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Prohibido mirar lo prohibido

By June 10, 2017 May 31st, 2018 No Comments

IMAGEN: Cajita para limpiar zapatos parecida a la que yo fabriqué.

 

Cuando cuento mis tarugadas lo hago porque me gusta escribir. Es algo que ya traigo metido en la sangre. Pero a la mejor no. Nadie sabe con certeza el porque de esto y lo otro cuando se trata de gentes como yo, de esas que están medio lunáticas y se la pasan escribiendo, pintando, componiendo canciones o no sé qué otra cosa relacionada con las artes. Lo cierto es que habemos muchos de esos chiflados rodando por todos lados, tratando de pintar al mundo que nos rodea con un pincel, con palabras, con notas melódicas o simplemente hablando tonterías.

Comento lo anterior no para disculparme por mi actuar, sino para aclarar algo que hace tiempo he tenido ganas de decir. Escribo mis relatos no para vanagloriarme o hacer fiesta con mis escritos; lo hago porque creo que al mencionar ciertas anécdotas personales, no sólo voy a gozar de lo dicho si es que lo hago bien, sino porque espero que por medio de lo relatado, personas con afines experiencias aprecien lo escrito. Eso es todo. Y de eso se trata este tipo de escritura. Digo yo. Hablamos sobre cosas de nosotros, pero en realidad estamos hablando de otros con similares experiencias.

Espero que no vayan a pensar que ya me hice bolas, porque acá entre nos, parece que así es. Ah, pero me siento mejor, especialmente porque les pienso contar algo que con el pasar de los años lo considero jocoso. Se trata de una anécdota que ocurrió cuando estaba chamaco, cuando me entró el gusanito de ganar dinero y me dediqué a la venta de periódicos y que después de hacerlo por un tiempo me dedique también a dar bola, como decimos nosotros. A limpiar zapatos, pues.

Fue en 1958. Estaba yo en sexto año de primaria, en el Centro Escolar Revolución de la colonia Cuauhtémoc. Un compañero que tenía ya tiempo dedicándose a esa chamba me dijo donde comprar al mayoreo los productos para esa labor. Era un lugar cerca de la colonia Nueva, en Mexicali, donde además de anilinas, grasas, betunes y cepillos, distribuían también cajitas de chicles marca Adams. Casi todos los boleadores de esos tiempos vendían chicles, pues era fácil hacerlo mientras se limpiaban los zapatos. Además, los chicles tenían buena ganancia.

Después de comprar lo requerido para agregar ese oficio de boleador a mi currículum, construí una cajita de madera para usarla en dicho negocio y me lancé a las calles de mi pueblo a probar suerte. No fue fácil. El primer cliente no me quería pagar. Dijo que sus zapatos estaban en peor estado que antes, antes de que yo supuestamente los limpiara. Al final me pagó, pero no quedó del todo contento. Otro cliente me dio tremendo coscorrón cuando se me pasó la brocha y le embarré los calcetines con betún. Con el tiempo aprendí que había que colocar cartoncitos en ambos lados del zapato para evitar las untadas de grasa en lugares incorrectos. Sólo se cobraba un peso por boleada en esos días, el equivalente a ocho centavos de dólar.

Podría decir que llegué a ser buen boleador, pero me costó. Un año después de aquel comienzo colmado de tropiezos, me convertí en un experto en dicha chamba. Para entonces desempeñaba mi oficio en las oficinas de Irrigación (Recursos Hidráulicos). Hacía tronar el trapo de limpiabotas a cada rato y el cepillo brincaba y daba saltos como un chapulín que acababa de salir del cascarón. Me convertí en un limpiabotas de primera, digo yo, y tenía mi clientela, casi todos hombres, excepto una persona. Era la única mujer a la que a diario le limpiaba los zapatos, o más bien, las zapatillas.

No sé porque me pedía que se las limpiara. La mera verdad, esas zapatillas no requerían limpieza alguna, sólo una despolvada. Pero así lo pedía ella. No era muy bonita, pero no estaba tan mal. Eso sí, tenía unas piernas bien chulas. Las vi mil veces y siempre me gustaron. Digo que las vi mil veces porque nunca se quitaba las zapatillas. Tuve que limpiarlas allí, frente a esas piernas.

En cierto modo me enseñó a ser discreto, pues aprendí a no mirar hacia arriba, a pesar de tener un montón de ganas de hacerlo. Tenía yo ya doce años de edad y a caudales sentía las cosas que sienten los hombres cuando de mujeres se trata. Y ella allí, frente a mí, con esas piernas. Las cruzaba, se movía y parecía que se le olvidaba que le estaba limpiando las zapatillas; ignoraba también que un chamaco en lo más peligroso de su pubertad se encontraba postrado allí, deseando gozar de tan soñado espectáculo.

Un día me dijo, “No vayas a mirar hacia arriba porque si lo haces te doy un sopetón”. Nunca lo hice.

No recuerdo cuántas veces le limpié sus zapatillas, pero nunca miré lo prohibido. Lo juro. Yo creo que ella hacía lo que hacía a propósito y estoy casi seguro que me quería enseñar algo. Cómo ser discreto y no ver lo que no me tocaba ver, a pesar de todo. Tremenda maestra tuve. Nunca la voy a olvidar. Tampoco a esas piernas.

 

AUTOR: Pedro Chávez