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Las Vicisitudes de Martita, Décima Tercera Parte

By June 27, 2018 July 4th, 2018 No Comments

IMAGEN: Uno de los miles de ranchos que abundan en el valle de Mexicali.

 

ÚLTIMO PÁRRAFO DEL RELATO ANTERIOR:

Quería descansar un poco, pues se sentía agotada. Se recostó sobre la cama, jaló la almohada y la colocó debajo de su cabeza. Le recordó cuando hacía lo mismo en el rancho después de corretear detrás de las gallinas para meterlas al corral y luego se iba a uno de los cuartos a descansar un poco. «Ahora es diferente», se dijo a sí misma y acomodó bien su cabeza sobre la almohada. Su mente se regresó al rancho y a imágenes de años atrás. Vio a su papá. Lo vio limpiando los surcos; también ordeñando vacas. Luego vio a su mamá y a varios de sus hermanos, pero para entonces las imágenes no tenían sentido. Unos segundos después se quedó dormida.

 

DÉCIMA TERCERA PARTE:

El segundo día de secundaria fue menos ajetreado. Había más orden también. A cada uno de los estudiantes se les asignó un mesabanco, en el cual se sentarían durante el resto del año. Martita escogió el primero de la hilera del lado izquierdo del salón, frente al escritorio de los maestros. En la primaria había hecho lo mismo. Le gustaba esa ubicación para poder escuchar mejor a los profesores y para tratar de evitar las habituales distracciones generadas por estudiantes mal portados.

Martita ya se había aprendido el nombre completo de cada maestro y de algunos compañeros, pero también los apodos de varios de ellos. Excepto por las mujeres, casi todos los varones gozaban de irrisorios motes. A uno lo llamaban «Zorro», a otro «Carita». Había también uno que le decían «Cepillo» por tener el pelo rebelde y parado. A otro lo llamaban «Chapulín» porque se la pasaba brincando. Más o menos la mitad de los alumnos provenían de la colonia Nueva, una zona residencial de riquillos. La otra mitad provenía de otros rumbos pero más que todo de la colonia Industrial.

No tardó mucho Martita para empezar a lucir su inquisitivo comportamiento. Preguntaba esto y lo otro y a veces corregía lo dicho por los maestros y en cierta forma pregonaba la falta de preparación que tenían algunos profesores para impartir sus materias, pero poco a poco todos la fueron aceptando, tanto compañeros como el cuerpo docente. Ya para la tercer semana Martita tenía también un acertado apodo; la llamaban «La genio». Era un sobrenombre con doble sentido. A ella no le importaba que la llamaran así, pero bien entendía el significado del mote. Ya para mediados del año escolar, le agregaron otro apodo; le decían «La enciclopedia». Lo que más les impresionaba de Martita era su conocimiento de biología, de historia universal y de geografía. Comentaba sobre las civilizaciones antiguas, las de Egipto y de Fenicia, y también de la China. Conocía de geografía mundial, de cartografía y de las distorsiones encontradas en los mapas usados para navegar, como las proyecciones Mercator. Podía hablar por horas sobre simbiosis, biocenosis y otras relaciones biológicas. Fue debido a ese perspicaz conocimiento que fue agarrando fama no sólo de estudiosa, sino también de sabelotodo. Era una verdadera enciclopedia.

Conforme pasaba el tiempo, muchos de sus compañeros se fueron acostumbrando a acudir con ella para hacerle mil preguntas sobre diferentes temas relacionados con los estudios. Ella generalmente los ayudaba, pero en algunas ocasiones también los regañaba y les decía que no fueran perezosos y que hicieran sus tareas para que no tuvieran que andar de preguntones. Pero al final de cuentas los ayudaba, especialmente al «Zorro», pues le caía bien. Era un muchacho de la misma edad que la suya y era también de rancho. Su familia tenía poco de haber llegado a Mexicali después de vivir por muchos años en una parcela cerca de Cuervos, un poblado en el oriente de ese valle agrícola. Le decían «Zorro» por ser callado pero a la vez sutil y listo. Era de ojos grandes y alertas, los cuales parecía nunca cerrar. Pero no le gustaba estudiar, aunque una vez que conoció bien a Martita, fue cambiando de parecer. La amistad que se fue generando entre él y ella fue al principio platónica. El nombre de pila del tal «Zorro» era poco mencionado excepto en las pasadas de lista de los maestros. Se llamaba Juan Manuel Martínez Franco. Vivía en la colonia Bellavista, lejos de Martita.

