tiene que escuchar palabras positivas. Le encanta que le diga que es un “buen perro”. Yo creo que también así somos los humanos; nos gusta que nos digan cosas bonitas.
Mirándolo bien mirado, nunca me imaginé que llegaría el día cuando la preocupación más preponderante en mi vida iba a ser el bienestar de un cachorro. No lo puedo creer, especialmente cuando ando en la vecindad detrás de él recogiendo lo que él deja a su paso. Pero así es, parece que uno hace todo por esos animales.
Cuando regreso de mi chamba, la rutina se repite. Lo único bueno es que en la tarde, después de llevarlo a pasear y a disfrutar (y andar oliendo) los orines de otros perros, regados cercas de las aceras de los vecinos, Oreo se porta bien. Se calma.
Una vez que abro una botella de cerveza para disfrutarla en el patio de atrás para olvidarme de los trajines del día, Oreo se la pasa conmigo. Pasea por todo lados, huele esto, huele lo otro, y si por casualidad salen los perros de enseguida a gozar del patio de ellos, Oreo se tira contra la cerca y ladra a lo loco.
Le grito y le digo que se calle, pero generalmente no hace caso, aunque eventualmente sí lo hace y corre hacia mí. Alza sus patitas, las coloca sobre mi pierna y me mira. No ladra, sólo me mira, como diciendo “te quiero”. Así son los perros. Hay que cuidarlos, y es por eso que casi siempre lo quieren a uno.
En ciertas ocasiones, por supuesto, se ponen gruñones. Así somos también los humanos.
AUTOR: Pedro Chávez
SR PEDRO ME ENCANTÓ SU HISTORIA Y EN VERDAD CON OREO ES QUE APRENDIÓ A SER UN AMO RESPONSABLE DE PERROS.NO SE HUBIERA MUERTO SU PASTOR NI HUBIERAN MATADO AL COLLIE QUE DESCRIBE DE LA PERRERA SI TAN SOLO TUVIERA LA ACTITUD DE ALFA Y DUEÑO DE LA MANADA. ELLOS NO DEBEN VAGAR Y SI MUERDEN ES PORQUE ALGO LE HACEN LOS NIÑOS O HAY MALOS ENTENDIDOS O MALTRATOS. SON MUY NOBLES. YO TENGO UNO PEQUEÑO TAMBIÉN,ES YORK SHIRE SE LLAMA MILO Y LO AMO COMO UN HIJO,TIENE CASI TRES AÑOS Y CASUALMENTE SU PADRE SE LLAMA OREO.HE TENIDO PERROS GRANDES COMO UN GOLDEN RETRIEVER DE NOMBRE ROY QUE MURIO DE VIEJO A MI LADO Y QUERIDO COMO UN PRINCIPE.ADEMAS SOY PROTECCIONISTA ANIMAL,SI ,SOY DE LAS QUE DEJA COMIDA ,AGUA Y CARIÑO POR AHÍ TANTO A GATOS COMO A CANES. EL MUNDO SERÍA MUCHO MEJOR SI AMAMOS Y NOS PREOCUPAMOS POR ELLOS. UN SALUDO CORDIAL DESDE CARACAS.
Gracias Magdalena. Mi papá se crió en Magdalena, Sonora. Bonito lugar. Saludos desde Tejas.