IMAGEN: Tierras en el valle de Mexicali durante el siglo pasado, muy parecidas a los campos que rodeaban el rancho de los García García.
NOTA: Algunos detalles de este relato fueron mencionados anteriormente, pero creo que fue sólo en mi página personal de Facebook. Dedico esto que escribo hoy a todos mis parientes que todavía viven en varios ranchos de nuestro querido valle de Mexicali. También está dedicado a todos los Juanes y Juanas, no importa dónde vivan, por ser hoy el mero, mero día de ellos y ellas.
Existen ciertos recuerdos empotrados en nuestras mentes que nunca se olvidan, a menos que a uno le de eso de la olvidadera, eso que les da a montones de viejitos y que lo llaman albores de demencia. Lo bueno es que lo que les pienso contar todavía lo recuerdo más o menos bien, como si hubiera acaecido ayer mismo, a pesar de que ya han pasado una pila de años desde que ese suceso ocrurrió en un mero día de San Juan.
Se trata de un evento festivo que tuvo lugar el 24 de junio de 1962, en la casa de mi tía Carmen, en su rancho en la colonia Carranza del valle de Mexicali. Yo estaba allí de visita (por una semana), pues tenía ganas de conocer la vida campestre, andar a caballo y conocer mejor a mis primos y primas, los García García. Debido a la buena fortuna, también me tocó participar en una fiesta de rancho: la celebración del onomástico de mi tío Juan.
Fue un día alegre y ajetreado. Empezó bien tempranito, antes de que rayara el sol, como dicen por esos lares. Lo primero que hicimos fue llevarle “Las mañatitas” al tío Juan. Despertamos a los perros y a los mismos gallos, pues era todavía demasiado temprano para andar con tanta bulla. Había gente de otros lados que había venido a cantarle al agraciado, al del onomástico: a Juan García. Después vino el café y el pan. Creo que algunos adultos le pusieron piquete al café. Eventualmente los de otros ranchos se fueron, pues tenían que trabajar.
Mis primos Santos, Jesús y Delfino y un servidor nos fuimos en busca de un cabrito. Seguimos la orilla de uno de esos riachuelos que se desprenden del río Colorado y como a los dos o tres kilómetros llegamos a un lugar donde se criaban y vendían esos animales. Se compró uno. Al llegar de regreso al rancho, se mató el cabrito, alguien le quitó la piel, se preparó con todas las especias de costumbre, y sin mucho alarde se enterró en un hoyo para convertirlo en barbacoa.
La fiesta empezó cuando el sol estaba en lo más potente. Todo mundo llegó a la vez. Así pareció. Yo creo que eso ocurre en los ranchos. Nadie quiere ser el primero en llegar, pero una vez que se divisa desde lejos el levantadero de polvo que hacen al caminar los que vienen de lugares más adentro, el resto de los invitados se echan de inmediato a los senderos para que no los acusen de llegar demasiado tarde (como dice la canción).
Primero se comió y después del convite hubo baile en el patio de la casa, con melodías cantadas por prometedores intérpretes, acompañados con notas arrancadas de dos o tres guitarras, un acordión y una tina convertida en tololoche. Yo estaba por cumplir los dieciséis años de edad. Lo menciono porque en esa edad parece que uno anda constantemente detrás de las faldas (de las mujeres, pues). Así que a la hora del baile no fui ni lerdo ni perezoso para tratar de sacar a una de las chamacas. Pero ninguna de ellas se animó en ese instante; parecía que tenían vergüenza. Las recuerdo bien a todas esas jovencitas; todas sentaditas como santas en un lado del patio. Bien vestidas y bonitas todas, pero muy calladitas. La música tocaba y tocaba, pero ninguna de ellas se atrevía a ser la primera en bailar. Los hombres parecían igual de cohibidos.
Eventualmente se armó el baile. Alguien salió con alguien y empezó el borlote festivo. Yo bailé también, varias piezas, pero con la misma muchacha. No recuerdo su nombre ni su pinta; sólo que nos divertimos bastante. Me acuerdo igualmente que la mayoría de las piezas tocadas por ese grupo musical improvisado, eran de giro norteño y que yo andaba echando patadas por todos lados.
Se tomó tequila también, a la mejor fue mezcal. Sólo algunos adultos lo hicieron, por supuesto. Comento lo del chupe porque poco después de que se armara la cantadera, mucha gente andaba muy contenta y algunos cayeron, como dice mi primo Héctor, “como arañas fumigadas”. Ese primo, entre paréntesis, es García también, pero proviene de otra rama de nuestro árbol genealógico, el cual tiene raíces por todos lados, no sólo en Mexicali sino en varios estados de la Unión Americana.
Ya casi para oscurecer se cerró el changarro y la pachanga llegó a su debido final. Pero los recuerdos de ese evento familiar quedaron grabados para siempre.
AUTOR: Pedro Chávez