IMAGEN: Puerto de San Felipe, Baja California Norte, México
NUESTRO PUERTO: SAN FELIPE
En nuestra América Latina existen montones de playas, bellos lugares costeños que bañan nuestro continente. Mexicali, el lugar donde yo nací, tiene una de esas playas más o menos cerca. Es bien bonita ella, caliente y salada, y bien acogedora. Se llama San Felipe. Es puerto también y está ubicado en el golfo de California; los gringos lo llaman mar de Cortez. Así son ellos; a todo le cambian el nombre.
La secundaria a lo que yo asistía, la Nocturna XXX (en la colonia Cuauhtémoc, en Mexicali) organizó una excursión a ese lugar en la primavera del 1961, pero mi mamá no me dejó ir. Yo me enojé, pero de nada me sirvió el berrinche. Nomás no fui. Ella le tenía un gran horror al agua de los ríos y del mar y no me dejó ir. Temía que me fuera pasar algo.
Más o menos un año después, mi amigo Jesús Vásquez y uno de sus compañeros de la escuela Normal Fronteriza me invitaron a que los acompañara a ese puerto. Sin pensarlo dos veces acepté la invitación. No tenía que pedirle permiso a nadie, pues me había quedado solo en Mexicali para terminar la preparatoria y además nadie se iba a dar cuenta de mi escapada a dicho lugar. El resto de mi familia vivía en El Centro, en el valle Imperial, en ese entonces. En el lado gringo.
Salimos ya tarde y cuando llegamos a San Felipe ya era de noche. Nos metimos al mar por buen rato, recorrimos un gran tramo de la playa y después buscamos un lugar para dormir sobre la arena. Aunque no fue fácil dormir en esa playa que nunca duerme. Un poco antes de que saliera el sol, mis compañeros ya andaban metidos en el agua. Yo hice lo mismo. Era una agua bien caliente y agradable. Y bien salada.
La nadada nos dio hambre, así que buscamos un lugar donde comer. Encontramos uno no muy lejos de donde estábamos. Era un restaurante rústico, con pisos de madera, muy cerca de la playa. El nivel del comedor era elevado, como para esquivar las olas. Tuvimos que subir una escalera para llegar a él. El sol apenas empezaba a calar, pero no todos sus rayos nos llegaban, pues gran parte del comedor estaba protegido por viejas redes pesqueras y una fina tela de cedazo.
Jesús ordenó lo que íbamos a comer; él conocía bien el puerto y sus comidas. Lo había visitado en múltiples ocasiones. Nos trajeron tres platillos que con sólo mirarlos supe que iban a estar deliciosos. Estaban repletos de color y aroma. Cada orden traía en el centro un filete de pescado de buen tamaño. La mesera dijo que era corvina, pero Jesús nos explicó después que de seguro era cabrilla, un tipo de corvina típica de esa región que cuando está viva se esconde entre las rocas.
Cada filete venía acompañado con un colorido pico de gallo. Cebolla, tomate y chiles serranos picados, rociados con ramitas de cilantro y aderezados con jugo de limón.
En el centro de la mesa la mujer que nos atendía colocó un platón con numerosas tajadas delgadas de aguacate y cebollita verde tatemada. Con sólo ver el manjar me dio más hambre. Al tomar mi primer bocado del filete de corvina, segundos después, explotó un derroche de sabor y jugosidad. El pescado se desgajó en mi boca y a la vez engalanó mi paladar con un grato e inconfundible sabor. Una vez que alterné los bocados de corvina con pizcas del pico de gallo, aguacate y cebollita tatemada, lo que comí esa mañana me supo a gloria. ¡Qué comida!
Acá entre nos, a pesar de que la vida me ha llevado a mil rincones del mundo y que en muchos de ellos he probado lo mejor de lo mejor, nunca he podido encontrar un manjar similar al que comí ese día en San Felipe. Un día de éstos pienso regresar a ese puerto.
¡Y comer algo igual de sabroso!
AUTOR: Pedro Chávez