IMAGEN: Pasillo en la escuela Presidente Alemán, edificio donde también se alojaba mi escuela en el turno vespertino, el Centro Escolar Revolución.
No cabe duda, el mirar hacia atrás tiene un giro hacia lo quimérico; así es, porque a eso lo empaña la nostalgia. Además, casi siempre sólo recordamos lo bueno. El presente es otra cosa. Lo invocamos sin añoranzas. Como decían en mi tierra: “A calzón quitado”. Lo actual es realidad, cruda y a veces cruel como ella sola, más que todo cuando a los trajines diarios los enmarañan mil y un problemas.
En el presente no hay poesía ni romanticismo, sólo deberes y un sinfín de conjeturas. A menos, por supuesto, que nos esforcemos para tomar las debidas pausas en nuestras vidas para recoger con gusto, en esos momentos de sosiego, ramilletes de rosas del camino.
Ay, pero que bonitos son los ayeres, esos tiempos de antaño, especialmente cuando, la mera verdad, fueron a veces tan buenos como los recordamos. Eso es el caso de lo que comíamos en aquellos tiempos, en nuestra casa ubicada en el costado norte de la escuela Presidente Alemán, en la colonia Cuauhtémoc (en los años cincuenta). Cuando vivía en mi querido Mexicali, mi pueblo, mi terruño. Aquel pedacito de patria junto a la barda del lado gringo. Mi tierra, la que orgullosamente mostraba su arrojo a pesar de aquellos innaturales calorones que allí azotaban.
Lo mejor de todo era la comida, ya que en nuestra humilde morada nos alimentábamos bien, especialmente por las mañanas: tortillitas de harina, montones de ellas, creadas por nuestra madre, una señora que desde tempranito se levantaba para enfrentar los deberes del día. Las comíamos con mantequilla o acompañadas con frijolitos de la olla, refritos o recalentados mil veces. También con chorizo, con carne y papa, o simplemente con porciones de huevos revueltos.
En las altas horas de la noche, al igual nos alimentábamos bien. Antes de irnos a dormir registrábamos como locos los sartenes, en busca de remanentes de frijoles y otros bocados. Casi siempre quedaba algo. Una vez encontrados, los sacábamos con los dedos del sartén y los untábamos en pedazos de tortillas. Eran sabrosas esas tortillas, aún ya viejitas y medio duras.
Y qué se diga de las tortillas de maíz. Eran igual de sabrosas. Las comprábamos en una tortillería cercana. Estaba en la esquina de las calles Bogotá y Panamá. Yo hacía fila para recibir mi orden, mientras varias incansables señoras transformaban con sus manos las bolitas de masa en pequeñas ruedas gorditas. Después las agrandaban a estirones y las colocaban en un enorme comal sobre en una rústica estufa. Las volteaban y las volteaban, sin quemarse, y una vez cocinadas, las amontonaban cerca del mostrador para que otra señora las empaquetara por docenas.
Creo que yo compraba dos paquetes, pues éramos muchos. Al llegar a casa, mis hermanos y hermanas me esperaban con ansia. Porque desde lejos se desprendía ese rico olor a maíz, a nixtamal, era difícil sorprenderlos. Una vez entregada la orden de aquella delicia a nuestra madre, todos hacíamos fila para recibir cada uno la correspondiente ración. En medio de las tortillas ella colocaba trocitos de queso fresco y un poquito de frijoles; después las enrollaba y no las daba.
Lo dudo que en ese entonces comprendiéramos las sabrosuras que comíamos. Era algo especial, bocados que a pesar de su sencillez se han llegado a convertir en inolvidables ricuras en lo más profundo de mi memoria. Nos alimentábamos bien, no cabe duda, cuando estábamos chicos y vivíamos en Mexicali. Cuando los tiempos eran sencillos y bonitos, especialmente al ser ellos recordados a través del lente de la nostalgia.
AUTOR: Pedro Chávez