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Nuestra madre, perseverante hasta el final

By January 21, 2019 June 30th, 2019 No Comments

Con eso de que se acerca otro aniversario del fallecimiento de nuestra madre, les voy a contar otro cachito sobre la vida de esa señora. Ella terminó sus días en un hospital del norte de California, el catorce de febrero del año 2008, el día de San Valentín y de la amistad, rodeada por sus hijos, amigos y parientes. Estaba a punto de cumplir los ochenta y dos años de edad. Previamente les conté algo sobre esa dura despedida del ser que trajo al mundo a once de nosotros, así que esa parte no la voy a repetir. Pero sí les pienso mencionar otro detalle que tiene que ver con la fuerza interna que por lo general proliferó en la mujer que nos engendró y nos crió, Lydia García Espinoza de Chávez.

Aunque nuestra madre fue única para nosotros, estoy seguro que a través de los años, en nuestro pueblo y en otras tierras, han existido y siguen existiendo mujeres con similares características, igual de obstinadas, de emprendedoras, y con ejemplares cualidades maternales. No cabe duda, grandes mujeres y grandes madres siempre han abundado en nuestros pueblos. Es por eso que muchos de nosotros hemos aprendido a portarnos bien y a respetar al prójimo. A trabajar duro, a estudiar, y al igual que nuestros progenitores, a ser buenos padres de nuestros propios hijos. Eso digo yo.

Lo que les quiero contar ahora tiene que ver con el tipo de trabajo que nuestra madre eventualmente logró desempeñar en los Estados Unidos: ser empleada de una enlatadora (a las que por estos rumbos llaman «canerías»). Se trata de un oficio que por años ella quiso hacer pero que no consiguió sino hasta después de cumplir más de cuarenta años de vida. Una vez que empezó a trabajar en una de esas plantas industriales, se quedó en ese gremio por más de veinte años, hasta el día cuando se pensionó.

Recuerdo muy bien cuando ella y yo hicimos fila en una de esas empresas en Stockton, California, la Flotill Cannery, esperando que nos emplearan. Fue en el verano de mil novecientos sesenta y tres. Era una fila larga formada por hombres y mujeres deseosos de una oportunidad para trabajar en la mentada «canería». El empleo era de temporada, pero una vez que te seleccionaban, empezabas a acumular antigüedad y para el año siguiente te llamaban para que trabajaras de nuevo, conforme lo ordenara dicha prioridad. Ya no tenías que hacer fila. Era además trabajo de sindicato, bien remunerado.

El primer día no nos llamaron ni tampoco el segundo. Para el día tres yo decidí irme a trabajar al campo, recogiendo duraznos; ella regresó a la envasadora, esperanzada. Pero la suerte no la acompañó y eventualmente decidió también irse al campo a buscar otro tipo de empleo. Desafortunadamente, en esos ranchos de California se ganaba una cochinada. Se aprovechaban de uno.

Año tras año, sin embargo, nuestra madre se dirigía a una de esas «canerías» en busca de una oportunidad para trabajar allí. Lo hacía a principios del verano, cuando empezaba la temporada para enlatar tomates, peras, duraznos y no sé qué más. Después de hacer fila por varios días, sin éxito alguno, se daba temporalmente por vencida y se regresaba al trabajo de campo. «El año que viene voy a tratar de nuevo», se decía a sí misma. Y eso hizo por muchos años hasta el día cuando le dieron el sí y la escogieron para incorporarse en una de esas plantas industriales.

Fue en la enlatadora Tri-Valley en donde nuestra madre trabajó por el resto de sus años laborables. Al principio lo hizo en turnos diurnos, pero eventualmente en horas menos deseadas, como por ejemplo en turnos que daban comienzo poco antes de que anocheciera y en los que empezaban a la medianoche. Lo hizo también en diferentes plantas de esa empresa; en Lodi, en Stockton, y después en un pueblito al sur de Modesto. Era buen trabajo, pero a la vez no muy bueno. Aunque le pagaban bien a todos los empleados en esa industria, el quehacer era duro. Para las mujeres especialmente, pues se la pasaban de pie durante todo el turno, sorteando frutas o verduras o jalando esto y lo otro. Era a veces trabajo pesado que antes era sólo para hombres pero que después se lo dieron también a las mujeres debido a la supuesta liberación de las mismas y de la igualdad en el trabajo. Como dice el dicho, «Salieron de Guatemala para entrar a Guatepeor».

