AnécdotasEspañol

Travesía al norte: quinta parte

By January 17, 2018 No Comments

IMAGEN: Paisaje muy parecido al del huerto repleto de higueras en Figarden, California.

 

ÚLTIMOS DOS PÁRRAFOS DE LA CUARTA PARTE:

No recuerdo quién lo dijo, pero creo que fue nuestra madre. Comentó que un perfecto extraño no sólo nos había dado una cordial bienvenida, sino que nos había tenido confianza y también proporcionado un lugar donde quedarnos y crédito para comprar comida mientras empezábamos a trabajar. Y ni siquiera era mexicano u originario de algún lugar en donde se hable el español. Era de Arkansas, después nos dimos cuenta. Había venido de ese estado durante la Gran Depresión. Sus papás lo trajeron a California durante ese otro peculiar éxodo de gente necesitada. Al igual que nosotros, él y su familia andaban en busca de trabajo y de una vida mejor.

¡Qué gran señor! Lástima que no recuerdo su nombre.

 

QUINTA PARTE:

La semana de espera pasó lentamente, pues teníamos muchas ganas de trabajar y empezar a pepenar los mentados y soñados dólares. Por otro lado, también nos divertimos bastante durante ese lapso. Exploramos todos los rincones de ese huerto y de campos circunvecinos. Comimos muchos higos también y nos reunimos con otras familias que durante esa semana llegaron al campamento. Ya habían venido antes, en temporadas pasadas. Una de ellas venía de Brawley, una ciudad en el norte del Valle Imperial; otro grupo era de Coachella, también del sur de California. Nos llegamos a conocer bien. En las noches nos reuníamos todos, platicábamos y escuchábamos música bajo la luz de luna y la protección de copiosas higueras.

La esposa del contratista nos enseñó cómo pizcar higos durante el primer día de trabajo. Estuvo laborando junto a nosotros por varias horas, recogiendo la fruta del suelo y de los árboles. Nos mostró trucos para trabajar más eficientemente y ganar más dinero. Ella era bonita, recuerdo, de unos treinta años de edad, rubia y de ojos azules. Muy amable también. Fue quien mencionó que provenían del estado de Arkansas.

“Somos Arkies”, nos dijo. Luego nos explicó que así les decían a las personas que eran originarias de su estado.

Nos dimos cuenta ese día que eso de andar pizcando higos no era nada fácil ni rendidor. Después de dedicarle todo el día a esa labor, entre mis padres, mi hermana mayor, un hermano menor y yo, sólo logramos ganar un puñado de dólares. No recuerdo con exactitud cuánto ganamos, pero sí que fue una cochinada. Por otro lado, tuvimos que considerar que ese primer día fue también de aprendizaje, por lo cual nuestros esfuerzos no rendirían tanto, y que con el pasar de los días ganaríamos más. A mí no me tocó confirmarlo, ya que esa misma tarde, al llegar al campamento, un hombre me ofreció la oportunidad de laborar en la sección de atrás de una máquina que recogía los higos del suelo. Había conocido a esa persona días antes y en dicha ocasión me había mencionado que era posible que se llegara a necesitar a un trabajador para desempeñar dichas labores. Él estaba seguro que la persona que había fungido en ese puesto el año anterior no regresaría. Y así sucedió. Una vez confirmada su ausencia, me ofrecieron el puesto.

Era trabajo duro, me dijo, pero agregó que yo me miraba lo suficientemente fuerte para ejecutarlo sin problema alguna. Creo que me lo dijo para hacerme sentir bien y para que aceptara la oferta, pues bien sabía que muchos de los solicitantes que eran probados en dichas labores generalmente no daban la talla. Por mi parte, las palabras alentadoras de ese hombre me hicieron sentir bien. Me gustó lo que dijo, y que me viera como adulto y capaz de desempeñar dicha labor. Apenas acababa de cumplir los dieciséis años de edad. El pago era de un dólar la hora. No era mucho, pero excedía lo que había ganado ese día recogiendo higos del suelo o de los árboles. Además, consideré que trabajar como ayudante en esa máquina era una buena oportunidad, así que me prometí a mí mismo no rajarme. Me imaginé que el trabajo iba a ser duro, así como lo había pronosticado, pero pasara lo que pasara, yo no me iba a echar para atrás, me dije a mí mismo.

Muy temprano el día siguiente me reuní con los otros tres integrantes de la cuadrilla. Dos de ellos operaban los tractores, el otro era ayudante y hacía el trabajo que yo pretendía también poder hacer. Los tres eran de ascendencia mexicana y hablaban español. A mí me tocó ayudarle a Billy, una persona a todo dar que vivía en un pueblito de nombre Highway City. Los otros dos eran de Arizona, de Tucson. Los dos dejaban su terruño en los meses de verano y se iban al norte y centro de California en busca de empleo.

El primer día de trabajo fue duro, física y mentalmente hablando. Me encaramé en la plataforma que era jalada por el tractor y poco a poco fui aprendiendo mi chamba. Billy mantuvo la velocidad baja para que no me hiciera bolas y me diera más tiempo para llevar a cabo mis funciones. Frente al tractor se encontraba una especie de barredora de metal que recogía los higos del suelo, junto a los árboles, pero también mil y otra cosas: basura, botellas de vidrio, y grandes terrones. Todo eso era acarreado hasta la plataforma en una correa metálica interna y depositado en cajas de madera que a mí me tocaba colocar debajo de una apertura con una cubierta de hule. El polvo era insoportable; a veces no se miraba nada. Yo traía guantes y una mascarilla y creo que también gafas plásticas. Recuerdo que andaba como bala, pues las cajas se llenaban de inmediato y tenía que colocar otras debajo de dicha apertura y acomodar las cajas llenas en la sección de atrás de la plataforma. Y eso que Billy mantenía baja la velocidad del tractor.

Mucho antes del mediodía, ya me sentía bien cansado, no sólo por el imparable trajín sino por el disparatado peso de cada caja llena de higos y basura, que con el pasar de las horas se sentían cada vez más pesadas. Creo que pesaban más de cincuenta kilos cada una y en promedio se recogían cerca de mil cajas por día entre los dos tractores. De vez en cuando nos tocaba un descanso, cuando teníamos que descargar las cajas con higos de la plataforma. Nos tocaba acomodarlas en lugares específicos para que después fueran recogidas por un camión de carga. Yo le pasaba las cajas a Billy desde la plataforma y él las apilaba en el lugar designado.

En varias ocasiones dudé de mí mismo y creí que no iba a aguantar más, pero afortunadamente logré llegar al final de ese primer día sin darme por vencido. Eso sí, todo el cuerpo me dolía y tenía la cara y el pelo lleno de polvo. Al llegar al campamento esa tarde me eché una buena ducha, comí algo y después me acosté. No tenía ganas de nada; de platicar con los vecinos o con nadie más. Sólo quería dormir y descansar. Y eso fue lo que hice. La mañana siguiente me levanté bien tempranito y me fui a trabajar. Mi mamá me tenía preparado un buen almuerzo. Eran varios tacos de tortillas de harina con una mezcla de papa y carne. Muy parecidos a los que le preparaba a mi papá cuando vivíamos en Mexicali y él se iba a trabajar muy tempranito al Valle Imperial.

 

AUTOR: Pedro Chávez