CUENTO CORTO
Marta fue su nombre de pila, pero más bien fue conocida como Martita; así la llamaron desde su primer día de vida. Nació en un rancho, a mediados de los años cuarenta, en la colonia Silva, no muy lejos del río Colorado. Tenía tres hermanos, dos hombres y una mujer, pero habían seis más por llegar. Sus papás eran de Jalisco, de Los Altos, de acuerdo con alguien que supuestamente los conoció bien, aunque es casi seguro que esa persona se haya equivocado, pues todo parece indicar que eran de otro lugar. Así es cuando no se escriben las cosas y uno tiene que andar preguntando esto y lo otro a personas que ni siquiera tuvieron velas en ese entierro.
Les digo todo esto porque también les quiero advertir algo: los pormenores de Martita los he ido recogiendo a poquitos, aquí y allá, de muchas bocas. Son pedacitos de información que a veces no encajan o que dicen cosas contrarias. Pero así es cuando las cosas no se escriben, como ya se los dije. Claro, en aquellos tiempos cuando montones de mexicanos de otros rumbos se vinieron al valle de Mexicali a participar en la repartición de tierras, muchos de ellos no sabían leer o escribir. Así era en esos tiempos; mucha de esa gente de rancho había estado bajo el yugo de los latifundistas, de los hacendados, quienes no permitían que esos mexicanos, que eran casi esclavos, aprendieran nada. Eso, por supuesto, fue antes de que estallara la revolución, mucho antes de que miles y miles y más miles de hombres y mujeres fueran engullidos por la mentada«bola». Aunque, acá entre nos, después de esa bulla revolucionaria surgieron nuevos mandamases que tampoco querían que la gente aprendiera a leer y escribir.
Pero ya me estoy saliendo del tema de este escrito y además me estoy empezando a enojar con sólo pensar en esa guerra civil y en todas las cochinadas que aún ocurren en nuestra tierra. Ese tema mejor lo guardo para el futuro, pues nada me gano con hablar de él ahora. Lo único que voy a hacer es enojarme y si mi enojo, a la mejor se me quitan las ganas de seguir escribiendo. Por supuesto, a mí me gusta escribir y contar cosas que se deben decir, como éste, el caso de Martita, así que les seguiré hablando sobre ella y sus vicisitudes.
El rancho de la familia de esa niña era de buen tamaño; tenía, según lo contado, veinte hectáreas de extensión. Era tierra plana, al igual que casi toda la otra, la del resto del valle de Mexicali. Recibía el agua de riego a través de canales que se desprendían del río Colorado. Durante los primeros años de trabajar esa parcela, se sembró sólo algodón, pero conforme la tierra empezó a perder su poder productivo, la familia fue forzada a alternar la siembra con otros plantíos. No lo querían hacer porque el cultivo del algodón, el llamado «oro blanco», era muy rentable, pero sólo cuando la tierra estaba buena. Una vez cansada, había que sembrar otros tipos de plantas. Fue por eso que el padre de Martita optó por cultivar alfalfa y trigo. Eventualmente, en parte del terreno se plantaron también naranjos y toronjos.
Para esos tiempos ya no había dinero disponible ni préstamos del gobierno para financiar los cultivos, así que la familia de Martita, al igual que otras familias en ese valle, tuvieron que rascar por todos lados para sobrevivir. Con ese fin en mente, empezaron a criar gallinas y otros animales. Poco a poco fueron comprando cabritos y becerritos. Con el pasar de los años esos animales se convirtieron en enormes cabras, vacas y toros. Tenían ganado del bueno, se dieron cuenta, el que daba mucha leche y la que se usó no sólo para alimentarse a sí mismos, sino para venderla y convertirla en todo tipo de quesos, mantequillas y otros productos lácteos. Eso fue la salvación de ese rancho.
Para llegar a esa prosperidad, sin embargo, pasaron todos ellos por una infinidad de penurias. Toda la familia trabajó duro. El papá lo exigía. Se levantaban temprano, mucho antes que cantaran los gallos. Les daban de comer a los animales, después recogían los huevos de las gallinas y ordeñaban las vacas y las cabras. Unos se dedicaban a la producción de los quesos y las mantequillas, otros a las cremas y los jocoques, pero eventualmente casi todos, excepto las mujeres, se iban al campo a cuidar los sembríos y la huerta de naranjos y toronjos, los siete días de la semana.
Para poder dedicarle más tiempo a las labores del rancho, ninguno de los hermanos o hermanas de Martita llegó más allá del tercer año de la primaria. Ella fue la única que eventualmente nunca dejó de ir a la escuela. Los papás permitieron que los hijos abandonaran los estudios porque, según ellos, las necesidades del rancho lo justificaban. «Eran necesarios esos hombros y esas manos para alcanzar el éxito», decían. Y se debió a eso que por varios años trataron de convencer a Martita para que al igual que los demás dejara de ir a la escuela. Pero ella nunca lo hizo porque desde muy chiquita se le había metido en la cabeza que iba a ser doctora. Nadie llegó a saber de dónde había sacado ella esa idea, la de estudiar medicina. Aunque por años sus padres y sus hermanos y hermanas trataron de quitarle eso de la mente, nunca lo lograron.
—Las mujeres no necesitan estudiar —le decía su papá—. Las mujeres son del hogar y lo único que tienen que aprender es ser buenas amas de casa, ser hacendosas. Con sólo aprender a cocinar y a hacer tortillas es suficiente.
El papá también comentaba que para las mujeres lo más importante era «encontrarse un buen esposo», alguien que fuera trabajador y que las mantuviera. Martita, sin embargo, nunca hizo caso a lo dicho por su padre y a pesar de miles de obstáculos siguió yendo a la escuela después de haberla empezado.
