IMAGEN: Lydia García Espinoza de Chávez y Armando Chávez Millán, nuestra mamá y nuestro papá.
Cuando niño siempre anhelaba los juguetes, especialmente los que deseaba recibir en la Nochebuena. Los esperaba con ansias y formaba en mi mente miles de conjeturas sobre los mismos. Me los imaginaba así y asá, envueltos con papel brilloso, repleto de color y con diseños de la época. Ansiaba además juguetes raros, mágicos, como esos que yo mismo creaba en las profundidades de mi infantil entendimiento. Así era aquel anhelo de aquellos tiempos cuando vivíamos en la colonia Cuauhtémoc, en el este de mi ciudad natal, la ciudad de Mexicali.
Excepto por aquella ocasión cuando la moda de Davy Crockett había llegado a un triste final y todo lo relacionado con ese héroe del antiguo oeste se había abaratado a tal punto que nuestra madre pudo comprarnos chamarras con barbitas a varios de nosotros, los regalos de Navidad eran generalmente puras chucherías. Pistolitas y rifles de plástico, pitos, flautas, soldaditos también de plástico.
Era por esa razón que al abrir esos regalos para todos nosotros, amontonados junto a un pequeño árbol de Navidad, el anhelo se convertía en decepción. Bueno, eso me pasaba a mí, porque no me gustaba lo que con dificultades nuestros padres me regalaban. En cierta forma discreta malagradecía lo que me daban. Aunque bien entendía que en esos meses de invierno el dinero escaseaba, que éramos muchos y que era imposible comprar regalos caros para tanto chamaco, yo siempre esperaba esos juguetes mágicos y raros que sólo existían en las añoranzas escondidas en mi mente.
Con el pasar de los años y después de tener que aprender a enfrentar con denuedo las adversidades que nos repara el camino terrenal, mi propensión hacia los regalos materiales ha cambiado. Ya no los deseo ni los espero. Ahora más bien agradezco lo que la vida me ha brindado. Las experiencias, las buenas y las malas, las que me han enseñado a apreciar el mundo que nos rodea, sus gentes, y las acciones de aquellos que han enriquecido mi alma con regalos que no tienen precio.
Sobre eso les quiero hablar en este día singular, este veinticuatro de diciembre, fecha especial para los niños, pero también para nosotros los adultos. Aprovecho además la ocasión para mencionar dos detalles personales que tienen que ver con las celebraciones navideñas y con los mejores regalos del mundo.
Lo primero que les deseo contar es que a pesar de anhelar aquellos improbables regalos y no recibirlos, las nochebuenas de aquel entonces me dejaron indelebles y gratos recuerdos. Nunca los voy a olvidar. Lo curioso es que esas remembranzas no tienen que ver con obsequios de cosas materiales, sino de amistad y calor familiar. Y de comida, con manjares compartidos durante ocasiones entrañables, al lado de amigos y parientes.
Nuestra madre, Lydia García Espinoza de Chávez, una michoacana con abolengo campestre, quien llegó al valle de Mexicali a una temprana edad, durante la repartición de las tierras, preparaba suculentos platillos navideños para todos nosotros. Nunca faltaban los tamales, gorditos y con amarres en ambas puntas y que al abrirlos derrochaban color y un aroma inconfundible. Tampoco faltaban las enchiladas. Las preparaba al estilo de su tierra. Tortillas de maíz bañadas en un sartén con hirviente salsa negruzca, enrolladas y rellenas con tiras de carne de pollo, rociadas con aromáticas especias, más que todo orégano, y cubiertas con queso fresco, lechuga, tomate y otras legumbres. Recuerdo esos manjares como si los hubiera disfrutado hace poco.
Después de andar chiroteando en la calle y en las piochas que crecían con copiosidad en el patio trasero, nos metíamos todos a la casa una vez que percibíamos esos olores en las afueras de ese humilde inmueble. Nos hartábamos de tamales, de enchiladas y de champurrado y después regresábamos al chiroteo: a jugar entre nosotros mismos y también con los chamacos vecinos. Nos dedicábamos a quemar llantas y hacer tronar cohetes hasta altas horas de la noche.
El segundo detalle que pretendo mencionar tiene que ver con un singular tipo de regalo: el recibido a través de la enseñanza, del ADN, de la herencia genética. Se trata de algo que no se puede comprar, que sólo se puede recibir por medio de nuestros progenitores, los que nos inculcan valores, creencias, actitudes. Es algo que llevamos en la sangre, que nos identifica y nos individualiza. Para mí, ése es el mejor regalo. Algo intangible que viene de los padres. Un valioso obsequio que se recibe antes y después de nacer y durante todos los días del año, no sólo en la época navideña. Ése sí que es regalo.
En mi caso tuve mucha suerte. De mi padre heredé la creatividad, el amor a la poesía, el sentimentalismo, el entendimiento de lo abstracto, las matemáticas, y las cualidades atléticas. Entre paréntesis, dos de nuestros hermanos fueron buenos atletas en la escuela. Se distinguieron jugando béisbol, fútbol y básquetbol.
Mi madre me regaló provechosos valores: disciplina, amor al núcleo familiar, la capacidad para trabajar a lo loco, y una determinación inimaginable para soñar, tratar y llegar a las metas.
No cabe duda, ella fue una emprendedora empedernida. Soñó con varios negocios y logró algunos de ellos. Fracasó mil veces, pero nunca se echó para atrás. En ese gran lote que teníamos en la colonia Cuauhtémoc crió animales. Conejos, gallinas, guajolotes, pavorreales. Plantó esto y lo otro. Higueras, palmeras, naranjos, viñedos, y hasta una rentable nopalera. Fue muy triste cuando en uno de esos días lluviosos mexicalenses se ahogaron casi todos los conejos y llegó así el fin de dicha empresa. Fue un trágico traspié, pero ella no se rajó y siguió adelante y persiguió otros sueños.
Se involucró también en nuestra educación. A pesar de que sólo llegó al tercer grado de la escuela primaria en su natal Tlazazalca, Michoacán, ella se aseguró que a todos nosotros nos fuera bien en la escuela. Los mayores y yo entre ellos, tuvimos que asistir a clases de verano en varias ocasiones a pesar de que según yo no era necesario. Sí que no empujaba esa señora. Y sí que nos ayudó a alcanzar el éxito escolar.
Que gran regalo nos dio nuestra madre, a todos nosotros, sus hijos. Algo que no se puede comprar en tienda alguna. Algo que sólo se hereda o se aprende a través de las acciones de esa persona que nos trajo al mundo. Un obsequio de por vida que nos ha ayudado a luchar, a triunfar, y nos ha enseñado a portarnos bien y amar al prójimo.
¡Feliz Navidad!
AUTOR: Pedro Chávez