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Travesía al norte: sexta parte

By February 18, 2018 No Comments

IMAGEN: Higuera muy parecida a las que encontramos en Figarden, California, en el año 1962.

 

ÚLTIMOS DOS PÁRRAFOS DE LA QUINTA PARTE:

Mucho antes del mediodía, ya me sentía bien cansado, no sólo por el imparable trajín sino por el disparatado peso de cada caja llena de higos y basura, que con el pasar de las horas se sentían cada vez más pesadas. Creo que pesaban más de cincuenta kilos cada una y en promedio se recogían cerca de mil cajas por día entre los dos tractores. De vez en cuando nos tocaba un descanso, cuando teníamos que descargar las cajas con higos de la plataforma. Nos tocaba acomodarlas en lugares específicos para que después fueran recogidas por un camión de carga. Yo le pasaba las cajas a Billy desde la plataforma y él las apilaba en el lugar designado.

En varias ocasiones dudé de mí mismo y creí que no iba a aguantar más, pero afortunadamente logré llegar al final de ese primer día sin darme por vencido. Eso sí, todo el cuerpo me dolía y tenía la cara y el pelo lleno de polvo. Al llegar al campamento esa tarde me eché una buena ducha, comí algo y después me acosté. No tenía ganas de nada; de platicar con los vecinos o con nadie más. Sólo quería dormir y descansar. Y eso fue lo que hice. La mañana siguiente me levanté bien tempranito y me fui a trabajar. Mi mamá me tenía preparado un buen almuerzo. Eran varios tacos de tortillas de harina con una mezcla de papa y carne. Muy parecidos a los que le preparaba a mi papá cuando vivíamos en Mexicali y él se iba a trabajar muy tempranito al Valle Imperial.

 

SEXTA PARTE:

El trabajo se me hacía más fácil conforme pasaban los días y mi cuerpo se iba acostumbrando a ese andar en friega. Ya no me cansaba tanto. Me acostumbré también a formar parte de esa cuadrilla. Me caían bien los tres compañeros. Durante uno de los primeros descansos para almorzar, Billy dijo que la mayoría de los aspirantes a mi puesto de ayudante no aguantaban lo pesado que era ese trabajo y que generalmente se iban después de dos o tres días. El comentario me alentó y a la vez hizo que me sintiera orgulloso de mi capacidad, pues estaba seguro que no me iba a rajar.

Durante la segunda semana, Billy me enseñó a conducir el tractor y de vez en cuando dejaba que lo manejara por un rato para que yo descansara un poco. Él se subía al remolque y hacía mi trabajo. Era a todo dar ese Billy. En una ocasión visité su casa en Highway City, cerca de la carretera noventa y nueve, no muy lejos del campamento donde nos estábamos quedando. Como a ocho kilómetros al sur. Fue en un domingo, nuestro día libre. Me presentó a su esposa y sus dos hijos; después sacó un álbum con fotos de él y sus amigos. Eran imágenes tomadas durante su destacamento en un fuerte del ejército en Corea del Sur. Todavía recordaba los nombres de todos esos compañeros. Muchos de ellos eran de origen mexicano o puertorriqueño.

En el trabajo Billy a menudo mencionaba anécdotas relacionadas con los dos años que estuvo en el Army. Me contó que se había tirado en paracaídas más de trescientas veces. Uno de sus hermanos lo había hecho más de seiscientas. El otro hermano trató de meterse al ejército también, pero no lo aceptaron porque tenía pies planos.