—Era muy terca —contaron los que la conocieron bien—, pero también muy inteligente y enfocada en lo que quería. Se le había metido que iba a ser doctora y fue imposible sacarle ese pensamiento de la cabeza.
Antes de que aprendiera a caminar, Martita era ya un torbellino. No se quedaba quieta. Movía las manos, miraba para todos lados, gritaba, se reía, y una vez que pudo gatear, se escabullía por todos los rincones de esa casa en ese rancho. Era curiosa también y recogía e inspeccionaba todo lo que encontraba en su recorrido. En una ocasión, su mamá la encontró jugando con un alacrán. Se divertía con él en el piso de tierra de la recámara. Movía dos de sus dedos sobre el suelo para que el alacrán los siguiera. Y eso es lo que hacía ese pequeño, pero peligroso animal. Seguía los dedos de Martita. Ella daba grandes carcajadas y entonces arrastraba los dedos hacia el lado contrario para que de nuevo los siguiera el temible escorpión. Gran susto se dio su mamá cuando llegó al cuarto atraída por el escándalo. Con un brazo recogió a la niña del suelo y con el otro se quitó la chancla para darle una infinidad de golpes al alacrán.
Hubo similares incidentes con otros animales. A cado rato, por ejemplo, la encontraban jugando con inofensivas cachoras. Las agarraba de la cola y no dejaba que dichas lagartijas se escaparan. También se entretenía con los perros; habían varios canes en ese rancho. Se colgaba de ellos, los jalaba del pelo, los empujaba. Cuando los perros se apartaban de ella, cansados de tanto ajetreo, Martita los buscaba a gatas hasta dar con ellos y de nuevo repetía la jugarreta. Eran mansitos esos animales. Nunca le causaron daño. Una vez que empezó a caminar, las diabluras de la niña se multiplicaron. Ya no eran los perros ni las cachoras con los que se dedicaba a jugar. Se iba a las afueras de la casa con el fin de hacer de las suyas con los patos, las gallinas, y los gallos. Los correteaba por todos lados, pero nunca los alcanzaba. En una ocasión, sin embargo, uno de esos gallos malhumorados, de esos que no aguantan los jueguitos de los niños, se fue detrás de Martita. Ella pensó que él venía a jugar, pero el gallo traía otra intención en mente. La quería picotear y establecer que era él quien mandaba en ese lugar. Que susto se llevó la pobre niña. Afortunadamente, uno de los perros fue a salvarla y casi mata al gallo. Así eran esos perros. Buenos para cuidar a los niños.
Conforme fue creciendo, Martita se convirtió en el show de esa casa también, y de acuerdo con lo contado, también de la comarca. Hacía y decía cada cosa. Todo mundo sabía de ella. Además le encantaba la atención. Levantaba un pedazo de palo y se lo ponía junto a la oreja como si fuera teléfono. Según ella, hablaba con esta persona y la otra. Se hacía pasar por otros también. Imitaba voces, cadencias, modales. Era un gran show como ya lo dije. Casi todos se preguntaban de dónde había sacado eso del teléfono, pues esos aparatos eran casi completamente desconocidos en esos ranchos, en esos lares. Pero ella los conocía bien. Así parecía. Pero es muy seguro que gran parte del conocimiento de Martita lo había obtenido por medio de la radio ya que pasaba largas horas frente a uno de esos aparatos, ubicado en la única recámara de esa casa. Lo encendía, le subía el volumen, cambiaba las estaciones y hacía de las suyas con él. Para conservar la carga de la enorme pila, los adultos la mantenían casi siempre desconectada del radio cuando no estaba en uso. Pero Martita sabía como conectarla y encender el aparato. A los escasos cuatro años de edad, ella operaba ese artefacto radiofónico mejor que nadie y se daba gusto con él en las mañanas, durante las programaciones de cuentos infantiles. Mientras los hombres andaban en el campo trabajando y su mamá en la cocina preparando el almuerzo, Martita pasaba el tiempo pegada a él. No se perdía ningún programa para niños. Pero también se entretenía con la programación para adultos. Escuchaba radionovelas, noticias, notas rojas, de todo. Se reía, se asustaba, echaba gritos, a veces carcajadas, pero más que todo pasaba esos ratos con la oreja casi pegada a ese aparato mágico. Sabía de artistas, de música y siempre estaba al tanto de las noticias del día.
En una ocasión acompañó a su mamá y a un hermano mayor al consultorio de un doctor que ejercía su oficio cerca de ese rancho. Aparentemente fue esa experiencia la que infundió en Martita el deseo de estudiar la carrera de medicina. Una vez en casa, ella empezó a imitar las acciones del doctor. Había sacado de no sé donde un cinturón viejo el cual colocó sobre su cuello y con la cooperación de una hermana menor de escasos dos años de edad, Martita realizó una jocosa versión del juego de doctora. Le colocaba la hebilla del cinto en el pecho a su hermana y se ponía el otro extremo de la correa en su oído. Después hacía que abriera la boca y tosiera. Le tomaba el pulso y también inspeccionaba el oído. La pantomima duró por buen rato, aunque eventualmente su hermana menor se cansó del juego y dejó de participar en él.
Martita tenía poco más de un mes de haber cumplido los seis años de edad cuando empezó a ir a la escuela. Sus papás habían insistido en que se esperara un año más, pues consideraban que estaba muy chica todavía, pero ella se empeñó en hacerlo a esa edad y así fue. Antes de poner pie en el aula, ella ya sabía leer y escribir y también dominaba a la perfección las tablas de multiplicar. Además de ser muy lista y precoz, Martita demostraba ya, a esa temprana edad, la garra que durante toda su vida la ayudó a cumplir sus metas.