ÚLTIMOS DOS PÁRRAFOS DE LA SEGUNDA PARTE:
Eventualmente bajamos la montaña y llegamos a Bakersfield. Ya era de noche. En esos lares del sector sur del enorme valle de San Joaquín pensábamos buscar trabajo. Decidimos estacionar la camioneta en el norte de ese poblado, en un lugar conocido como Oildale. Allí pasamos la noche, junto a la carretera noventa y nueve y un campo abarrotado con cien mil y una bomba petrolera. Hicieron ruido sin parar esas canijas máquinas mientras nosotros tratábamos de dormir. Eran aparatos cuyo fiel objetivo era sacar oro negro de la tierra y era por eso que los brazos de esos armatostes no paraban de subir y bajar sin tregua alguna.
Eventualmente me quedé dormido. No recuerdo qué soñé esa noche. De lo que sí me acuerdo es que ya se nos había acabado el dinero y también la comida y que teníamos que encontrar trabajo a como diera lugar. No pintaba bien la situación en esa tierra de los dólares, donde según lo contado, “se barrían con una escoba”.
TERCERA PARTE:
Muy temprano el día siguiente nos dirigimos a la oficina de empleos agrícolas de esa ciudad. Nos dieron malas noticias. Nos dijeron que ya no había trabajo en ningún tipo de cosechas en esa región, pero nos aconsejaron que nos fuéramos a Delano, como a sesenta millas al norte, pues era muy posible encontrar oportunidades de empleo allí.
Duramos más de una hora para llegar a ese pueblo que al igual que muchos otros en ese afamado valle, estaba conectado por la entonces carretera federal número noventa y nueve. Teníamos hambre, pues no habíamos desayunado esa mañana, pero nadie se quejaba de ello. Lo único que deseábamos era encontrar trabajo y un lugar donde quedarnos. La oficina de empleo agrícola de Delano nos dio información sobre un contratista que andaba buscando gente para recoger uva. La noticia nos alegró un poco y en menos de media hora dimos con la dirección que nos dieron. Era una casa ubicada a pocos pasos de una gasolinera. Nos estacionamos allí, en ese negocio, cerca de los baños.
Yo acompañé a mi papá y los dos caminamos hacia la casa del contratista. Esperábamos recibir buenas noticias. Después de tocar la puerta de esa residencia una señora mal encachada salió y nos preguntó ¿qué queríamos? Mi papá le explicó que buscábamos al señor tal y tal porque andábamos buscando trabajo en la pizca de uva. Le dijo también que la oficina de empleo nos había dicho que lo contactáramos.
“Él no está aquí; vengan más tarde”, nos dijo y cerró la puerta. Era una mujer de origen mexicano, después nos enteramos de ello. Era también la esposa del contratista. Supimos eso por medio de un hombre que más tarde llegó a esa casa a gestionar no sé qué. Antes de que se fuera, mi papá decidió interrogar a ese señor, más que todo preguntarle sobre la dirección de la parcela donde se estaba recogiendo la uva. Habían varios campos, nos informó, pero nos aconsejó que mejor lo esperáramos allí, en su casa, pues el fulano era un hombre de pocas pulgas a quien no le gustaba que lo molestaran en su lugar de trabajo. Fue él quien mencionó el origen nacional de la mujer que nos atendió. También nos dijo que era la esposa del contratista.
“Los dos son unos tales por cuales”, agregó. “Son mexicanos, pero parece que ya se volvieron gringos. Además, no quieren a la raza, excepto para que trabajen como burros durante las cosechas”.
Nos explicó también que él no trabajaba para el contratista, sino para un ranchero, pero que desafortunadamente tenía que visitar esa casa a diligenciar asuntos entre su patrón y ese empresario. Nos aconsejó además que era preferible que nos fuéramos más al norte a buscar empleo, que Delano no era un buen pueblo y que en las cercanía de Fresno sí había mucho trabajo en la pizca de diferentes cosechas.
Mi papá le agradeció la información, pero a pesar de aquel consejo, decidió esperar la llegada del contratista. Nos quedamos junto a la gasolinera, a veces afuera de la camioneta, a ratos metidos en ella. Esperamos y esperamos allí hasta el anochecer, siempre esperanzados de que llegara ese señor, pero nunca llegó. Nuestro padre decidió regresar a la casa del contratista y pedirle a su esposa la dirección del lugar donde se cosechaba la uva. Yo me fui con él.
“¿Qué quieren?”, nos preguntó de mal modo la señora.
“¿Sabe cuándo va a llegar su esposo?, es que nos urge hablar con él”.
“Él no tiene hora. Regresen mañana”, contestó.
