IMAGEN: Nuestra madre, Lydia García Espinoza de Chávez, frente a nuestra casa en la colonia Cuauhtémoc. En la izquierda estoy yo, un servidor (Pedro Chávez), y a la izquierda nuestra hermana mayor, Amanda.
Cada vez que veo en casa un sartén con sabrosos residuos de comida untados aquí y allá, la ocasión sirve de recordatorio de ciertos hechos, de inolvidables detalles de la infancia, cuando vivíamos en Mexicali y la colonia Cuauhtémoc en los años cincuenta. Ahora les platico sobre esas peripecias. Por ahora déjenme mencionar que a pesar de los montones de años que han transcurrido desde aquel entonces, sigo haciendo lo mismo, siempre y cuando no me cache mi esposa.
Me gusta limpiar las ollas con los dedos y después chupármelos. Claro, primero trato de dar con un trozo de pan o un pedazo de tortilla para recoger hasta la última gota de sabrosura de los restos de esos manjares que a menudo terminan desperdiciados. Pero si no encuentro ni pan ni tortilla, ¡pácatelas!, con los dedos logro finiquitar la maniobra. Eso sí, esos dedos terminan bien chupaditos.
Lo entiendo, no se ve bien andar ingiriendo alimentos con la ayuda de esas extremidades, pero la mera verdad, no tiene nada de malo utilizarlos como cuchara. Además, pareciera que con el tiempo esos dedos van agarrando buen sabor.
Lo mismo hacíamos cuando estábamos chamacos. Eran otros tiempos, no cabe duda, más saludables diría yo, una era cuando en los hogares humildes como el nuestro no existían alacenas repletas de chatarra: bolsitas de papitas o de chicharrones y de no sé qué más; antojos que en esta era moderna ayudan a calmar el hambre durante las altas horas de la noche. Lo que sí teníamos era un caudal de ingenio y nosotros mismos buscábamos la forma para aplacar un poco lo que la panza nos pedía antes de irnos a dormir.
Afortunadamente, casi siempre encontrábamos soluciones viables en nuestra cocina. Las opciones abundaban: frijolitos molidos, tortillas de harina un poco duras, sobrantes de la comida del mediodía untados en las ollas, etc., etc. Cuando dábamos con algo, hacíamos fiesta y desde los más chicos hasta los más grandes participábamos en ella. Calentábamos las tortillas en la estufa y con ellas limpiábamos esas ollas. Cuando no encontrábamos tortillas, recogíamos las sobras con los dedos. Como ven, desde de aquel entonces traigo esa maña que para mí sigue siendo bien bonita.
Pensándolo bien pensado, sí que comíamos bien en aquellos tiempos, especialmente durante las primeras horas del día. Mucho antes de que rayara el sol nuestra madre tenía ya preparado el desayuno. Cuando ese olor a tortillas recién hechas y ese aroma a huevitos con chorizo o papas o no sé qué más, se regaba por todos los rincones de la recámara en donde todos los retoños pasábamos la noche, yo me tiraba de la cama. Sin pensarlo dos veces me lanzaba al cuarto contiguo para disfrutar de los manjares culinarios que mi mamá preparaba a esa hora. Lo mismo hacía mi hermana mayor.
Acá entre nos, lo que también me despertaba eran las canciones tempraneras que eran emitidas por la radio; música campestre interpretada por Las Jilguerillas o por Los Alegres de Terán, lanzadas al aire por súper estaciones con súper antenas que en la madrugada regaban sus ondas radiales a varios puntos de la república mexicana y zonas fronterizas (junto a Estados Unidos). Eran melodías de pueblo, que hablaban de retratitos que uno traía en la cartera o de alguna fonda chiquita que parecía restaurante.
Una de esas estaciones transmitía sus alegres ondas radiales desde Ciudad Acuña. En los intervalos de cada canción se escuchaban los anuncios comerciales de los otrora famosos Laboratorios Mayo, empresa farmacéutica que tenía los bálsamos mágicos que curaban cualquier mal. Lo bueno era que acompañaban esos mensajes de salvación con alegres corridos y notas rancheras de abolengo.
Como parte de su rutina diaria, mi mamá cocinaba deliciosos tacos para el almuerzo de nuestro padre. Él trabajaba en el otro lado, en el valle Imperial, manejando diferentes tipos de tractores agrícolas. Varios de esos tacos terminaban en su lonchera. Pero siempre quedaban montones de ellos para toda la prole. Y si se acababan los tacos, le entrábamos duro a las ricas tortillas de harina, todas bien redonditas y repletas de pequitas. Era bonito observar esas pequeñas manchitas de quemado que adornaban las tortillas.
Después de verlas inflarse sobre el comal, agarrábamos esas delicias y las untábamos con mantequilla, aquella de antes, la verdadera mantequilla, cuyo empaque lucía la imagen de un venadito. Una vez que nuestras pancitas se encontraban bien llenitas y satisfechas, casi como de rigor llegaban a la cocina los demás chamacos. Como buena generala, nuestra madre nos ordenaba atenderlos.
Eran bien chípiles los canijos. A veces no querían tacos ni esto ni lo otro. Sólo querían sopes. Así les llamábamos en aquellos tiempos a los pedacitos de tortillas recién hechas (untadas con bastante mantequilla) y que después de cortados se amasaban hasta dejar todo bien mezclado. Para preparar bien los sopes, teníamos que utilizar tortillas recién salidas del comal. Bien calientes. Casi siempre nos quemábamos las yemas de los dedos al hacer esos sopes.
Pero nuestra labor no terminaba al confeccionar ese delicioso y apetecedor antojo de los más chicos. Casi siempre teníamos que recoger esos pedacitos de tortilla embarradas con mantequilla y en puñitos introducirlos en las bocas de los más chicos. Cuando se negaban a comer, pretendíamos que esos sopes eran avioncitos, moviendo los puñitos como si tuvieran alas. Agregábamos también el ruido del motor de un aeroplano y cuando los pequeños se echaban a reír con tanta comedia, les metíamos la comida en la boca.
Eran bonitos esos tiempos, especialmente cuando uno los recuerda a través de los caprichosos cristales de la nostalgia. Es por eso, más que todo, que aún me gusta limpiar las ollas con los dedos. Para recordarlos.
AUTOR: Pedro Chávez