IMAGEN: Ganado joven, tipo Holstein, parecido al que tenía el papá de Martita.
ÚLTIMO PÁRRAFO DEL RELATO ANTERIOR:
Al llegar a la colonia Silva, Martita se bajó del camión y se dirigió hacia el rancho. Nadie sabía el momento exacto de su llegada, por lo cual nadie la esperaba. El trayecto hacia su casa era largo, pero a ella no le importó irse caminando. Sólo llevaba una pequeña mochila sobre su hombro que no pesaba mucho. «Pronto llegaré» se dijo a sí misma y a grandes pasos se abrió camino. Eran veredas que bien conocía y que eventualmente la llevarían a su rancho añorado. Antes de llegar a su destino, alguien la vio desde lejos. Era su hermana. Presintió que era Martita la que apresurada caminaba hacia el rancho sobre ese camino empolvado. Les avisó a los demás y pronto salieron de ese lugar dos jinetes montados en veloces caballos. Martita los notó venir y se puso contenta. Estaba segura que eran sus dos hermanos mayores, quienes venían por ella. Pero no fue así exactamente. Uno de los jinetes era su papá. Al topar con Martita se bajó del caballo con premura. Después corrió hacia ella y le dio un prolongado abrazó, de esos que parecen durar una eternidad.
DÉCIMA CUARTA PARTE:
Aunque fue una estadía relámpago, la añorada visita al rancho llenó a Martita de dicha y alborozo. Fue un regocijo que además contagió a todos, a su papá, a su mamá, a hermanos y hermanas, y hasta los perros que corrían detrás de ella y por todos los vericuetos en los que se metía. El primer día fue de fiesta y de un sinfín de preguntas. Se cocinaron pollos, se molió maíz y con él se torteó una gran cantidad de tortillas. Después se llenó bandeja tras bandeja con suculentas enchiladas, hechas a la antigua. Todas las mujeres ayudaron, incluso Martita. Como a mediados de la tarde se sirvió el manjar. Toda la familia estaba presente, pero llegaron vecinos también. Vinieron más que todo a saludar a la afamada estudiante de secundaria, a la otrora niña hiperactiva quien cuando pequeña anunció que iba ser doctora. Le hacían mil preguntas, sobre su escuela, sobre sus estudios, que si se sentía sola. Ella solo se reía y decía poco.
Varias de esas visitas le trajeron regalos. Lapiceros, cuadernos, una mochila, y otros cachivaches. Era la época de dar, después de todo. Vinieron músicos también, de esos de campo, los que llevan el canto en el alma. Gente que improvisa, de esa que arma orquestas con instrumentos inventados. Una tina convertida en tololoche, cuernos de vaca que sirven de trompetas, esqueletos de cabezas de res que marcan el compás. Hubo guitarras también, al igual que un acordeón y un violín. Después de comer se pusieron a tocar y no pararon de hacerlo hasta que se metió el sol, cuando «se cerró el changarro», como dice la gente de esos rumbos. No había tiempo para más, ya que en esos campos se trabaja desde bien temprano. Una vez que se marcharon los visitantes, Martita se fue a dormir. Estaba cansada.
El día siguiente se levantó temprano. Todavía estaba oscuro. Tenía ganas de trabajar y de nuevo corretear detrás de las gallinas, recoger huevos y también involucrarse en otras labores del rancho. Su papá le había dicho que descansara y que no era necesario que ayudara. Pero Martita insistió y le dijo que ella iba a trabajar y que más bien quería aprender cómo ordeñar las vacas y aprender también otras labores relacionadas con el cuidado del ganado. A su papá no le agradó mucho lo postulado por su hija, ya que de acuerdo con su criterio ese trabajo era de hombres; pero tampoco se negó a que ayudara. Estaba seguro que Martita pronto abandonaría su participación en el cuidado de esos animales. Era trabajo duro, según él.