Los días, las semanas y los meses transcurrían con espantosa rapidez durante ese primer semestre, pues estaba generalmente muy ocupada. Martita pasaba casi todas sus horas ya sea en la escuela o haciendo tareas en casa y a veces ayudándole a su tío en el taller. Pero a pesar de ese interminable torbellino que le robaba el tiempo y no le daba tiempo para meditar sobre temas personales durante el día, por las noches Martita sufría en silencio. Le hacía mucha falta su familia: su papá, su mamá, sus hermanos y hermanas. También el rancho y todo lo que ese lugar significó para ella cuando vivió allí. Recordaba sus labores en ese campo y las correteadas que a menudo les daba a las gallinas. Extrañaba su rancho, amplio y lleno de vida. Se moría por ver de nuevo el ganado, los árboles frutales y los interminables surcos que en el verano lucían sus verdores. Extrañaba también el aroma que en las mañanas se escapaba de la cocina rústica en la cual su mamá preparaba el café y el desayuno antes de que rayara el sol. A veces no podía dormir con tanto pensar sobre ese nido familiar que la había visto crecer y sobre los seres queridos que había dejado atrás. Eventualmente el sueño la vencía y la dejaba dormir.

Pero los trajines diarios de la escuela ayudaban a Martita olvidarse de la angustia causada por la separación familiar. Una vez en el salón de clases, se llenaba de brío, de ganas de aprender más de lo que ya sabía y de seguir persiguiendo su meta, la de llegar a ser doctora. Lo mismo sucedía en el taller de su tío cuando se dedicaba con entereza a reparar aparatos del hogar. Era para ella una labor alentadora que también la llenaba de ánimo, más que todo cuando lograba hacer reparaciones que al principio parecían imposibles de ser consumadas. Las horas que ella le dedicaba a ese desafiante quehacer le brindaban una especie de desahogo mental, una terapia. Se olvidaba de todo y se concentraba en reparar los cachivaches hasta ya no dar más y tenerse que ir a dormir.

Una vez entrado el mes de diciembre, todo cambió. Ya no se angustió tanto, ya que pronto visitaría el rancho y a sus seres queridos. Lo haría en las últimas dos semanas del año, durante el descanso escolar y después de realizar los exámenes de fin de semestre. Martita se sentía feliz, excepto que le dolía no poder quedarse allí, con su tía y su tío y juntos celebrar la Navidad. «Pero iba a estar en ese rancho que la vio nacer», se decía a sí misma, «y con sus padres y sus hermanos». Ya sólo faltaba prepararse bien para los exámenes de fin de semestres y no reprobar. Una vez que los tomó los encontró demasiados fáciles.

—Y yo que me preocupaba tanto —observó.

Días después se fue al rancho. Su tía Luz y Luciano la llevaron a la terminal de autobuses y allí se despidió de ellos. Se miraban tristes los dos, pero a la vez alegres. Sabían que Martita disfrutaría plenamente esa estadía con su familia. Se sentían orgullosos de ella también, ya que había pasado con honores todos los exámenes.

Al llegar a la colonia Silva, Martita se bajó del camión y se dirigió hacia el rancho. Nadie sabía el momento exacto de su llegada, por lo cual nadie la esperaba. El trayecto hacia su casa era largo, pero a ella no le importó irse caminando. Sólo llevaba una pequeña mochila sobre su hombro que no pesaba mucho. «Pronto llegaré» se dijo a sí misma y a grandes pasos se abrió camino. Eran veredas que bien conocía y que eventualmente la llevarían a su rancho añorado. Antes de llegar a su destino, alguien la vio desde lejos. Era su hermana. Presintió que era Martita la que apresurada caminaba hacia el rancho sobre ese camino empolvado. Les avisó a los demás y pronto salieron de ese lugar dos jinetes montados en veloces caballos. Martita los notó venir y se puso contenta. Estaba segura que eran sus dos hermanos mayores, quienes venían por ella. Pero no fue así exactamente. Uno de los jinetes era su papá. Al topar con Martita se bajó del caballo con premura. Después corrió hacia ella y le dio un prolongado abrazó, de esos que parecen durar una eternidad.

 

AUTOR: Pedro Chávez

PRÓXIMAMENTE: La décima cuarta parte de este relato.