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Un “sí” adicional que no estaba en el libreto

By March 19, 2017 No Comments

IMAGEN: Unos de los grupos de artistas que en el antaño participaron en las obras del teatro Pollardville en la carretera noventa y nueve, entre Stockton y Lodi, California.

 

 

Los niños son generalmente audaces y dicen y hacen cosas increíbles. Es que son seres con el mundo todavía por delante, con mentes repletas de ganas de aprender sobre lo que los rodea. Son seres inocentes, genuinos. Es por ello que los niños a menudo nos sorprenden con sus acciones. La mera verdad, no debería de asombrarnos lo que a veces hacen los chamacos. Así son ellos.

A continuación les pienso contar una anécdota sobre algo que hizo nuestra hija durante una obra medio teatral. Lo que les pienso relatar tiene poco de insólito; más bien se trata de un acontecimiento que podría ocurrir en los andares de cualquier familia, más así cuando en dichos núcleos consanguíneos existen descendientes con eso de la creatividad bien ensartada en sus venas.

Nuestra hija, entre paréntesis, es mitad cachanilla y mitad tica (costarricense). Eso de cachanilla, para aquellos que viven en otros rumbos, es nuestro gentilicio no oficial; es como comúnmente nos llaman a nosotros los de Mexicali. Cachanilla es una yerba que crece a lo loco por esos lares. Después (en otros relatos) les cuento más sobre esa planta.

Regresando a lo de esta anécdota, déjenme decirles que la niña de este relato se llama Vanessa y tiene ya casi los veintiocho años de edad. Cuando apenas tenía dos añitos hizo un comentario que echó a reír a casi todo mundo en un teatro. Vivíamos en el norte de California en aquellos tiempos.

Por ser dueño de un periódico semanal, a cada rato me invitaban a todo tipo de eventos para que reportara sobre ellos. En dicha ocasión el acontecimiento era algo familiar, una creación teatral tipo melodrama (vaudeville), así que aproveché la oportunidad para que me acompañaran al lugar mi esposa y nuestra hija.

Se trataba de una de esas obras cómicas del antiguo oeste, las cuales eran muy populares a principios del siglo veinte, pues hacían reír hasta los más empecinados espectadores. Los actores hablaban en voz alta para poder ser escuchados. Casi siempre, el muchacho de la obra se robaba a la muchacha de la misma y se la llevaba a otros rumbos, sólo para ser alcanzado por los parientes de la joven. Eran creaciones chuscas con tramas parecidos. Casi siempre, también, había una mujer gorda quien hacía de las suyas y ponía el orden.

En el caso nuestro, el espectáculo se presentó en el Palace Showboat Theatre, junto a un imaginado pueblo fantasma del oeste que fue bautizado con el nombre de Pollardville. Estaba a pocos kilómetros del norte de Stockton, California. El lugar ya desapareció, pero esa noche estaba lleno de vida. Mi hija me pidió que la colocara en mi regazo, me imagino, para poder ver mejor la obra. Una vez sentada ahí, se mantuvo callada y atenta a lo que acontecía en la tarima: actores que gritaban, que corrían, que se daban sillazos y se echaban a reír.

Hacia el final de la comedia, la actriz gorda tenía atrapado al muchacho que se había robado a su hermana. Él se encontraba en el suelo, con un pie de la gorda encima de él y amenazado por una gran escopeta que cargaba en sus manos la corpulenta actriz. En voz alta y en señal de triunfo, ella le gritó al muchacho:

“¡Yes, yes, yes!” (sí, sí, sí), insinuando que aceptara casarse con su hermana.

Inmediatamente, a todo pulmón y con tremendas ganas, nuestra hija, quien tenía poco de haber aprendido a hablar, dejó escurrir de sus labios un “¡sí!” en inglés adicional.

“¡Yes!”, gritó ella.

Yo diría que casi todos en ese teatro la escucharon decir ese otro “yes”, así parecía, y después de analizar lo que había sucedido, casi todos ellos se echaron a reír y aplaudieron acaloradamente la respuesta afirmativa de nuestra hija. Me imagino que los actores se han de haber dado cuenta también de lo ocurrido.

Pocos minutos más tarde, ya concluido el melodrama, decenas de espectadores esperaban en la salida a la autora del “yes” agregado. La querían felicitar. Lo dudo que nuestra hija entendiera la razón de la algarabía. Sólo se sonrió.

Así son los artistas cuando por vez primera triunfan en su oficio. No dicen mucho. Excepto cuando no les toca hacerlo y se convierten en actores improvisados que gritan líneas que no están en el libreto desde la butaca.

 

AUTOR: Pedro Chávez