El empleo de ese verano me ayudó mucho, en varias formas. A pesar de que el trabajo era duro, me fortaleció sicológicamente. Me sentía importante y capaz de poder realizar una labor difícil. El ser remunerado por mis esfuerzos, no cabe duda, fue también de gran valor. Después de recibir mi cheque los sábados, le pedía a mi papá que me llevara a la tiendita en Figarden para canjearlo por dinero en efectivo. Generalmente me compraba una gaseosa y una empanada de manzana marca Hostess. Uno tenía que comprar algo para que le cambiaran el cheque. Entre paréntesis, me llegaron a gustar montones esas empanadas. Ya las conocía, desde mucho antes, cuando vivíamos en Mexicali y las atisbaba en las tiendas de mandado en Calexico, en el lado gringo de la frontera. Desde ese entonces se me antojaban, pero aún más durante la primer visita que le hicimos a esa tiendita en Figarden para abastecernos de productos básicos para alimentarnos. Cuando no teníamos ni un cinco a nuestro nombre y que tuvimos que comprar los abarrotes con el crédito otorgado por nuestro nuevo patrón. Le echaba ganas a una de esas empanadas aquel día. Lo recuerdo muy bien. Así es, a veces uno desea lo inasequible.

El poder realizar el trabajo de ayudante fortaleció también la confianza en mí mismo. Se convirtió en una especie de proeza, así como la de Billy cuando se tiraba en paracaídas desde las alturas. No todo mundo era capaz de hacerlo; eso de tirarse de un avión o aguantar lo arduo de mi chamba de ayudante. Creo que también mis papás se enorgullecían de mi aguante. En una ocasión escuché desde lejos a mi mamá decirle a una vecina en el campamento que era difícil entender cómo un muchacho de apenas dieciséis años de edad podía aguantar un trabajo tan duro. Sus palabras me fortalecieron aún más.

Durante le segunda o tercer semana de involucrarme en esa labor, los otros tres integrantes de la cuadrilla decidieron pedirle al patrón un aumento de sueldo para nosotros los dos ayudantes. Billy me dijo que nos declararíamos en huelga hasta que aumentaran el sueldo de un dólar a uno y veinticinco centavos por hora porque el trabajo era muy duro y estaba muy mal pagado. El paro laboral no tenía que ver con la remuneración de los tractoristas. A ellos les pagaban bien agregó. El otro ayudante fue el instigador de la huelga, pues por años le pagaban lo mismo. Yo no dije nada, ya que estaba contento con lo que ganaba. Además, yo quería seguir trabajando allí; si no, iba tener que regresar a la pizca, a recoger higos a mano.

El mayordomo, quien era también hijo del ranchero para el que trabajábamos, se enfureció cuando llegó al huerto y nos vio sentados junto a los tractores. La rabia fue peor cuando le explicaron el porque de nuestro paro. Nos llamó con motes que prefiero no repetir, pero tenían que ver con eso de ser hijos ilegítimos. Una vez medio calmada su ira y ya entrado en un estado racional, el mayordomo accedió a hablar con su papá sobre el aumento. Mientras tanto, nos dijo, teníamos que seguir trabajando pues todavía quedaba mucho por cosechar.

A pesar de que me agradaba la posibilidad de recibir un aumento salarial, lo que más me complacía era laborar de nuevo detrás de ese tractor y encaramado sobre el remolque moviendo cajas y ganándome unos dólares con el sudor de mi frente y mi incondicional esfuerzo. Lo de la corta huelga más bien me consternó. La mera verdad, yo sólo quería trabajar, aunque el sueldo fuera poco. Después de todo, era un monto que yo había aceptado cuando me dieron esa oportunidad de empleo.

Cerca de la conclusión de ese día regresó el mayordomo y nos comunicó que su papá sólo había accedido a un aumento de cinco centavos por hora para mí y el otro ayudante. Agregó que si no estábamos de acuerdo nos podíamos largar. Así lo dijo, aunque fue en inglés. Billy me tradujo lo dicho. Sin pensarlo mucho, todos decidimos quedarnos. Antes de irse del huerto nos gritó y repitió la palabra que en inglés significa que todos nosotros en ese cuadrilla éramos hijos ilegítimos.

En lo personal, esa huelga, que duró pocas horas, también me fortaleció y me ayudó a entender algo que hasta la fecha no he olvidado. Fue una gran lección. A pesar de que pedimos veinticinco centavos de aumento, nos conformamos con un cinco, una quinta parte de lo pedido. Así somos los humanos, creo yo. Casi siempre nos consolamos con mucho menos de lo que contemplamos.

 

AUTOR: Pedro Chávez