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La noche que conocí a mi futura esposa

By March 3, 2019 No Comments

IMAGEN: Vilma y nuestro primer hijo, Álvaro, en San José, Costa Rica, a mediados del año 1971, antes de que yo partiera a la escuela de oficiales en San Antonio, Texas.

* * *

Mi esposa y un servidor pronto vamos a cumplir cuarenta y nueve años de casados —el próximo once de abril—. Como ya lo he contado en relatos anteriores, ella se llama Vilma, yo Pedro. Sí, sí, somos los Picapiedra. Cuando nuestra hija estaba chiquita se parecía mucho a Pebbles. Tenía su chonguito también. Nuestro hijo se parecía a Bam Bam. Él nació primero, nuestra hija diecinueve años después. Nunca le pusimos Dino a ninguna de las mascotas que hemos tenido, pero eso sí, Oreo casi me cierra la puerta de la casa hace poco. Él es mi amigo; es el can que yo heredé.

Conocí a Vilma la noche del quince de septiembre de mil novecientos sesenta y nueve, en la ciudad de Panamá. Ella, una hermana y una amiga andaban de paseo en esa ciudad, pero más que todo en la Zona del Canal y en la base aérea Howard, donde residía la hermana mayor. Las tres habían viajado en avión de San José, Costa Rica al istmo panameño. Conocerla fue por pura chiripa. Sucedió en el salón-bar del hotel El Panamá Hilton, sobre la Vía España, un romántico rincón a media luz, amenizado por un enorme instrumento musical de marca Wurlitzer, un órgano histórico del cual se desprendían bellas melodías tropicales. Incrustadas en varias secciones de las paredes del salón se encontraban más dos mil tubos de todos tamaños y grosores por los cuales se difundían los diferentes sonidos. Fue en ese acogedor aposento donde vi a Vilma por vez primera. Su hermana mayor, otra hermana y la amiga estaban con ella.

Me invitó al «rendezvous»mi amigo Ezequiel Peña, un compañero de la base aérea Albrook y de la universidad en la cual ambos estudiábamos. A él lo invitó un tercero, un teniente que estaba también acantonado en esa base militar y quien ya había conocido a la amiga de las tres en una previa ocasión. Ezequiel me dijo que hacia falta otro invitado para que cada una de esas ticas (mujeres costarricenses) tuvieran pareja y que me tocaba a mí cumplir con dicho deber. Yo me negué ir a esa cita al principio, pues ya tenía algo que hacer esa noche. Por cosas de la suerte y porque días antes había ido al consulado mexicano a renovar mi pasaporte, una oficinista bien amable de ese ente diplomático me había invitado a que asistiera a la celebración de la independencia mexicana en la embajada de México.

—Si quieres nos acompañas después de ese evento —me dijo Ezequiel—. Además, esas ticas nos pueden servir de guías cuando vayamos a San José la próxima semana.

Él y yo teníamos listo un viaje a San José. Lo pensábamos hacer por tierra durante el venidero interludio universitario.

Esa noche, entre paréntesis, llovió a cántaros, tanto durante la estadía en la embajada como al llegar al hotel en donde ya se encontraba en su apogeo el «rendezvous». Aunque logré no mojarme mucho, recuerdo que me encontraba medio empapado al entrar al salón-bar. Mi amigo Ezequiel me presentó ante todos y después de los saludos de rigor noté que Vilma parecía no estar muy contenta; me imaginé que era porque no tenía pareja. Una vez que me senté en una silla frente de ella, aproveché su silencio y su aparente enojo para tratar de conquistarla. 

—¿Porqué estás tan callada? —le pregunté y agregué—, ¿te comieron la lengua los ratones?

Era esa una frase ya muy choteada que de seguro yo había escuchado en alguna película de Mauricio Garcés, el actor y galán mexicano.

No recuerdo qué me dijo, pero sí que poco después nos encontrábamos los dos metidos en una grata y lisonjera plática. Bailamos también, al son de cumbias, de piezas folclóricas panameñas, y de melodías románticas. Platicamos de nuevo después de cansarnos de tanto bailar. Ella me contó esto y lo otro; yo le dije cosas mías, y «sin querer queriendo» como diría el Chavo del Ocho, le agarré la mano y se la acaricié. Ella no se opuso a ello. Creo que también le planté un besito detrás de su oreja.

Pero eventualmente la hermana mayor, quien estaba allí como chaperona, se cansó de presenciar tanto flechazo y enamoramiento. No dijo nada, pero trató de darle un puntapié a Vilma por debajo de la mesa para que dejara de andar siguiéndome la corriente. Lo bueno fue que no le pegó al blanco y que más bien le dio a la pata de una de las sillas, pero sí se escuchó el ruido que causó el fallido intento. Los dos agarramos la onda y nos calmamos un poco después de observar la cara de enojo que aparentaba la hermana mayor.

Antes de que concluyera la noche nos fuimos todos al casino contiguo a ese salón-bar. Cambié dos billetes de un dólar por monedas de cinco centavos para insertarlas en las máquinas tragamonedas. A Vilma le encantó jugar en dichos artificios del azar, más que todo cuando se ganaba algo y varias monedas salían como en cascada desde el interior de esos ruidosos aparatos. Después de jugar por un buen rato, todos nos despedimos. Había llegado la hora de decir adiós.

Ellas se fueron con el teniente; él las había traído al «rendezvous» y al igual las llevó a la casa de la hermana mayor en la base aérea Howard. Yo me fui a mi barraca en mi vocho del sesenta y ocho. Ya no llovía. La noche estaba clara y esas calles panameñas se encontraban llenas de vida. Chiva tras chiva (pequeños autobuses) aún se deslizaban apresuradamente sobre la Vía España rumbo a Río Abajo y hacia el centro de la ciudad. Pensé en parar en algún lugar y seguir la parranda, pero no lo hice. Me fui directo a mi barraca y pronto me eché a dormir. Esa noche tuve sueños bien bonitos.

AUTOR: Pedro Chávez