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Afición a la lectura

By January 9, 2019 July 23rd, 2019 No Comments

Aprendí a leer y escribir a muy temprana edad, antes de empezar el primer año escolar. Lo hice descifrando lo publicado en historietas de revistas de monitos. Así les decíamos a los cómics en Mexicali, el pueblo que me vio nacer y donde viví hasta los dieciséis años de edad. Los cómics que más me gustaban eran los del Pato Donald y del Conejo de la Suerte (Bugs Bunny). Pero también los del Pájaro Loco. No recuerdo exactamente cómo llegó a mis manos la primera de esas revistas, pero de otra cosa sí me acuerdo: no tenía a nadie que me las leyera. Fue por eso que aprendí a hacerlo yo mismo, con la indirecta ayuda de mi mamá y de mi hermana mayor, quien apenas empezaba a juntar letras y consonantes, tratando de comprender el contenido de su libro de primer año.

Eso de leer cómics se convirtió en un rito diario y algo que hice hasta ya bien entrada la adolescencia. Para ese entonces, a fines de los años cincuenta, leía más que todo los mentados Clásicos Ilustrados, revistas con historietas basadas en novelas famosas, pero publicadas con diálogo y dibujos. Fue en ellas en las cuales leí obras de Julio Verne, de Honorato de Balzac y de Víctor Hugo. Entre paréntesis, ya para esos tiempos se me había metido en la cabeza que en un día no muy lejano yo también sería escritor.

Pero fue en la escuela primaria cuando leí por vez primera un libro de ficción, de esos que tienen tapa dura y que cuestan un ojo de la cara. Bueno, de la cara de mi papá, ya que fue él quien pagó por el mismo. La obra se llamaba Corazón, diario de un niño, un texto de lectura que fue requerido por mi profesor de cuarto año en la escuela Presidente Alemán. Se trataba de la versión en español de la obra original escrita por Edmundo de Amicis, cuya primera edición fue publicada en Italia en mil ochocientos ochenta y seis. Cuorefue su título en italiano. Pero antes de que les siga contando sobre el contenido de dicho diario de un niño, déjenme decirles que a pocos días de haberlo adquirido, me lo robaron en el salón de clases. Nunca se supo a quién se le antojó adueñarse de mi libro, a pesar de que mi papá fue a la escuela a quejarse del robo y que mi maestro supuestamente lo investigó. Lo más triste del caso fue que me tuvieron que comprar un segundo ejemplar de dicha obra. Eso le costó a mi papá otro ojo de la cara.

Aunque el libro era una especie de diario, supuestamente escrito por un niño (ficticio) de tercer grado que estudiaba en una escuela municipal de Italia, en él también se encontraban cuentos mensuales. Uno de ellos era un relato titulado De los Apeninos a los Andes, acerca de un niño de trece años de edad llamado Marco. Me impresionó mucho ese cuento, no sólo por su contenido literario, sino por el dibujo que acompañaba el relato: un niño que salía de su natal Génova (Italia) rumbo a Sudamérica, en busca de su madre. La mamá se había ido a Buenos Aires, Argentina dos años antes con la intención de trabajar como niñera con una familia rica, esperando ganar suficiente dinero para poder ayudar a los suyos. Eran tiempos económicamente difíciles en Italia; algo que sucedió en esa recién unificada nación durante la segunda mitad del siglo diecinueve.

Fue un cuento muy conmovedor también, el cual nunca se me ha olvidado. Años después, nuestra propia travesía a un país extraño, cuando emigramos a los Estados Unidos, me hizo recordar a la mamá de Marco. Al igual que ella, mi familia y yo dejamos nuestro terruño en busca de trabajo. Sólo que nosotros lo hicimos por tierra, cruzando una ya conocida garita y en un auto viejo. La mamá italiana lo había hecho en un gran barco, a través de los mares y de un continente a otro.

