IMAGEN: Casas en la isla de Taboga, República de Panamá.
Ahora con eso del Internet, de las redes sociales y Facebook, algunos parientes y amigos del presente y extraviadas amistades del ayer, se mantienen conectados y más o menos al tanto sobre lo que ocurre en las vidas de casi cada uno de los involucrados. Son los tiempos modernos, la era digital, de computadoras, de teléfonos inteligentes, y de un mundo cibernético que nos ayuda a reencontrarnos con seres queridos.
No era así en los tiempos de antes. Cuando una amistad se mudaba de un lugar a otro, por lo general se perdía el contacto con esa persona para siempre. Eso me sucedió a mí en más de una ocasión cuando crecía allá en mi terruño, en Mexicali, Baja California, en los años cincuenta. Antes de concluir este relato prometo comentarles sobre unos amigos que nunca llegué a ver de nuevo cuando se fueron de la colonia Cuauhtémoc. Fue algo que me rompió el corazón. Fue un evento muy triste.
Por ahora me gustaría contarles una anécdota relacionada con ese tema de las amistades que se van, las que por cosas de la vida se esfuman de repente de nuestros mundos. Aquí les va. Espero les interese.
La primera vez que recuerdo haber escuchado un comentario sobre eso de los amigos transitorios fue durante una excursión dominical a la isla de Taboga, en la República de Panamá. Tenía poco tiempo de haber llegado a la Zona del Canal y estar acantonado en la base aérea de Albrook y por cosas de la edad (estaba por cumplir los veintiún abriles), andaba bien involucrado en devaneos y atiborrado de ganas de conocer y palabrear con bellas chamacas de ese istmo centroamericano.
En una ocasión, si recuerdo correctamente, un compañero de barraca me invitó a que fuera con él en la ya mencionada gira a esa isla. Me dijo que en un muelle del pueblo de Balboa nos encontraríamos con dos panameñas quienes nos acompañarían en ese viaje de un día. Él andaba detrás de una de ellas; a mí me iba tocar la otra. Ese era el plan. Pero como todos los planes de los ratones y los hombres, y como lo dijo el poeta, la mayoría de esas conjeturas no terminan nada bien. Eso pasó conmigo.
Mi cuate, entre paréntesis, gozaba de un increíble parecido al comediante mexicano Mario Moreno “Cantinflas”. Era la cara exacta del cómico, tanto así lo asemejaba que con sólo mirarlo me daban ganas de echarme a reír a carcajadas. Pero nunca lo hice, pues era muy serio mi compañero. Tampoco le mencioné lo del parecido, aunque estuve a punto de hacerlo en varias ocasiones que me topé con él durante casi dos años que los dos nos vimos en ese destacamento militar.
Regresando al relato del viaje a Taboga, resulta que al llegar al muelle, tanto él como las jovencitas ya se encontraban allí esperando la salida de la lancha. Al verlas me dio risa, ya que una de ellas también se medio parecía a “Cantinflas”. No tenía el representativo bigote del cómico, el cual sí tenía mi amigo, pero sí el comportamiento, a pesar de su deje panameño. ¡Como se parecía a Cantinflas la chamaca!, pero al igual que mi cuate de barraca, era demasiado seria.
“¡Ay, Dios!”, me dije a mí mismo al verla. Mi esperanza era que a mi compañero le tocara la dama con esos toques de cantinflearía, pues, después de todo, los dos encajaban bien. Pero no fue así; a mí me tocó la tipa, aunque sólo fue por un rato. Ahora les digo porqué me salvé.
Poco antes de que zarpara la enorme lancha hacia la encantadora isla de Taboga, aparecieron dos jóvenes gringos con la mira de también visitar dicho lugar a pocas leguas de ese puerto. Ambos tenían más o menos mi edad. Me enteré poco después que estaban acantonados en la base de Clayton, del ejército americano, y que ambos se habían alistado voluntariamente para evitar ser reclutados a la fuerza y eventualmente servir como carne de cañón en las dolorosas campañas bélicas de la guerra de Vietnam.
