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El vocho del sesenta y ocho y yo

By July 27, 2017 May 19th, 2018 6 Comments

IMAGEN: Auto Volkswagen, similar al modelo del 1968 que yo tuve en la Zona del Canal, República de Panamá.

 

En mil novecientos sesenta y ocho me compré un carrito Volkswagen de color blanco. Después los llamaron vochos, también “bugs”. En ese entonces los carros de esa marca, los que se vendían en este continente, eran todos de ese tipo. Eran los que Hitler y sus gentes crearon y los llamaron carros del pueblo. Eran baratos y económicos. Yo creo que todos eran de color blanco también.

El mío era como el de la imagen que aquí incluyo, con ese tipo de defensa. Lo compré a pagos en la República de Panamá, por mil setecientos y cacho de dólares. Estaba nuevecito. Recuerdo muy bien al vendedor. Era un panameño medio blanco, pero con rasgos de mulato. No era muy delgado, aunque eso sí, tenía los brazos bien flacos. No hablaba mucho tampoco; nada que ver con los vendedores de carros de hoy en día. Traía una guayabera de color blanco; de esas que son bien elegantes. Lo recuerdo todo como si ello hubiera ocurrido ayer.

A la mejor recuerdo todo así bien clarito porque ese fue el primer carro nuevo que me compré. Traté de conseguir uno en California antes de entrar a la fuerza aérea, pero no me lo soltaron. Estaba muy chamaco todavía, me dijeron, aunque ganaba bien. Sólo tenía diecisiete años de edad. Era necesario tener por lo menos los dieciocho para firmar un contrato válido. Le había tenido muchas ganas a un Ford Fairlane del 64, pero nunca me lo dieron, a pesar de ganar más de seis mil dólares al año. Ése era un gran sueldazo en esos tiempos. Es que trabajaba en una hojalatera industrial en Stockton, California. Era trabajo de sindicato. Se llamaba United Sheet Metal Company la empresa. Yo era el único mexicano; el resto de los trabajadores eran gringos.

Pero regresando a eso del vochito, les diré que lo compré porque andaba detrás de una muchacha quien exigía que su pretendiente tuviera carro. Así son las cosas. Uno hace todo por las mujeres; claro, cuando uno está chamaco. Ella me gustaba bastante. No les voy a decir su nombre porque no tiene caso. Era pocha, ya saben, hija de gente de origen mexicano. Hablaba algo de español, pero era a todo dar. Después de andar pololeando, resulta que se quería casar (voy a utilizar esa expresión, pololeando, en caso de que algún chileno lea esto y diga “mira, ese mexicano sabe algo de chileno, pues”). Yo apenas tenía los veintiún años de edad, sin embargo acepté lo del matrimonio. Ya cuando empecé a ver que la soga la colocaban en mi cuello, me arrepentí. No fue fácil. Después vino el desmáquine. Ya saben. Después de dejarla traté de regresar y me dijo que sí, después que no y eventualmente me dijo que me fuera a comer cacahuates. A mí me dolió el desaire, aunque encontré alivio en la música de entonces: Leonardo Favio, Rafael y no recuerdo quién más.

Lo bueno fue que me quedé con mi carrito, listo para otros lances. Lo traía casi siempre bien limpiecito. Lo lavaba frente a la barraca; le sacaba brillo y lo dejaba bien chulo, en caso de que alguna dama me quisiera acompañar a dar la vuelta por las ruinas de Panamá Viejo. En el club nocturno contiguo a ese lugar uno podía bailar sobre una moneda de cinco centavos. Era bonito ese lugar, especialmente cuando uno lo disfrutaba bajo la luz de la luna, junto al mar, y bailando de cachetito. Nunca se me va a olvidar Panamá. Ni ese lugar.

