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La gente que me sigue y que lee mis tarugadas

By June 23, 2017 No Comments

IMAGEN: Entrada a la playa escondida en las islas Marietas. Ese paradisíaco lugar está ubicado en un gran hueco en las rocas, el cual se nota en esta imagen, detrás del barco en el lado izquierdo de la foto; la entrada a la misma se logra distinguir a la derecha de ese barco. Foto tomada por nuestra hija Vanessa para su blog theretropenguin.com. Favor de visitar ese sitio en Internet para disfrutar de imágenes adicionales de ese viaje.

 

 

Ésta es una nota chusca. Espero nadie se ofenda. Es que pienso hablar sobre la gente que lee lo que escribo en mi blog, thevirtualcolumnist.com. Son personas como yo, aunque más del setenta por ciento de ellas son mujeres. Sólo el veintiocho por ciento son hombres. Casi todos son casi de mi edad, pero un poco más jóvenes, excepto algunos, los que sí le llegan a la mía. El mayor grupo que me sigue está entre los 55 y los 64 años de edad (más del cuarenta por ciento); el segundo grupo tiene 65 o más años (casi el veinte por ciento). Como quien dice, tres de cada cinco de mis seguidores son mayores de los cincuenta y cuatro años. Entre paréntesis, el próximo mes le pego a los setenta y uno.

Otro veinte por ciento de mis seguidores, de acuerdo con el programa de estadísticas Google Analytics, son personas entre 45 y 54 años de edad. Eso dicen esas cifras. Como quien dice, cuatro de cada cinco de mis seguidores rebasan los cuarenta y cuatro. Todos andamos más allá que para acá.

Revisé las estadísticas porque mi blog acaba de llegar a los trece mil seguidores. Eso se logró en más o menos año y medio. Es buen avance, especialmente porque se trata de un sitio cibernético con sólo escritos, con nostalgias, con cuentos de antaño, y más que todo de mi tierra cachanilla (Mexicali), ciudad y valle que de acuerdo con las últimas noticias, está ardiendo. (Ciertas personas que ya se fueron al más allá y cuyo castigo fue acompañar a Satanás por toda la eternidad, han enviado mensajes por texto desde el infierno contando que se piensa enviar a Mexicali a todos los que se porten mal en ese mundo de abajo. En mi tierra, dicen esos textos, en ese verdadero infierno, allí sí que se van a achicharrar los mal portados).

Pero ya me salí por la tangente y del objetivo de este relato sobre lo recién aprendido por medio de las estadísticas de Google. La realidad es que a mí me siguen los viejitos, pero más que todo las viejitas. Con razón me echan tantas flores a veces. No cabe duda, a casi todos nosotros los de edad madura nos gusta leer detalles y tarugadas sobre gentes similares a nosotros. Es que estamos en la misma onda.

Pero no a todos los viejitos les trae placer ese bochinche (como dicen los panameños); hay gentes medio amargadas, a pesar de haber vivido mucho y haber tenido plena oportunidad de darse cuenta que la vida es un carnaval (como lo dijo Celia Cruz). No todo es seriedad, amigos. La vida hay que vivirla, hay que disfrutarla. Digo yo. Pero todo con medida. No hay que hacer loco, como dice mi suegro, un costarricense ya centenario que todavía se sube al techo de su casa para limpiar las cunetas del mismo.

Tomen mi caso, por ejemplo, yo trato de disfrutar la vida y de vivirla, aunque a veces los años que llevo encima me digan que tenga cuidado. Si trabajo en el jardín y me esfuerzo mucho, en la noche me dan calambres. Lo mismo pasa cuando le entro mucho a la bailada, aunque eso suceda sólo de vez en cuando, pues por estos rumbos existen pocas oportunidades para soltar el cuerpo y dejarlo que haga de las suyas al compás del encanto de notas sensuales con sabor a trópico.

Los años no pasan en vano; eso no se niega. Pero uno tiene su orgullo y a veces tratamos de esconder los dolores y no dejar que otros se den cuenta que nos cuesta ejecutar ciertos movimientos, ciertas labores.

El año pasado, en febrero para ser más exacto, fuimos a Puerto Vallarta, mi esposa, mi hija y yo. Durante una excursión en un barco velero tipo catamarán visitamos las islas Marietas y su playa escondida. Ese barco estaba lleno de chamacos, casi todos gringos (más bien chamacas). El último tramo a las islas era en lancha, pues no se permite que se acerquen las naves grandes a esa playa.

Mis opciones eran dos: quedarme en el velero o visitar las Marietas. Estarme quedito en el barco o realizar dicha hazaña, la cual requería zambullirme en el mar, encaramarme en la lancha, bajarme de ella en la cercanía de la playa y nadar debajo de una zona rocosa, acosado por el ir y venir de tremendas olas. Así me explicaron que sería el viajecito. Como me sentía aún muy chamaco, opté por hacer la travesía. Mi hija la hizo también, al igual que el resto de huercos de gringolandia. Mi esposa se quedó en el barco.

Me fue bien, al principio. Nadé bien y con ganas, pero al llegar al lugar donde hay que hacerlo debajo de las rocas, la falta de fuerza física venció mi orgullo y tuve que pedirle al guía que me ayudara. Para eso iba él con nosotros; eso nos dijo una y otra vez antes de hacer el trayecto. Para mí fue una gran vergüenza. Yo quería llegar a esa isla escondida sin la ayuda de nadie. Pero no pude ante la jaladera de esas olas que lo tiraban a uno hacia atrás, hacia arriba y hacia las rocas.

Lo bueno es que llegué. Bella esa playa escondida. Nos quedamos allí un rato. Después nadamos hacia la lancha y de nuevo por debajo de esas rocas bien pegaditas al agua. Fue buena aventura, aunque en lo personal fue también vergonzosa. Pero aprendí una buena lección: la próxima vez que me atreva a involucrarme en andanzas de chamacos, me voy a preparar bien para ello. Si la peripecia implica nadar en mar abierto, voy a nadar y nadar de antemano en alguna piscina cercana hasta sentirme seguro de poder competir con la gente joven.

Y como soy medio orgulloso, para que otros digan: Ese viejito todavía puede.

 

AUTOR: Pedro Chávez