IMAGEN: Arbolito de Navidad en nuestra casa, decorado detalladamente por mi esposa.
Este año me tocó colocar luces navideñas en el frente de nuestra casa. Hacía tiempo que no lo hacía. Saqué varios juegos de foquitos enjambrados que tenía guardados en la cochera y los metí entre las ramas de los arbustos del jardín. Las luces que sobraron las coloqué alrededor de los troncos de los dos árboles que adornan la entrada de nuestro hogar. Mi esposa insistió que también instalara un hombre de nieve artificial, con luces, el cual hacía años que no se había sacado de su escondite. Estaba seguro que los foquitos no iban a prender, pero sí prendieron.
La señora Picapiedra (Vilma, mi esposa) hizo de las suyas dentro de la casa, dándole vuelo a la imaginación y la creatividad, como siempre, colocando adornos navideños por todos lados. Dato curioso, cada año menciona que va a ser la última vez que decore la casa con recordatorios de la época, pero esa ocasión todavía no ha llegado. Además se pone a confeccionar una infinidad de galletas y golosinas, que la mera verdad, son bien sabrosas. Lo digo porque muchas de esas delicias terminan en mi “panza”, pues me toca a mí la chamba de ser el catador secreto y darles el visto bueno a esas tentaciones azucaradas. Claro, yo llevo a cabo mi duro trabajo a escondidas, cuando mi esposa no está en casa o cuando ella baja la guardia.
A mí me gusta montones esta temporada festiva. Es bonita, alegre, y se propagan en ella los buenos deseos. Además, me trae bellos recuerdos de navidades pasadas y me ofrece una oportunidad para reflexionar. Hace un par de noches, por ejemplo, decidí irme a la sala después de la cena. Me senté allí junto al árbol de Navidad y lo observé detenidamente. Es artificial, pero se ve casi real. Es grande, de más de dos metros de altura, y luce pequeñas imperfecciones que le dan un toque de autenticidad. Al igual que los pinos naturales, algunas ramas son más largas que otras y ciertas secciones del mismo están más tupidas de hojas. Lo único que no tiene es el aroma a pino, ese inolvidable olor a monte, a sierra, el que siempre engalanaba los arbolitos de Navidad de antaño.
Aunque dichos pinos aún se venden, casi todo mundo instala los artificiales en esta era moderna. Son más prácticos, me cuentan. No se secan ni tiran hojas por todo lados. No se decaen con el pasar de los días. Los de mentiritas, además, se usan en múltiples ocasiones, año tras año. Los verdaderos sólo una vez. Así es todo ahora, más práctico, menos natural.
Es que la vida es también más práctica en estos tiempos. Ah, y más plástica, más sintética. No cabe duda, vivimos en un mundo adulterado, amañado. Las mujeres se arreglan esto y lo otro con pequeños y grandes toques modificadores que alteran los paquetes originales. Los hombres también. Son cosas del ego; eso dicen. Se impone la vanidad, la jactancia. Se añoran los ojos de colores claros, el busto de silicona, el trasero que no encaja con el resto de la figura, la que en antaño era “hasta la sepultura”. Los hombres se tiñen las canas y se pintan el bigote para tratar de esconder el paso indeleble de los años.
Lo que comemos está también a menudo tergiversado. A los pollos los alimentan con hormonas para que engorden con más rapidez; también a otros animales. Las verduras y las frutas son rociadas con menjurjes químicos para que se vean más bonitas, para que aguanten mejor los embates del medio ambiente. Los productos alimenticios enlatados y empaquetados son quizás los más afectados por ingredientes sintéticos, muchos de ellos dañinos. Es el mundo de ahora: práctico, pero peligroso.
Ya ven lo que pasa cuando me pongo a reflexionar junto al arbolito de Navidad: me pongo a decir tarugadas. Me imagino que fue el vino ingerido durante la cena lo que me ayudó a ver las cosas con más claridad. Como dicen, in vino veritas. A la mejor no. Podría muy bien ser la época navideña la que nos hace recapacitar. Digo yo.
Feliz Navidad.
AUTOR: Pedro Chávez