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De civil a conscripto y los albures de dicho oficio

By March 8, 2019 No Comments

IMAGEN: Lackland AFB, San Antonio, Texas. Base militar en donde aún se entrenan los reclutas de la Fuerza Aérea de los Estado Unidos.

* * *

Tenía menos de año y medio en la Fuerza Aérea cuando recibí órdenes para desplazarme a la base militar de Albrook en la Zona del Canal, República de Panamá. Fue en enero de mil novecientos sesenta y siete cuando llegué allí; todavía no cumplía los veintiún años de edad. Me enviaron a esa base por pura suerte, pero también como consecuencia de quejarme y haber echado berrinches en mi destacamento previo, en Scott AFB, cerca de Belleville, Illinois, en la Unión Americana. En ciertas ocasiones vale la pena decir las cosas y no dejar que terceros se aprovechen de uno. Digo yo.

Llegar a ese país centroamericano, a Panamá, y formar parte del personal que atendía las necesidades de la Academia Interamericana de las Fuerzas Aéreas, fue una asignación que me cayó del cielo. Mi estadía iba a ser por dieciocho meses, pero me quedé allí por casi cuatro años. Extendí mi permanencia en esa base por diferentes razones, pero más que todo porque era esa una chamba a todo dar y porque estar acantonado en dicho lugar me trajo gratas situaciones. Después les cuento una que otra de algunas salerosas anécdotas que se llevaron a cabo en ese lugar idílico. Pero antes de hacerlo, déjenme contarles cómo fue que me alisté en la Fuerza Aérea de los gringos.

Una vez cumplidos los dieciocho años de edad, me tuve que inscribir en el mentado «draft» (en la lista de reclutas potenciales para el servicio militar). Tenía apenas dos años de haber inmigrado a los Estados Unidos. A pesar de no ser ciudadano de dicho país y de sólo tener visa de residencia permanente, existía la posibilidad de que me llamaran y me metieran al ejército. Ay, ay, ay. La guerra en Vietnam se ensanchaba más cada día. Aunque iba a la universidad en ese entonces y ello me ofrecía una excusa provisional para que no me reclutaran, en agosto de mil novecientos sesenta y cinco decidí alistarme en la Fuerza Aérea. Yo creo que lo hice para andar de vago y conocer otras tierras. Aunque también para no terminar como carne de cañón en el «Army». Después de pasar los exámenes de admisión y de que mi solicitud fuera aceptada por la U.S. Air Force, me mandaron a Oakland, California a jurar bandera. Ese mismo día yo y otros incautos volamos de San Francisco, California a San Antonio, Texas. Después nos llevaron en un autobús a la base aérea de Lackland. Allí íbamos a estar destacados por tres meses, en la fase de entrenamiento básico.

Llegamos a la base bien tempranito, antes de que rayara el sol. Todos nos encontrábamos medio dormidos, pero también contentos, pues según nosotros la estadía en dicho lugar iba a ser un constante fiestón. ¡La sorpresa que nos llevamos! Desde el momento que salimos del autobús que nos había traído del aeropuerto nos sumimos en una inesperada pesadilla. Los sargentos y sus ayudantes nos gritaban, nos empujaban, y hacían que nos paráramos en atención. Nos llevaban de una lado a otro, firmando esto y lo otro, recogiendo uniformes, cortándonos el pelo, y haciendo fila para que nos vacunaran repetidamente con tremendas pistolas de aire. Una vez en las afueras de nuestra barraca y después de estar allí escuchando instrucción tras instrucción, uno de los sargentos nos dijo que nos podíamos sentar sobre el piso asfaltado. ¡Que alivio!

Segundos después anunció que íbamos a tener un «G.I. party», una fiesta de soldados. Todos nos entusiasmamos; según nosotros nos iban a agasajar con un homenaje de bienvenida. ¡Ah!, pero pronto supimos lo que dichas fiestas significaban. Una vez dentro de la barraca y después de colocar nuestros tiliches en los baúles y armarios asignados a cada uno de nosotros, nos cayó el veinte. Dichas fiestas no significaban pachangas, sino limpieza del lugar en grupo.

—No quiero ver mancha alguna en esos pisos del dormitorio o de los baños —gritó uno de los sargentos—. Sólo quiero ver traseros y codos sobre esos pisos.

—Sus almas posiblemente les pertenezcan a Dios, pero por ahora ustedes son de nosotros —gritó el otro sargento. Esos dos superiores iban a ser nuestros instructores durante los siguientes tres meses.

Yo nunca me imaginé que la Fuerza Aérea fuera así y en varias ocasiones de ese primer día me pregunte a mí mismo: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

Desafortunadamente, la pesadilla todavía no había llegado a su final. Una vez concluidas todas las labores de ese ajetreado día y poco después de que se tocara el toque de queda, la angustia continuó. Yo acababa de colocar mi cabeza sobre la almohada cuando sonó una alarma. Se trataba de un simulacro de incendio. Ya nos habían dicho cómo proceder en caso de un fuego, pero varios de nosotros metimos la pata y no hicimos lo correcto. Muchos de nuestros compañeros estaban ya dormidos y la alarma no los despertó. Otros salieron de la barraca en calzones, algunos sin chanclas. Después de la regañada y una vez echados a dormir de nuevo, sonó la alarma otra vez. En ese y otros simulacros que se repitieron en más de una docena de ocasiones, siempre había alguien que no lo hacía bien. Hasta ya en altas horas de la madrugada nos fastidiaron con dichos simulacros, cuando estaba por amanecer. Al fin pudimos descansar sobre nuestras respectivas almohadas. Menos de una hora después, sin embargo, a las seis de la mañana, se escuchó el toque de diana. A pesar de encontrarnos agotados, nos tuvimos que levantar y prepararnos para enfrentar los crueles desafíos castrenses de ese nuevo día.

Lo bueno fue que la mayoría de nosotros nos adaptamos rápidamente a la vida militar. Uno que otro no aguantó el flagelo y pronto fue reprobado y enviado a casa. Pobrecitos, no sabían que les esperaba el «Army». Y la guerra de Vietnam.

Después de tres meses de permanecer en la base de Lackland, me gradué y recibí mi asignación. La mayoría de mis compañeros fueron enviados a escuelas técnicas en otras bases, pero no a mí. Mi suerte fue otra. Aunque el reclutador me había asegurado que yo iba ir a la escuela de fotografía, a la hora de la hora a ninguna escuela me enviaron. Me notificaron que yo iba aprender mi nuevo oficio en el trabajo. Que me habían asignado a la especialidad de abastecimiento, pero que más bien iba a trabajar en una bodega jalando materiales o acomodándolos. Allí me tocaba aprender mi nueva profesión me dijeron.

Al llegar a mi primer destacamento, a la base de Scott en las cercanías de San Luis, Misuri, me llevé una gran sorpresa. En lugar de aprender un oficio, me tocó entregar y recoger muebles en casas de militares. Chin. Lo que son las cosas.

Dentro de poco sigo mi relato.

AUTOR: Pedro Chávez