Leí otros libros después, y también revistas sobre política, como Siempre, pero para ese entonces yo ya estaba en la secundaria. Uno de los libros que me gustó mucho fue la novela escrita por José Rubén Romero, titulada La vida inútil de Pito Pérez. Me la prestó un amigo que conocí en las oficinas de Recursos Hidráulicos en Mexicali. Él era dibujante de planos, quien en las noches estudiaba para maestro. Era mayor que yo. Vivía con su papá en la colonia Cuauhtémoc, no muy lejos de mi casa. Tanto a él como al papá les gustaba leer y tenían muchos libros, entre ellos una colección de lujo de dos tomos de Las fábulas de Esopo. Ésa no me la prestaba mi amigo, pero le podía echar ojo en su casa. Yo creo que logré leer completamente los dos tomos.

Mi afición a la lectura creció montones en esos tiempos. A menudo soñaba con poder comprarme este libro o el otro, pero eran sólo sueños. Aunque yo ganaba bien vendiendo periódicos y chicles y limpiando zapatos, le daba casi todas mis ganancias a mi mamá para ayudar con los gastos de la casa. El dinero siempre faltaba en ese hogar, más que todo en el invierno cuando a mi papá se le escaseaba el trabajo en el otro lado de la frontera. Además, éramos muchos. Pero casi siempre me quedaba alguito, dinero que yo guardaba para poder gastarlo después, más que todo para comprarme caprichos. Uno de esos antojos tenía que ver con un libro de poesía titulado El tesoro del declamador. Hacía tiempo que le había echado ojo a ese tomo. Tenía una gran rosa roja en la portada y estaba repleto de creaciones de los mejores poetas de la lengua española. Pero estaba carito también. Costaba casi veinte pesos. Un verdadero ojo de la cara.

Recuerdo como si fuera ayer el día que lo compré. No tenía dinero suficiente para pagar por él, pero me metí a la librería de todas maneras y le pregunté al encargado del lugar que si me lo podía vender por el monto que traía conmigo. Una vez que contó mi dinero me dijo que no era suficiente y me preguntó que si acaso traía algo más. Le dije que sí, pero que era dinero para pagar el pasaje del camión.

—Si quieres te lo llevas, pero me tienes que dar también lo del autobús.

Yo le dije que no podía hacerlo, que estaba muy larga la caminata a mi casa y que prefería esperarme y comprar el libro en otra ocasión. Así que le regresé la añorada colección de poemas; él la colocó de nuevo en una vitrina que daba hacia la calle. Pero yo me quedé allí por un buen rato, viendo otros libros. Él siguió haciendo su trabajo, limpiando esto y lo otro. Acá entre nos, yo esperaba que el empleado cambiara de opinión y que me vendiera el libro por lo originalmente ofrecido, pero nunca lo hizo, a pesar de que no se paraban allí clientes algunos, ni siquiera una mosca.

—Está bien —le dije casi una hora después—. Te voy a dar todo lo que traigo.

El empleado de mal modo extrajo el libro de la vitrina y me preguntó que si quería que lo envolviera, después de haberme quitado hasta el último cinco que yo traía en el bolsillo.

—No es necesario envolverlo —le dije—. ¿Para qué?

Aunque pensaba irme a casa caminando, opté por lo casi imposible y me dirigí hacia la terminal de autobuses y le pedí a uno de los camioneros que me dejara subir sin pagar. Le pensaba decir una mentira piadosa, pero no lo hice. Recordé todo aquello que había leído en las fábulas de Esopo, que uno tenía que acatar los valores personales y que era mejor decir la verdad. Así que fue de esa manera como procedí y le dije al chofer que me había gastado hasta el último centavo comprando ese libro, incluso hasta lo del pasaje. El camionero me miró a los ojos y sin mucho pensarlo me dijo que me subiera.

—Está bien, súbete chavalo, pero que sea la última vez que me lo pides —me dijo y echó andar el camión.

Se me hizo corto el viaje de regreso a casa ya que pasé todo ese tiempo leyendo poema tras poema. Cuando llegó el autobús a mi parada en la colonia Cuauhtémoc, el camionero me dijo que me bajara. A mí se me había olvidado jalar la cuerda del timbre. Yo creo que ya me conocía y sabía además en dónde me tenía que bajar.

—Espero que valga la pena ese libro —me dijo.

Yo le di las gracias y me fui corriendo a mi casa para pronto poder seguir leyendo todos esos poemas.

AUTOR: Pedro Chávez