Al llegar los dos gringos al muelle, la presencia de los mismos echó a aletear los corazones de las dos jóvenes panameñas, quienes ni lerdas ni perezosas empezaron a coquetear con esos dos chamacos que no tenían pista alguna de la razón de tanto alarde, más que todo por que no entendían ni papa de español.
Por mi parte, yo me sentí rescatado, pues según lo que auguraba, no iba a tener que lidiar con los pedidos y caprichos de aquella mujer con toques cantinflescos que por cosas de azar me tocaba a mí acompañar durante la visita a ese paraje panameño.
Una vez en esa isla y después de jugar con las olas, de nadar hasta que el cansancio me venció, y de festejar el momento con varias jovencitas que al igual que yo andaban detrás de ilusorias aventuras de amor, tuve la oportunidad de alternar palabras con los dos gringos. Uno de ellos me dijo algo que hasta la fecha no he olvidado. Fue un comentario que más que todo tenía que ver, de acuerdo con lo dicho por él, con una de las vicisitudes que les acontecen a aquellos que están en las fuerzas armadas.
“Algo que no me gusta del ejército es llegar a hacer amistad con alguien y después no volver a ver a esa persona de nuevo”, dijo el soldado.
Lo expresó en serio y lo hizo de una manera que para siempre se quedó metida en mi propio pensar. Desde ese momento he reflexionado una y otra vez sobre el significado de esas sabias palabras, dichas por un hombre joven que de seguro todavía tenía por delante un montón de infortunios que sobrevivir. Digo yo.
No sé si fue en ese momento que recordé la pérdida de unos amigos que tuve cuando niño o si fue años después que empecé a atar las cuerdas de lo no antes entendido sobre amistades que se alejan. Lo cierto es que ese comentario de aquel soldado que apenas empezaba a conocer, se quedó grabado en mi mente para siempre.
En lo referente a esos amigos de la niñez que no logré ver de nuevo, les diré que eran dos hermanos que vivían a pocos metros de distancia de nuestra casa en la avenida Honduras, en Mexicali. El mayor se llamaba Arturo y tenía uno o dos años más que yo. No recuerdo el nombre del menor, pero de lo que sí me acuerdo es que cuando ellos vivían allí, los tres gastábamos las horas del día construyendo papalotes, haciéndolos volar, o haciendo volar a chicharras amarradas de hilos. Esos animalitos cantadores se pegaban a los mesquites, los cuales crecían con ganas en esa colonia. Los tres pasábamos los días jugando y haciendo a veces travesuras, divirtiéndonos a lo lindo, y más que todo involucrados en todo aquello que la vida ofrece a los niños.
Sin dar mucho aviso, un día anunciaron que se irían de ese lugar, que se iban a mudar a Pueblo Nuevo, una de las primeras colonias de Mexicali. Fue un día triste. No explicaron por qué se marchaban. Lo cierto es que una vez ocurrida esa inesperada partida, los días no fueron los mismos, ni tampoco los juegos de niños en los cuales me involucré con otros chamacos del barrio. Era difícil reemplazar el gozo de antes, generado creo yo por un indescifrable nexo que por un tiempo nos había unido.
Meses después mi papá mencionó que tenía que ir a Pueblo Nuevo a hacer no sé qué. Yo me pegué y me fui con él. Una vez allí, él se estacionó junto a un parque y se fue a hacer sus menesteres; yo me quedé en las afueras del carro. Según yo, esperaba reencontrarme en ese lugar con Arturo y su hermano y volver a jugar con ellos como lo hacíamos antes. Así es uno de ingenuo cuando no se ha vivido mucho.
En el otro lado del parque se encontraban un montón de chamacos volando papalotes. Pensé que entre ellos los encontraría, pero no fue así. Me dolió no volverlos a ver.
Pero ahora lo entiendo, especialmente cuando reflexiono sobre lo mencionado por aquel soldado que conocí durante aquella excursión a la isla de Taboga. En el antaño los lazos entre amigos a veces se perdían para siempre. Ya no. Más que todo en el mundo virtual. Gracias Facebook.
AUTOR: Pedro Chávez