“Es que necesitamos trabajo, señora; la oficina de empleo nos dijo que él nos podría utilizar”, dijo mi papá. Se notaba desesperado.
“Mire, señor, yo estoy muy ocupada y no tengo tiempo para atenderlos. Regresen mañana”, repitió. Estaba por cerrar la puerta cuando mi papá puso mano sobre la misma para seguir hablando con ella. La señora se molestó, pero no dijo nada.
“Por lo menos díganos dónde está el campo en el que están pizcando la uva para verlo allí mañana tempranito”. Ella se nos quedó viendo. Se quedó callada. Mi papá también mantuvo el silencio, esperando que ella respondiera. Eventualmente ella lo hizo.
“Está bien, voy a buscar la dirección, creo que la tiene en su escritorio”. Un poco más de un minuto después regresó y nos explicó cómo llegar al campo donde se estaba recogiendo uva. Mi papá le dio las gracias, pero antes de que terminara de hacerlo ella cerró la puerta de la casa.
Todos nos metimos en la camioneta y nos fuimos a ese campo, pero antes de llegar a él, paramos en una tiendita y compramos dos latas de frijoles y una barra de pan. Mi mamá había encontrado varias monedas en el fondo de su cartera y con eso se pagó por esos menesterosos víveres. Una vez en el viñedo, nos estacionamos en un camino de tierra dentro del mismo. No recuerdo quién abrió las latas, pero me acuerdo bien que mi mamá untó los frijoles, así fríos, a las tajadas de pan y que cada uno de nosotros nos tocó por lo menos una de esas porciones y medio nos mató el hambre. Minutos después tratamos de dormir, todos metidos en esa camioneta.
Nos despertamos bien temprano el día siguiente, mucho antes de que saliera el sol. Para eso de las cinco de la mañana llegó un camión de carga y se estacionó en un lado de la parcela. Venía lleno de cajas de madera vacías. Ellas fueron descargadas y colocadas en el suelo, cerca del camión. Las pensaban llenar con las uvas pizcadas.
“¿Uno de ustedes es el contratista?”, le preguntó mi papá a uno de trabajadores.
“No, nada que ver, él no hace este tipo de chamba”, contestó y se sonrió. “Pero, ya está por llegar”.
Fue así, minutos después llegó; también llegaron montones de gentes que estacionaron sus autos en la orilla de ese viñedo. Eran los pizcadores. Mi papá se dirigió de inmediato al contratista y le dijo que queríamos recoger uva.
“¿Traen tijeras?”, preguntó.
“No, no traemos”.
“Si no traen tijeras, no pueden trabajar”, agregó. Mi papá trató de explicarle nuestra situación y pedirle que nos prestaran las tijeras, pero el hombre no lo dejó hablar.
“Sin tijeras no hay trabajo”, repitió y dio una media vuelta y se fue hacia el lugar donde estaba ubicado el camión de carga.
Mi papá y yo nos regresamos a la camioneta. Lo noté muy callado, desesperado. Una vez que llegamos al auto me dijo que me metiera. Él se quedo afuera por un buen rato, dándonos la espalda. Minutos después también él se metió a la camioneta y nos explicó lo de las tijeras y dijo que nos iríamos a Fresno y buscaríamos trabajo allí. Ya no teníamos dinero, ni siquiera unos centavitos para comprar por lo menos otras latas de frijoles y un poco de pan. Estaba también por agotarse el combustible del auto. Pero teníamos que llegar a Fresno como diera lugar. Esa ciudad se encontraba a más de sesenta millas hacia el norte.
Recuerdo como si hubiera sido ayer esa coyuntura. Todo lo transcurrido esa mañana. Nunca se me ha olvidado y lo dudo que lo vaya olvidar. Una vez que se echó andar el auto y abandonamos esa parcela, todos nos mantuvimos callados. No sabíamos qué pensar o qué decir. Recuerdo mirar hacia atrás y ver a los trabajadores meterse en los surcos, cada uno con un balde de metal. En ellos iban a colocar los racimos de uva. Que afortunados ellos, pensé. Tenían trabajo. Conforme se alejaba nuestra camioneta de ese campo, el polvo que se levantaba sobre el camino de tierra ofuscó esa desalentadora imagen. Eventualmente me cansé de ver hacia atrás, así que dirigí la mirada hacia un lado y el otro. Ya íbamos sobre el camino de asfalto. Estaba flanqueado en ambos lados por parcela tras parcela, todas repletas de viñedos todavía sin cosechar. Pero de acuerdo con aquel hijo del tal por cual contratista, para nosotros no había trabajo.
Sólo por no tener tijeras. O dinero para comprarlas.
AUTOR: Pedro Chávez