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Las Vicisitudes de Martita, Décima Primera Parte

By November 20, 2016 No Comments

12003261_324231034367412_7313511833977137935_n-1IMAGEN: Paisaje parcial de los alrededores de la escuela Secundaria Dieciocho durante los años que Martita fue a ella.

 

 

ÚLTIMOS TRES PÁRRAFOS DEL RELATO ANTERIOR:

Martita se fue a dormir temprano esa noche, pues estaba cansada y tenía que levantarse temprano el día siguiente para ir a la Secundaria Dieciocho a investigar los pormenores de su supuesta inscripción en esa escuela. Su tía pensaba acompañarla. Una vez acostada, le entró el insomnio; no podía dormir. Cerraba los ojos, se movía de un lado al otro, trató de contar ovejas y esto y lo otro, pero no podía quedarse dormida. Su mente se trasladaba más bien al rancho y a recientes sucesos, los de los últimos dos meses, cuando además de trabajar montones de horas, se la pasaba augurando sobre sus días de estudiante en Mexicali. Eventualmente se quedó dormida. Eran casi las dos de la mañana. Cuando su tía vino a despertarla a eso de las seis, Martita se alarmó y pensó lo peor.

“¡No, me quedé dormida!”, gritó angustiada. Todavía estaba soñando. Según ella se encontraba aún en el rancho. Soñaba que no se había levantado a tiempo para recoger los huevos de las gallinas y sacarlas de los gallineros.

“¡No, no, mi papá se va a enojar!”, agregó.

 

DÉCIMA PRIMERA PARTE:

A pesar de la pesadilla y de todos los otros temores que habían atiborrado la mente de Martita, una vez que se dio una ducha, se puso el vestido apropiado para los quehaceres de esa mañana, y se comió un gran desayuno de huevos con machaca preparado por su tía Luz, la joven estaba lista para visitar su futura escuela secundaria. Tanto Luciano como su esposa la acompañaron a ese lugar de enseñanza superior ubicado no muy lejos de la colonia Industrial (donde ellos vivían).

La visita fue breve. La dirección de la escuela ya la tenía matriculada como estudiante de primer grado, aunque su expediente tenía un montón de apuntes en él. Los había anotado uno de los asistentes en esa oficina y estaban basados en lo comunicado por el director de la escuela primaria en las cercanías de la colonia Silva. Mencionaban que Martita era una estudiante muy capaz y estudiosa, pero también difícil, pues cuestionaba todo, incluso lo dicho por maestros con años y años de experiencia, pero que a pesar de esa disposición discrepante, en varias ocasiones había demostrado estar en lo correcto.

El director de la Secundaria Dieciocho era un maestro hecho a la antigua, de esos que creían que las mujeres no tenían necesidad alguna para estudiar y que más bien deberían dedicarse a los deberes del hogar para aprenderlos bien y poder llegar a ser buenas esposas. Al igual que otros jefes escolares de esos tiempos, él se había ganado ese puesto de director también a la antigua: por medio de las mentadas palancas (amistades en posiciones de poder).

A pesar de su sesgado entendimiento sobre el potencial de las mujeres estudiantes, el director aceptó la matriculación de Martita sin titubeos. Lo hizo porque consideró importante poder hacerle un favor a su antiguo compañero de estudios. No consideró los méritos de esa estudiante ni sus aspiraciones escolares para tomar su decisión. Para él lo único que importaba era echarle la mano a su cuate. Después de todo, de acuerdo con su credo personal, eso de ayudarse el uno al otro era un preponderante requisito para poder escalar los peldaños del éxito profesional.

“Hola Martita”, le dijo el director. Había salido de su oficina para saludar a la nueva estudiante después de darse cuenta que se encontraba en la dirección. Su asistente se lo había indicado.

“Buenos días señor director”, respondió Martita. Se sorprendió verlo, aunque de cierta forma ya estaba acostumbrada a dialogar con personas de altos niveles.

“Esta escuela es bastante difícil y de mucha tradición, pero estoy seguro que vas a tener mucho éxito en tus estudios, pues vienes muy bien recomendada”, agregó el director.

“Gracias por aceptarme”, respondió Martita y le extendió su mano derecha. El director se sonrió y le dio la mano también. No sabía qué pensar. Lo había sorprendido el estricto formalismo manifestado por esa niña de apenas doce años de edad. En cierta forma la consideró un poco fanfarrona.

