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Más que todo, cuido al perrito que heredé

By April 29, 2017 February 22nd, 2019 No Comments

IMAGEN: Oreo, mitad Poodle, mitad Shih Tzu, el perrito que era de mi hija, pero que ahora es mío y también mi compañero. (Foto tomada por mi hija Vanessa y sacada de su blog, theretropenguin.com).

De vez en cuando me preguntan que quién soy y qué hago. Casi siempre trato de aclarar esas dudas; es lo correcto, pero también trato de decir lo mínimo, pues el plan es decir lo mío a través de mis relatos. Lo que yo soy no importa, ni lo que hago. Digo yo. Pero si quieren saber quién o qué soy, les diré que soy un aspirante a escritor, que soy cachanilla (de Mexicali) y que estoy medio loco. No lo digo en broma. Es la verdad. ¿Lo de loco?, todo tenemos un poco, como dice el dicho.

La neta, como decimos los mexicanos, soy una persona normal; llego a mi casa ya tarde, porque todavía trabajo a pesar de estar medio viejito. Saco al perro que heredé, el de mi hija, y dejo que corra en la rotonda donde vivo. Es de noche y espero que nadie se dé cuenta, pues es prohibido que los perros anden sueltos.

Si yo fuera perro, me gustaría andar suelto y encontrarme perritas que me quisieran. Así son los perros machos.

Es un can chiquito, de esos que ladran mucho y defienden el hogar, pero que dan mucha lata. No es mi tipo de perro. En Mexicali, cuando chico, yo tenía un Rin Tin Tin (un pastor alemán). Esos sí son perros. Sin embargo, quiero mucho al cachorro de mi hija, pues es mi amigo. Además, él no tiene la culpa de ser chiquito. Se llama Oreo, como las galletas. Mi hija lo bautizó así.

Después de dejarlo pasear, lo meto a la casa y me preparo a cenar. Descorcho una botella de vino tinto, del barato, pero del bueno, y le sirvo un poco a mi esposa. Una copa no muy llena para que no le caiga mal. El resto me lo tomo yo. Aprendí a tomar vino tinto cuando vivíamos en España. Un litro de vino, el de casa, era más barato que una lata de Coca Cola.

Después de la cena me doy un baño y después de él me arreglo una cubita con Bacardí y me voy al cuarto de arriba, un cuarto que antes era amarillo, pero que ahora es de color gris tenue. Mi hija lo repintó y lo arregló para que encajara conmigo y con lo que yo hago.

Es algo confidencial y nunca más lo voy a repetir, pero acá entre nos, todos los cuartos encajan conmigo, siempre y cuando exista un espacio donde colocar mi computadora y a un lado mi cubita.

Eso sí, me gusta lo que hizo mi hija con ese cuarto, no lo puedo negar. Ella es buena para eso de decorar. Colocó varios estantes con algunos de mis trofeos, arte y dibujos de amigos, un papagayo en madera que compré en Costa Rica, la tierra de mi esposa, y una gran foto en blanco y negro de ella que yo tomé hace más de quince años. Está rechula esa foto. Y mi hija también, por supuesto.

En el cuarto me pongo a escribir. Una vez que termino lo que tengo que hacer, escucho música. Me gusta casi toda, ésta y la otra, melodías de todos lo rincones de la tierra. Es bonita la música; nos alegra, nos entristece, nos hace recordar detalles del antaño. Viejos amigos, momentos especiales, cosas del ayer.

Cuando veo que el reloj marca la hora para irme a dormir, apago la computadora y me despido de ese mundo de arte encerrado en ese moderno aparato.

No sé cómo se da cuenta Oreo de lo acontecido, pero como por forma de magia aparece junto a mí, sube sus patas sobre mí pierna izquierda y repetidamente me patea, hasta que le haga caso. Quiere que lo saque de la casa de nuevo para andar de vago y hacer lo suyo. Así son los perros, incluso los canes chiquitos, son bien mandones. Por supuesto, yo obedezco.

AUTOR: Pedro Chávez