IMAGEN: Bombas petroleras en las afueras de Bakersfield (Oildale). Parecidas a las que vimos aquella noche. Getty Images.
ÚLTIMO PÁRRAFO DE LA PRIMERA PARTE:
Dos semanas más tarde partimos hacia el norte y el estado de California. Nuestro padre quería que nos esperáramos, pues estaba ganando bien en su cargo de tractorista en El Centro. Pero nos fuimos de todas maneras. Nuestra madre insistió. No teníamos destino alguno, excepto que pensábamos quedarnos en el primer lugar en donde encontráramos trabajo para todos los más grandes. Después les cuento el resto de esta travesía.
SEGUNDA PARTE:
Fue a mediados del mes de agosto de 1962, cuando once de nosotros, papá, mamá y nueve chamacos, nos metimos en una camioneta de pasajeros marca Ford del 1952 y partimos hacia los campos agrícolas de California en busca de un mejor futuro económico. No llevábamos muchas pertenencias con nosotros, sólo un poco de ropa y cobijas. El plan era ganar montones de dinero una vez que empezáramos a trabajar y con esos ingresos comprarnos lo que necesitáramos en las tiendas de ese país. Después de todo, de acuerdo con lo que era a menudo mencionado durante las visitas a Mexicali de algunos emigrantes que anteriormente habían partido hacia los Estados Unidos, en esa nación se ganaba fácilmente la lana y existía tanta riqueza en ese lugar que la gente “barría los billetes con una escoba”.
Sí, eso era lo que se escuchaba de algunas bocas de aquellos que antes se habían ido hacia el norte y que de vez en cuando regresaban de visita al terruño a presumir lo logrado en esas tierras ajenas. Venían muchas de esas gentes en lujosos y flamantes vehículos del año, comprados a pagos, y con ropas que aún lucían los dobleces planchados en fábrica. Llegaban a nuestra colonia a lucirse, con sólo un fin en mente, no cabe duda, a confirmar con premeditación y alevosía, como decía Cantinflas, que ellos habían hecho lo correcto al irse al otro lado. Acá entre nos y de acuerdo con lo corroborado por lenguas sabihondas en la materia, la mayoría de esos paisanos generalmente sobrevivían en el país del norte dedicados a labores esclavizantes y con una paupérrima remuneración. Sin embargo, cuando regresaban a nuestra tierra cachanilla se vanagloriaban de lo que decían haber conseguido. Como decimos nosotros los de esos lares, nos contaban papas y hacían todo lo posible para ponernos los ojos verdes.
En nuestro caso, lo dudo que hayamos creído todos esos mensajes absurdos, esos cuentos que hablaban de riqueza fácil. Por otro lado, estoy seguro que la euforia causada por el hecho de tener las micas de residencia en mano causó que perdiéramos el sentido del buen pensar, de la sensatez, y con sólo veinte dólares en mano decidimos iniciar nuestra travesía hacia el norte. Nos fue mal, especialmente al principio de nuestra odisea. Pero mejor después les cuento por qué digo lo que digo.
El punto de entrada fue Calexico, una ciudad hermana que simbióticamente aprovechaba las necesidades de los consumidores mexicalenses. Duramos allí un máximo de una hora. Revisaron nuestra documentación, sellaron esto y lo otro y después nos dejaron entrar por tiempo indefinido a la tierra gringa.
No sé por qué razones, pero ese primer día sólo llegamos a Westmorland, un pueblito del valle Imperial a cuando mucho cincuenta kilómetros de Mexicali. Allí vivía un primo de nuestro padre, el tío Pablo, de apellido Morales. Pasamos la noche en esa casa, amontonados y metidos en todos lados de esa pequeña choza. Me imagino que mi papá tenía miedo tener que atravesar el mentado Salton Sea en pleno calorón y fue por eso que nos quedamos allí.
Casi todos los carros de ese entonces eran enormes. El nuestro, a pesar de tener dicho tamaño, no era lo suficientemente grande para transportar a nueve chamacos y al papá y la mamá. Pero en él íbamos todos, bien apretados. Nuestras pertenencias estaban amarradas en la parte de arriba de la camioneta, en cajas de cartón. En la cercanía de Indio, California, la soga que las mantenía en su lugar se aflojó. Toda esa carga voló por todos lados y terminó regada en un buen tramo de la carretera. Mi papá estacionó la camioneta en un lado del camino y él y yo nos fuimos a recoger lo que pudimos. Cobijas, sábanas, hasta calzones. Fue peligrosa la maniobra, pero teníamos que recolectar todas esas pertenencias. Una vez recogida, las metimos en las cajas de nuevo, las amarramos bien y continuamos nuestra travesía hacia el norte.