Aunque al principio sólo trabajaba durante la temporada de las diferentes cosechas, conforme pasaron los años y debido a la antigüedad que iba acumulando, el ciclo laboral de nuestra madre también fue aumentando. En lugar de trabajar en esa planta por cuatro o cinco meses durante el verano y la entrada del otoño, le tocaba después quedarse allí ya bien entrado el invierno. El trabajo para ese tiempo ya no tenía que ver con sortear frutas o verduras, sino con otras funciones más pesadas. Como por ejemplo, jalando enormes contenedores repletos de latas y haciendo esto y lo otro en las afueras de la planta, en la intemperie, durante los inclementes meses de invierno. Ella nunca se quejó de ello, a pesar de los eternos achaques en las piernas y los interminables dolores de espalda y de cadera.

La última planta en la que trabajó estaba ubicada como a cuarenta kilómetros al sur de su casa. El trayecto a dicho lugar era hecho mayormente por súper carretera y en una zona en donde no habían muchos retrasos causados por cuestiones de tráfico. Pero viajar en esa carretera durante las altas horas de la noche, en el invierno, y bajo el acoso de la neblina, el recorrido era otra cosa. En una ocasión cuando nuestra madre regresaba a casa poco después de la medianoche, la neblina estaba tan espesa que la visibilidad en la carretera llegaba casi a cero. Ella se asustó y decidió salirse del camino y buscar refugio en una gasolinera en la orilla de esa vía. Una vez a salvo, llamó por teléfono a quien pudo para que vinieran a recogerla. Una prima y una de mis hermanas fueron a ayudarla y eventualmente la llevaron a su casa, también a su auto. Yo estaba en la Fuerza Aérea en ese entonces, muy lejos de esos lares.

Un incidente en esa carretera en otra ocasión no tuvo similar desenlace; fue más bien trágico. Nuestra madre había trabajado de nuevo en el turno que finalizaba en la medianoche. Iba de regreso a casa. No había neblina ni otra condición peligrosa durante ese trayecto, pero se sentía cansada. Eso lo contó después. Las labores de esa noche habían sido mucho más pesadas de lo normal, explicó.

Es casi seguro que ese desmesurado cansancio la venció y como a medio camino se quedó dormida. Su auto se volcó tres veces al salirse de la carretera y caer en un terraplén. Ella sobrevivió el accidente, pero terminó internada por más de una semana en un hospital de la ciudad de Modesto. Allí la visitamos todos después de darnos cuenta del infortunio. Yo ya había salido de la fuerza aérea y vivía en un pueblo cercano. Me impresionó verla en esa camilla de hospital, inmovilizada y llena de moretones. Ella apenas podía hablar.

—Me quiero morir —me dijo.

—No digas eso —le contesté.

Me imaginé lo que de seguro sufría nuestra madre en ese momento. Se le habían fracturado varios huesos y todo su cuerpo se había sacudido repetidamente durante la volcadura. La salvaron el cinturón de seguridad y las bolsas de aire del auto. Poco después de salir del hospital regresó a su trabajo en la enlatadora. Pero nunca quedó igual. Los achaques en las piernas, en la cadera, y en la espalda incrementaron. Sin embargo siguió trabajando hasta el día cuando logró pensionarse, a los sesenta y cinco años de edad.

Vivió por casi veinte años adicionales. A pesar de todos esos dolores que la seguían castigando, su disposición nunca se aminoró y fue muy positiva hasta el final de sus días. Incluso en su última morada, en el cuarto de otro hospital, cuando su cuerpo descansaba sobre otra camilla y desde sus labios callados parecía desprenderse una leve sonrisa.

AUTOR: Pedro Chávez