Regresando a lo del vocho, les diré que eran más bien mis cuates los que se subían a ese carro; la mayoría eran estudiantes de la academia interamericana de las fuerzas aéreas. Conocí a casi todos ellos en la cancha de fútbol. Yo jugaba con el equipo del Comando Sur de los Estados Unidos; ellos con equipos de sus respectivos países. En el campo nos dábamos patadas y metíamos goles, pero ya de parranda la pasábamos a todo dar. Los más pachangueros eran los colombianos, diría yo. Pero también los demás, los de otros países. Yo creo que es algo que traemos en la sangre todos nosotros los de este continente. A la mejor lo heredamos de los españoles.

En una ocasión, al vocho se lo empezó a llevar la marea en una playa de nombre Veracruz, al este de la base aérea de Howard. Era un lugar prohibido para los americanos porque habían muchos tiburones allí, pero a mí me valía un cacahuate el peligro, tampoco a mis amigos. Cuando vi mi vochito irse hacia mar adentro me asusté. Pero el susto no fue para tanto. Cuando menos me di cuenta, mis cuates de parranda lo levantaron como si nada y lo llevaron en peso a tierra firme. Después encendimos una fogata y nos pusimos a cantar y a echarnos unos tragos con ron Cortez. Fue una noche a todo dar, pues andábamos bien acompañados, con varias chamacas. A todas ellas les encantaba bailar y divertirse a lo loco. Así era en ese entonces, cuando uno tenía carro y nos íbamos a la playa, aunque el carrito fuera sólo un vocho. Lo que importaba era la pachanga en esos lugares escondidos.

Cuando conocí a Vilma (mi ahora esposa, la señora Picapiedra) todavía tenía mi vochito. Lo manejamos desde Panamá hasta California en 1970. Fueron más de ocho mil kilómetros. Ella aprendió a conducir en él, a pesar de que era de marchas. Claro, le costó, pero lo hizo de todas maneras (otra frase chilena). Es que Vilma es así, cuando se propone algo, lo hace.

Poco después de conocerla me dijo que le habían contado que tuviera mucho cuidado conmigo. Me dijo también que a mí me llamaban “el mexicano del carrito blanco”. Me dio risa lo que dijo. No sé porque me llamaban así. Bueno, a la mejor fue porque yo siempre andaba con mi vochito bien limpiecito, bien brillante, en caso de que alguna dama se quisiera subir a él. A la mejor no. Lo que pasa es que a veces uno crea mala fama sólo por tener un carrito. Y por ser mexicano.

Yo creo que eso fue lo que me pasó a mí. Es que todas esas películas de Jorge Negrete y de Pedro Infante como que nos han dado fama de mujeriegos a nosotros los de esa tierra de mariachis y tequila. En mi caso, siempre fui un santito. Especialmente cuando viví en Panamá. Me dedicaba a estudiar. A pesar de las parrandas, de los carnavales, de los bailongos y de las tentaciones, siempre me porté bien.

Cuando estaba dormido. JaJa.

 

AUTOR: Pedro Chávez

 

6 Comments

  • Cristina says:

    St. Chavez
    Me encanto esta corta pieza.
    No si lo estoy de!etriando bien , pero disfrute lo que nos a dejado ver por estas candilejas.
    Creo que en el ano 1968 dependiendo en el mes, tenia yo 8 anos y para cuando su adorada esposa Vilma aprendia a manejar en 1970 yo cumplia 10.
    All igual que us. Siempre me LA e pasado estudiando.
    (Mentiras) lol

  • Daniel Ordorica says:

    Yo también tengo un VW. ( me niego a llamarlo vocho) . Es modeló 1971. Pero es casi igual al suyo de la foto… Ta fácil, ja ja , pues si todos los “vochos” son casi iguales. Saludos desde Mexicali.

  • Carlos says:

    Sr. Chavez, y que fue de la la vida de su escarabajo? siguió formando parte de su familia?.
    Lectura muy fresca! me gradó bastante.

    • Pedro Chavez says:

      Lo cambie en 1971 por un Toyota cuando me seleccionaron para asistir a la escuela de oficiales. El Toyota no salió muy bueno. Saludos.