Nada de gran significado sucedió después de ese vergonzoso suceso, excepto que yo me empecé a preocupar por nuestra seguridad una vez que nos metimos en la carretera federal número 60 (ahora conocida como I-10), poco antes de llegar a Riverside. Tenía carriles y carriles en ambos lados, repletos con carros moviéndose a velocidades meteóricas. Sí que me espantó esa vorágine. Lo único positivo de ese trayecto fue el poder observar naranjal tras naranjal desde la camioneta. Los árboles colmados de naranjas adornaban los dos lados de esa pista automovilística.
Menos de una hora después paramos en Canoga Park, en el norte de Los Ángeles. Nos habían contado que en varios ranchos de ese lugar encontraríamos trabajo. Un vecino de la colonia Cuauhtémoc, Adán Guzmán, había trabajado allí como bracero. La tarea era dura, nos había advertido, pero se ganaba bien. La mera verdad, nosotros no sabíamos lo que nos esperaba.
Encontramos un rancho donde se cultivaba cebollita verde y allí buscamos chamba. El dueño era de origen japonés. Yo no entendí mucho lo que dijo, pues le habló en inglés a mi papá, pero pareció amable. Entre paréntesis, mi entendimiento de ese idioma gringo era muy limitado. Sabía una que otra palabra, las que había aprendido en la escuela secundaria y en la preparatoria. Pero entendía algo. El ranchero nos dio varias latas para meter en ellas las cebollitas que recogiéramos y nos indicó dónde depositar lo pizcado.
Siendo yo el más grande de los varones, fui quien más cebollitas recogió. Todos los demás, incluyendo a mi papá que ya no estaba para esos trotes, se cansaron luego luego y se fueron a descansar debajo de un árbol en la orilla de ese plantío. Yo seguí trabajando solo, recuerdo, más que todo por orgullo propio, porque acá entre nos, esa chamba sí que estaba difícil. Dos o tres horas después le entregamos lo cosechado al ranchero. Él se echó a reír, pues era una bagatela lo pizcado, pero nos pagó lo que nos habíamos ganado. Si recuerdo correctamente, la remuneración no llegó a los once dólares.
Une vez culminada esa tarea fallida, seguimos nuestra travesía hacia la tierra prometida. Todavía andábamos con el ánimo bien positivo, especialmente después de darnos una buena almorzada de emparedados de bolonia y queso cuyos ingredientes compramos con el dinero que habíamos ganado recogiendo cebollitas verdes. Con lo que nos quedó llenamos de gas el tanque de la camioneta y seguimos adelante, según nosotros, con viento en popa. Pero no muy gratas sorpresas nos esperaban.
Después de la comilona empezamos a subir la cuesta más bien conocida como “Grapevine”, cuya altura culmina en un lugar de nombre “Tejón Pass”. Fue difícil esa trayectoria, pues a cada rato tuvimos que parar la camioneta para que el motor de la misma se enfriara. Para acabarla de amolar, a la más chica de las hermanas le dio por vomitar. No aguantó los embates propinados por tanta curva y el mareo causado por tanto aventón de un lado al otro.
Eventualmente bajamos la montaña y llegamos a Bakersfield. Ya era de noche. En esos lares del sector sur del enorme valle de San Joaquín pensábamos buscar trabajo. Decidimos estacionar la camioneta en el norte de ese poblado, en un lugar conocido como Oildale. Allí pasamos la noche, junto a la carretera noventa y nueve y un campo abarrotado con cien mil y una bomba petrolera. Hicieron ruido sin parar esas canijas máquinas mientras nosotros tratábamos de dormir. Eran aparatos cuyo fiel objetivo era sacar oro negro de la tierra y era por eso que los brazos de esos armatostes no paraban de subir y bajar sin tregua alguna.
Eventualmente me quedé dormido. No recuerdo qué soñé esa noche. De lo que sí me acuerdo es que ya se nos había acabado el dinero y también la comida y que teníamos que encontrar trabajo a como diera lugar. No pintaba bien la situación en esa tierra de los dólares, donde según lo contado, “se barrían con una escoba”.
AUTOR: Pedro Chávez
No pintaba bien la situación en esa tierra de los dólares, donde según lo contado, “se barrían con una escoba”.
Great story and great finish Pedro! It’s amazing to read the difficult family history. But with the valleys, there’s always a peak. Unfortunately for us the peak was Tejon pass
Gracias Temo.