IMAGEN: La perrita de atrás es Ginger. La otra es Bella.
Conocí a la perrita Ginger a finales del año dos mil seis, cuando mi hermana Amanda y su esposo Jerry se vinieron a vivir al norte de Texas. Recuerdo bien la llegada de los tres. Iban a residir no muy lejos de nosotros. Jerry traía a la perrita en su regazo, dentro del auto. Mi hermana estaba detrás del volante. Que animal tan chípil, me dije a mí mismo. Debo confesar, yo nunca había tenido un perro pequeño, sólo grandes, más que todo tipo Rin Tin Tin o Lassie, esos que no necesitan ser chineados, como dicen los ticos. Entre paréntesis, chípil y chineado quieren decir “mimado” en un español más neutro.
Mi opinión sobre esa perrita, sin embargo, cambió pronto, conforme la fui conociendo mejor. Cada vez que visitábamos la casa de Amanda y Jerry, Ginger me buscaba. Me traía una pequeña bola y la depositaba cerca de mí para que yo la recogiera y la aventara y ella poder ir detrás de la misma. Una vez que la perrita recogía la bola con su hocico, me la traía de nuevo para seguir jugando. Era un can chiquito, pero lleno de energía y parecía que nunca se cansaba de corretear por todos los rincones de esa casa. Era bonita también.
La última vez que vi a Ginger fue el año pasado, en septiembre, durante un corto viaje al norte de California. Mi hermana vive allí ahora. No le gustó Texas. Noté durante esa visita que Ginger sufría ya los achaques que traen los avances de la edad. Tenía una compañera de nombre Bella, una perrita mucho más joven en cuyas venas corrían sangre nueva y ganas de hacer y deshacer.
Ginger siempre me reconocía, a pesar de que no visitábamos esos lares tan seguido, pero últimamente ella ya no era la misma. Era más sedentaria y se había quedado casi ciega. Ya no le interesaba el juego ni andar correteando detrás de una bola. Pero sí le agradaba mi compañía. Se acostaba cerca de mis pies, generalmente debajo de la mesa del comedor, mientras yo me sumergía en mi trabajo y en los sinfines del Internet y de mi computadora. Bella observaba la acción desde lejos. Era medio arisca conmigo y por más que traté de ganarme su cariño, no tuve éxito. De vez en cuando se acercaba a mí para olerme, pero eventualmente se alejaba, después de dar gruñidos de desconfianza. Era difícil de entender a esa otra perrita.
Esa actitud de Bella cambió durante uno de los últimos días de dicha visita a la casa de mi hermana. Hizo además algo que me conmovió. Una noche, al sacar a las dos al patio trasero para que hicieran sus necesidades caninas, Ginger se cayó de una rampa que conecta la entrada de la casa con el jardín. Se acercó demasiado a la orilla de ese desnivel en lugar de seguir de cerca de su compañera Bella. Aunque la caída no fue desde mucha altura (más o menos de medio metro), Ginger se quedó inmóvil. Se notaba angustiada también. Aunque estaba de pie, daba quejidos que me partían el alma. Bella la observaba desde la rampa. Yo corrí hacia Ginger y con cuidado la recogí, la metí a la casa y la puse en el suelo. Conforme la colocaba dentro de una cobija, Bella se acercó a mí y me lamió las manos. Sentí que me estaba dando las gracias por ayudar a su compañera. Dicho momento se convirtió en una conmovedora epifanía.
Poco después noté que Ginger estaba bien, que no se había lastimado. Ya no se quejaba. Se paró, caminó y se dirigió hacia la puerta de la casa. Quería salir y hacer lo suyo. Ya menos preocupado, con gusto saqué a las dos y las llevé al patio. Mirando el incidente retrospectivamente, varias conjeturas atraviesan por mi mente. De seguro fue aterradora para Ginger esa repentina caída, de noche y acosada por la ceguera. A pesar de haber hecho esa travesía miles de veces, en esa ocasión le fallaron otros sentidos, como el del olfato, que también ayuda a los perros para guiarse. Eso sucede a veces cuando uno está viejo. Sufrimos fallas, tanto los animales como nosotros los humanos.
Hace poco mi hermana me informó que el veterinario había aconsejado la eutanasia para Ginger. Sufría mucho y ya no disfrutaba la vida; así que se decidió que la “durmieran”, como se le llama a la muerte forzada.
Eso sí, Ginger vivió una larga vida. No cabe la menor duda. Se divirtió, jugó y recibió el amor humano brindado por Amanda, Jerry, y otros seres que visitaban ese hogar. Además de recibir el apego y la protección de su compañera Bella en sus últimos días. Superó sustos también, especialmente aquel que la aterrorizó cuando se cayó de la rampa.
NOTA FINAL: Ginger sobrevivió la muerte de uno de sus amos, Jerry, quien la quería montones. Mi cuñado falleció en julio del año pasado. También por complicaciones producidas por la avanzada edad.
AUTOR: Pedro Chávez
HERMOSA HISTORIA…COMO TODAS!!!
Gracias Nora. Saludos.
Me encantan sus historias, las he ido recopilando todas. Saludos desde Venezuela.
Muchas gracias Mariela. Saludos hasta esa bella tierra con alma llanera.