Al llegar a los gallineros Martita se sorprendió al ver que una hermana menor ya estaba allí lidiando con esas aves. Trató de ayudarla, pero su hermana le dijo que no era necesario; que era su responsabilidad y que además su papá se iba a enojar si no era ella quien hacía ese trabajo. Martita entendió y se fue hacia los corrales del ganado. Allí estaban sus dos hermanos mayores, dándoles de comer a los animales. Su papá se encontraba en un galerón convertido en establo en donde se guardaba la leche recién ordeñada. Martita se dirigió a ese cobertizo para saludarlo y para tratar de aptender dichas labores. Su papá se sorprendió al verla llegar, pero al igual se puso contento. Tenía ganas de estar con su hija, su hija predilecta, la que se parecía tanto a él y que era igual de terca. La que eventualmente iba llegar a ser doctora. La quería mucho, aunque nunca se lo llegó a decir, pero sí lo demostró. Con sus abrazos sinceros y prolongados y con sus palabras dulces y bien escogidas.
—Hola papá; le traté de ayudar a mi hermana con las gallinas pero no me dejó —le dijo Martita.
—No te preocupes, como te dije, es preferible que descanses —le contestó.
—Pero yo quiero ayudar, quiero trabajar —agregó—, además, tengo ganas de andar por todo el rancho, pero trabajando, como lo hacía antes de irme a Mexicali.
A su papá le agradó la respuesta y tuvo ganas de decirle que se sentía muy orgullosa de ella y de que fuera así de «chambeadora». Pero prefirió no decirle nada. Lo haría en el momento correcto, según él, por lo cual cambió de plática y le habló sobre las vacas y acerca del cuidado que esos animales requerían. Comentó primeramente sobre las enfermedades que a veces acosan al ganado y acerca de la necesidad de tener que atenderlo día y noche, todos los días del año.
—Esas bestias no entienden de días feriados ni de domingos o de otras excusas —le explicó su papá—. Comen temprano, se ordeñan temprano. Comen tarde también y se ordeñan de nuevo. Siempre dan lata. Así es este negocio.
Martita admiraba mucho a su papá, a pesar de su modo severo y estricto. Lo quería montones. Pensó comentarle que le había hecho mucha falta durante su estadía en Mexicali, pero no se lo dijo por diferentes razones, más que todo para que no se preocupara por ella una vez que se regresara a la escuela. Tampoco lo dijo porque ella, al igual que su padre, era muy reservada en cosas del corazón y a veces se le dificultaba expresar con palabras los sentimientos que se escondían en lo más profundo de su alma. Ésa era la cruda realidad. Había heredado ese defecto de él. Conforme platicaban, Martita notó que su papá no caminaba bien, que se agarraba de la cerca y de otros objetos que se encontraban a su paso. Se preocupó por él y le preguntó que si estaba bien de salud.
—Estoy bien —le contestó—, sólo que me duele un poco el hombro izquierdo. Yo creo que dormí mal, sobre él. Es por eso que ando medio fregado.
Su papá siempre había gozado de buena salud, excepto en una ocasión cuando lo tiró un caballo rebelde mientras él lo montaba, tratando de amansarlo. Al caer se pegó contra una de las trancas del corral. El golpe fue fuerte, tanto así que tuvo que pasar en cama por toda una semana. Nunca fue a ver al doctor para que lo examinara, ya que él no creía mucho en los doctores. Una vez que sintió medio bien, se puso a trabajar de nuevo. El accidente había ocurrido hacía ya tiempo, antes de que naciera Martita.
—No te veo bien papá —le dijo su hija—. Yo creo que deberías ir al doctor para que te examine.
—¿Para qué? Para que me diga que no trabaje tanto.
Su papá cambió de tema para no hablar más de su mal y le explicó a Martita que casi compraban una máquina para ordeñar las vacas, pero al final de cuentas no lo hicieron porque era muy lento el proceso.
—Se ordeñan más rápido a mano —agregó. Trató de caminar lo más recto posible y no agarrarse de nada. Pero no sentía bien.
AUTOR: Pedro Chávez
PRÓXIMAMENTE: La décima quinta parte de este relato.