IMAGEN: Foto en el pasaporte local que usábamos para cruzar a Calexico. Éramos menos en ese entonces. De izquierda a derecha: Amanda, Rosa Carmina, nuestra madre Lydia, Julio César (en brazos), Armando, y Pedro.
En agosto de mil novecientos sesenta y dos cruzamos en forma permanente la frontera entre Mexicali y Calexico. Íbamos con rumbo al norte, en busca de un mejor futuro, de más oportunidades; a la mejor andábamos detrás de la ilusoria tierra prometida.
Eran tiempos más sencillos aquellos, menos complicados. Conseguir las visas de residencia para vivir en los Estados Unidos, por ejemplo, fue relativamente fácil. Éramos once. Papá, mamá, y nueve chamacos. Todos metidos en una camioneta Ford del año mil novecientos cincuenta y dos. Nuestro padre ya tenía visa y por más de diecisiete años había trabajado como tractorista en los campos agrícolas del Valle Imperial, en el lado gringo de esa zona fronteriza.
Aunque el trámite para emigrar fue relativamente fácil, dejar nuestro terruño no lo fue. Vivíamos en la colonia Cuauhtémoc. Teníamos nuestra casita allí, en el costado norte de la escuela Presidente Alemán, en la avenida Honduras. Era un lote enorme, con árboles frutales, mesquites y piochas. Tenía varias parras también, con guías que se enredaban en unos travesaños que además de dar sombra, en el verano se llenaban de jugosas uvas. Al igual, casi siempre hubieron animales de varias especies en aquella propiedad. Gallinas, conejos, patos, guajolotes.
Fue difícil decirle adiós a Mexicali, como ya lo dije, aunque yo pensaba regresar y seguir estudiando en la escuela preparatoria. Algo que hice; por casi todo un semestre. Fue por cuestiones económicas que nos fuimos. Durante casi nueve meses del año nuestro padre ganaba bien laborando en esos campos del otro lado, pero le iba mal en el invierno. El trabajo se acababa y para ganarse algo usaba su carrito viejo como taxi, transportando trabajadores de un lado a otro del Valle Imperial.
Para cooperar y ayudar a sufragar los gastos, nuestra madre, mi hermana mayor y yo vendíamos zapatos, más que todo el fin de semana. Yo acarreaba los zapatos en mi bicicleta; lo mismo hacía mi hermana. Mi mamá llenaba su camioneta con montones de zapatos y se iba a hacer entregar y a cobrar. La mercancía se vendía a pagos. Recuerdo que mi mamá no era buena para cobrar; mi hermana sí. Yo me encargaba también de gestionar la compra de los zapatos. Casi todos los comprábamos en fábricas en León y Guadalajara. La mercancía nos llegaba por correo.
A pesar de rascarle aquí y allá para poder completarnos y sobrevivir los meses duros del invierno, el dinero no alcanzaba, más que todo porque gran parte de la ganancia del negocio terminaba siendo invertida en las cuentas por cobrar. A veces, ni para comprar ropa para nosotros teníamos. Es que éramos muchos. Recuerdo que yo sólo tenía un par de pantalones en el otoño de mil novecientos sesenta y uno. Era de kaki. Mi mamá lo había comprado en Calexico. Estaba demasiado grande, así que lo tuvo que arreglar para que más o menos me quedara. Fue lo que usé durante el primer semestre en la preparatoria. No me gustaba, pero ¿qué iba a hacer?.
Entre paréntesis, tuvimos suerte ese invierno. Pocos días después del primero del año nos visitó una prima que vivía en Westmorland, en el Valle Imperial. Nos trajo una gran caja llena de ropa usada. Entre esas prendas se encontraba un par de pantalones de lana, perfectos para el invierno, pero demasiado calientes una vez que entraron los meses de abril y mayo. Sin embargo los usé por mucho tiempo.
Recuerdo claramente cuando recibimos las visas para poder vivir en los Estados Unidos. Fue en la primer semana de agosto de 1962. El seis de ese mes, para ser más exacto. Estábamos todos afuera del consulado estadounidense en Tijuana, esperando que nos llamaran para hacernos la última entrevista. Yo leía el periódico. En él se reportaba una trágica noticia: la actriz Marilyn Monroe había muerto el día anterior cerca de Los Ángeles, California. Nadie lo podía creer. No sé por qué se me quedó grabado para siempre ese suceso, pero así fue. Esa tarde del seis de agosto recibimos un gran paquete sellado, en el cual estaban todas nuestras visas. A la mejor fue por eso. Ye era una certeza que emigraríamos a los Estados Unidos.
Dos semanas más tarde partimos hacia en norte y el estado de California. Nuestro padre quería que nos esperáramos, pues estaba ganando bien en su cargo de tractorista en El Centro. Pero nos fuimos de todas maneras. Nuestra madre insistió. No teníamos destino alguno, excepto que pensábamos quedarnos en el primer lugar en donde encontráramos trabajo para todos los más grandes. Después les cuento el resto de esta travesía.
AUTOR: Pedro Chávez