“Gracias a ti por escoger nuestra institución para continuar tus estudios”, contestó el director, se sonrió de nuevo, se disculpó, y se regresó a su oficina, agregando que tenía muchos quehaceres que requerían su atención.

Antes de regresarse a casa, Luciano, Luz y Martita recorrieron los pasillos frente a casi todos los salones de clase de esa escuela. Querían conocerla bien. Era un enorme edificio.

Una vez de regreso, su tío se fue a su taller a dedicarse a las labores de ese día. Tenía un montón de reparaciones que hacer. Su tía se metió en la cocina a preparar la comida de la tarde. Martita trató de ayudarla, pero Luz le dijo que no era necesario y que aprovechara ese tiempo libre para ordenar su cuarto y sus libros, pues pronto empezaría a ir a clases y una vez que eso sucediera no iba tener tiempo para nada.

Martita hizo caso y se fue a su cuarto. Sin embargo, ya tenía todo ordenado; lo había hecho el día anterior. Trató de leer un poco, pero desistió de ello pues no tenía ganas de hacerlo. Prefirió irse al taller de su tío. Quería pedirle que la dejara estar allí para observar sus labores. Cuando ella entró a ese cuarto, él se encontraba sumamente concentrado soldando una de las resistencias de una plancha que tenía que entregar ese día por la tarde. Varios minutos después notó la presencia de Martita.

“Niña, ¿qué andas haciendo aquí?”, le preguntó Luciano. Se había sorprendido con la visita de su sobrina.

“Te quiero pedir algo, tío”, respondió Martita. “Me gustaría que me enseñaras tu oficio para poder ayudarte, porque me gusta mucho lo que haces”.

“Hay, niña. Con gusto lo haría, pero creo que lo más conveniente es que te dediques a los estudios. Para eso viniste a Mexicali”.

“No tío”, dijo Martita, “no pienso descuidar los estudios. Quiero ayudar porque me gusta trabajar y sentirme productiva. Eso es lo que mi papá me repitió y me repitió: que todos tenemos que ser productivos”.

Luciano se asombró al escuchar a su sobrina expresarse de esa forma, con un vocabulario que para él no era el de ninguna chamaca de doce años de edad. Lo impresionó más que todo el uso de la palabra “productiva” y el mensaje expresado por ella. En cierta forma se sintió obligado y aceptó la ayuda.

“Parece que me has caído del cielo, pues sí que necesito alguien que me eche una mano; cada día tengo más clientes y más trabajo”, dijo Luciano. Le explicó que le iba enseñar poco a poco el oficio y dejarla participar en ciertas reparaciones sencillas, pero que también le iba pagar por hacerlo. Ella le contestó que jamás aceptaría remuneración alguna y repitió que ayudaría porque era su deber hacerlo.

“Además, me estoy muriendo de ganas de aprender a soldar y reparar todos esos aparatos, tío”, explicó Martita.

Luciano le dijo que se olvidara de eso de trabajar sin honorario alguno y que después hablarían sobre el asunto, pero que estaba dispuesto a enseñarle cómo diagnosticar y reparar pequeños aparatos eléctricos, siempre y cuando estuviera dispuesta a tener paciencia y poner mucha atención. Aunque él no era de carácter estricto, sabía que era importante definir lo que se esperaba del aprendiz. En el caso de Martita, estaba seguro que ella pondría atención y que aprendería el oficio con rapidez.

“Hoy sólo quiero que observes lo que yo hago para que te vayas empapando con los pormenores de este tedioso trabajo”, dijo Luciano. “Por supuesto, haz la cantidad de preguntas que quieras”.

Estuvieron en el taller por más de dos horas. Martita preguntó muy poco; más bien se enfocó en observar. Consideró que era importante no interrumpir mucho a su tío para que no se distrajera demasiado. Después de todo, tenía varios aparatos que reparar esa tarde. Luciano, por su parte, explicó este paso y el otro mientras arreglaba esos utensilios. Le impresionó el comportamiento de su sobrina, pues se mantuvo callada, pero atenta a lo que sucedía. Es buen estudiante, se dijo a sí mismo.

A eso de las dos de la tarde entró Luz al taller para decirle a su esposo que la comida estaba lista. Le sorprendió ver a su sobrina allí. Pensaba que ella estaba en su cuarto, ordenándolo, o a la mejor leyendo uno de sus libros.

“Martita, ¿qué estás haciendo aquí?”, le preguntó la tía.

 

AUTOR: Pedro Chávez

LA DÉCIMA SEGUNDA PARTE será publicada dentro de una a dos semanas.