IMAGEN: Grandes y frondosas higueras, similares a las de nuestro campamento en Figarden.
ÚLTIMOS DOS PÁRRAFOS DE LA TERCERA PARTE:
Recuerdo como si hubiera sido ayer esa coyuntura. Todo lo transcurrido esa mañana. Nunca se me ha olvidado y lo dudo que lo vaya olvidar. Una vez que se echó andar el auto y abandonamos esa parcela, todos nos mantuvimos callados. No sabíamos qué pensar o qué decir. Recuerdo mirar hacia atrás y ver a los trabajadores meterse en los surcos, cada uno con un balde de metal. En ellos iban a colocar los racimos de uva. Que afortunados ellos, pensé. Tenían trabajo. Conforme se alejaba nuestra camioneta de ese campo, el polvo que se levantaba sobre el camino de tierra ofuscó esa desalentadora imagen. Eventualmente me cansé de ver hacia atrás, así que dirigí la mirada hacia un lado y el otro. Ya íbamos sobre el camino de asfalto. Estaba flanqueado en ambos lados por parcela tras parcela, todas repletas de viñedos todavía sin cosechar. Pero de acuerdo con aquel hijo del tal por cual contratista, para nosotros no había trabajo.
Sólo por no tener tijeras. O dinero para comprarlas.
CUARTA PARTE:
Antes de meternos a la carretera que nos llevaría a Fresno, mi papá paró la camioneta en uno de los ranchos que se encontraban en nuestro paso. Él sabía que esos lugares siempre tenían combustible almacenado para sus usos diarios. Estaba consciente de ello porque por años había laborado en campos agrícolas del valle Imperial y dichos ranchos siempre gozaban de tanques de gasolina. Sacó de la cajuela del auto un par de herramientas para tubería, se las llevó consigo mismo y se dirigió hacia la puerta principal de una casa en esa propiedad. Eventualmente un hombre de mediana edad salió de la misma y los dos intercambiaron palabras. No pudimos escuchar lo que se decía. Poco después nuestro padre le entregó las herramientas a esa persona, se regreso al auto y lo llevó hacia una gran bomba de gasolina ubicada en la parte trasera de la casa. El hombre ya nos estaba esperando. Una vez allí, llenó de combustible el tanque de la camioneta. Después nos saludó y nos dijo adiós en español. Era alto y delgado, de tez blanca y muy amable.
Todos no mantuvimos callados conforme partíamos a nuestro siguiente destino. El intercambio de combustible por herramientas, sin embargo, se convirtió en mi mente en un hecho alentador; ya no me sentía tan mal y algo me decía que en Fresno encontraríamos trabajo. Hasta se me olvidó eso del hambre y estaba seguro que nuestra situación cambiaría. Creo que varios de mis hermanos y hermanas pensaban lo mismo.
A pesar de ser una travesía de menos de cien kilómetros, duramos casi dos horas para llegar a la oficina de empleo agrícola de la ciudad de Fresno. Era una enorme ciudad, con grandes edificios y gente por todos lados. El reloj todavía no marcaba las diez de la mañana. En un gran tablero en una de las paredes de dicho lugar se anunciaban oportunidades de empleo en la cosecha de varios productos, pero todos empezaban en dos o tres semanas. Una vez en una de las ventanillas del lugar, nos dijeron que existía un contratista en busca de familias para la cosecha del higo, pero que el trabajo empezaría hasta una semana después. No había más, así que aceptamos la oferta. Nos dio una nota con la dirección y el nombre del contratista. Era en un campo al norte de Fresno y cerca de Herndon, California, en el cruce de la carretera noventa y nueve y la avenida Bullard. La zona era conocida como Figarden (Jardín del higo).
Tardamos casi una hora para llegar a dicho campo. El contratista ya nos estaba esperando, pues la oficina de empleos ya le había avisado sobre nuestro interés. Se notaba feliz y nos dio una cordial bienvenida. El campamento no era muy grande; tenía cuando mucho unas ocho casuchas con dos cuartos cada una. Uno grande para que en él durmiéramos todos y otro bien pequeño con una estufa de leña. Los techos de esos jacales eran de lámina, pero estaban resguardado del calor por la sombra que daban las gigantes y frondosas higueras. En el centro del campamento se encontraban los baños y los excusados. Eran públicos, pero funcionaban con agua, no como el que teníamos en Mexicali. Las duchas tenían agua caliente y fría.
Una vez que nos salimos de la camioneta, notamos que habían un montón de higos regados por todos lados. No sabíamos si no los podíamos comer. Todos teníamos hambre. Al vernos, el contratista nos indicó que los podíamos comer, pero que nos limitáramos en ello, ya que nos podía caer mal ingerir más de lo normal. Era un señor alto y delgado, de ojos azules, que hablaba algo de español, pero era fácil entenderlo. Nuestro padre sabía bastante inglés y eventualmente los dos hablaron en ese idioma. Le dijo que la cosecha iba a empezar una semana más tarde, supimos después, pero que nos podíamos quedar allí antes de dicha fecha.
Mi papá temía decirle que no teníamos dinero ni para comer, pero una vez mencionado el aprieto por el que pasábamos y que no habíamos comido mucho durante los últimos dos días, el contratista le explicó que dicha situación era a menudo normal. Que no nos preocupáramos. Le indicó que había una pequeña tiendita y gasolinera sobre la avenida Bullard, junto a la vía del tren, en la cual nos iban a extender un crédito de veinte dólares para comprar lo básico y preparar algo con que alimentarnos. Veinte dólares compraban bastante en esos tiempos. Era el verano de mil novecientos sesenta y dos.
Varios de nosotros acompañamos a nuestro padre a la tiendita. El dueño del lugar ya sabía de nosotros. Compramos un saco de harina, frijoles, huevos y un montón de otros productos esenciales. Al llegar al huerto nuestra madre preparó ricas delicias, incluso una gran olla de frijoles y un gran altero de tortillas (que tuvieron que ser formadas con una botella vacía). Una vez bien comidos nos echamos a correr por toda esa huerta. Nos sentíamos felices. Como las otras familias todavía no llegaban, todo ese lugar era sólo para nosotros.
No recuerdo quién lo dijo, pero creo que fue nuestra madre. Comentó que un perfecto extraño no sólo nos había dado una cordial bienvenida, sino que nos había tenido confianza y también proporcionado un lugar donde quedarnos y crédito para comprar comida mientras empezábamos a trabajar. Y ni siquiera era mexicano u originario de algún en donde se hable el español. Era de Arkansas, después nos dimos cuenta. Había venido de ese estado durante la Gran Depresión. Sus papás lo trajeron a California durante ese peculiar éxodo de gente necesitada. Al igual que nosotros, él y su familia andaban en busca de trabajo y de una vida mejor.
¡Qué gran señor! Lástima que no recuerdo su nombre.
AUTOR: Pedro Chávez
Cálida narración de la travesía que lo transporta a uno a esa época y lugares distantes. Reflexiones del pasado de los que un día ayudaron a desarrollar ése gran País, lastima que sus descendientes ya olvidaron de donde vienen y ven al inmigrante como un intruso, que solo busca mejorar su nivel de vida. Excelentes historias.
Gracias Miguel Ángel.