IMAGEN: Paella, una delicia española, muy parecida a la paella que comimos en La Mancha.
Durante los casi setenta y tres años de andar rodando en este valle de júbilo, y a veces de lágrimas, he tenido la oportunidad de comer bien. Es por eso que estoy medio gordito. Es que me gusta la buena comida. No tiene que ser cara o exótica, lo único que pido es que sea sabrosa y que no engorde mucho. Tengo además un paladar universal; ingiero de todo, excepto piedras. Esas las dejo en el camino. Trato de evitar la comida chatarra, aunque de vez en cuando me echo un buena hamburguesa acompañada con bastantes papas fritas. Pero lo que más me apetece, acá entre nos, es la comida nuestra, la de nuestros pueblos. Enchiladas, tamales, tacos, arepas, pupusas, menudo, huevos rancheros, pan dulce (acompañado con una taza de café negro y sin azúcar) y un montón de otros manjares. Es que la comida nuestra es buena; con ella crecimos y con ella nos criaron.
No cabe duda, cuando de comer se trata he tenido suerte. Con eso de que he sido muy vago y he andado hasta «donde el diablo perdió la chaqueta» como dicen los ticos, he comido de todo, en restaurantes, en chinamos y en otros puestos de comida, y en casa (propia y ajenas).
En Panamá, por ejemplo, me harté casi a diario con empanadas, de esas que tiraban a chilenas o argentinas. También consumí carne en palito; los chuzos que vendían en la calle. En una ocasión y en la casa de una amiga mi paladar hizo fiesta con un inolvidable almuerzo de hígado, arroz, lechuga y tomate. Comí además churrascos, más que todo en La Tablita, un restaurante al aire libre (conformado por un gran bohío) sobre la carretera Transístmica, la que conectaba a la ciudad de Panamá con Colón. Pero lo que más recuerdo de ese país es la comilona que me di en el Rancho Carta Vieja, en la provincia de Chiriquí. Sucedió durante una gira a la fábrica de ron que allí se producía. Nos sirvieron chicharrones, yuca y plátano frito, trocitos de carne de cerdo y otras delicias, todo acompañado con suculentos daiquiris.
Otros países han ofrecido parecidas tentaciones culinarias. Cuando vivimos en España, por ejemplo, mi esposa y yo comimos mariscos a lo loco, desde boquerones, pulpo y calamar hasta las más exquisitas gambas a la plancha. En Segovia nos deleitamos con cochinillo al horno, en un mesón madrileño con sustanciosos churrascos, y en una casa en La Mancha, ubicada a un lado de una de sus carreteras, consumimos una enorme paella. Comimos también gazpacho y cocidito madrileño y en varias ocasiones riquísimas costillitas de cerdo, en un lugar cercano a la base aérea de Torrejón (acompañadas con una gran jarra de sangría).
En Costa Rica, el país de mi esposa, en el cual me casé y en donde también he vivido, los ofrecimientos culinarios han sido igual de apetitosos. Desde las inigualables «bocas» (botana) del México Bar hasta los deliciosos tamalitos ticos. Sin dejar a un lado el más típico de todos los platillos de ese país centroamericano: el gallo pinto. Recuerdo bien la primera vez que lo consumí; fue en Puntarenas, en 1970, durante nuestra luna de miel. Lo vi listado en el menú a precio bastante cómodo. Yo me imaginé que se trataba de un pedazo de pollo que allí era conocido como gallo pinto. Así de menso era yo en ese entonces. Mi esposa se echó a reír y me explicó de qué trataba dicho platillo. Lo ordené de todas maneras y no me arrepentí de haberlo hecho. Era arroz mezclado con frijol negro y aliñado con chile dulce y trocitos de cebolla. Al lado me sirvieron un poco de huevo revuelto. Fue una ricura.
En Costa Rica también llegué a comer ceviche peruano. Fue en un lugarcito, pequeñito, dentro de un centro turístico en San José llamado El Pueblo, el cual ya desapareció. El empleado me preguntó que si le ponía chile picante al ceviche.
—Claro que sí —le dije, como buen mexicano—. Póngale bastante.
Les voy a confesar algo. Nunca me imaginé que el ají (así le dicen al chile picante por esos rumbos) fuera tan picoso. Estuvo sabroso el ceviche, pero ese mentado ají me hizo chillar.
También les tengo que confesar otra cosa. Aparte de lo que como en la cocina de nosotros, en donde reinan los platillos preparados por mi esposa (Vilma, la señora Picapiedra y una gran chef), la mejor comida no es la de restaurantes, sino la de casa ajena. Como por ejemplo, las arepitas que nos invitaba una vecina colombiana o el ajiaco que llegué a comer en casa de otra colombiana que vivía en estos lares, en el norte de Texas. O las papas a la huancaína que repetidamente ha preparado una amiga peruana. Han habido otros platillos de otras amigas de mi esposa y de otros países, pero mejor dejo esas anécdotas para otra nota, ya que la actual anécdota se está haciendo demasiado larga.
Pero antes de despedirme me gustaría mencionar que una nueva amiga de mi esposa (y mía también por supuesto), quien llegó aquí de Venezuela, me tiene intrigado, ya que no sé si le guste cocinar o no. Creo que era abogada en su tierra; parece que eso escuché. Pero me han dado ganas de pedirle que prepare unas hallacas, ya que desde hace rato traigo el antojo de comerlas. Pero no se lo he pedido porque presiento que esa bella dama no cocina. Eso sospecho y estoy casi seguro que allá en su tierra tenía gente que le cocinara las hallacas. Claro, espero estar equivocado y un día de estos darme cuenta que dicha amiga me sorprenda y me diga que no sólo hallacas sabe hacer, sino también arepas, de esas sabrosuras al estilo venezolano.
Aunque tengo mucho más que contar acerca de comida de otros países por los que he andado, por ahora tengo que darles un inesperado adiós ya que me entró el hambre. Con tanto hablar de comida y de todos esos platillos que en antaño he disfrutado, acabo de recordar que en la refri se encuentran unas pupusas y unos tamales de elote salvadoreños que llevan mi nombre. Los compré ayer en un restaurante cercano a mi trabajo. Mi esposa ya se comió la porción que le tocaba a ella. Lo que queda es mío y me lo tengo que comer antes de que Vilma me gane y se lo coma ella, ya que esa comida le encanta. Se parece mucho a la de Costa Rica. La de su pueblo. Y de su mamá.
Buen provecho.
AUTOR: Pedro Chávez