IMAGEN más o menos reciente, tomada en la Plaza de la Cultura de San José, Costa Rica, en abril del 2013. Niños y otros disfrutan de una las presentaciones artísticas gratuitas que a diario se presentan en esa explanada.
* * *
Yo me puse a leer; lo mismo hizo mi amigo Ezequiel. Nos salimos del auto después y nos sentamos sobre unas rocas en la falda de ese cerro y allí también leímos, y a la vez observamos el progreso de los tractores que ya habían llegado y los operarios de los mismos. Después de estar sentados sobre esas piedras por más de una hora, nos dimos cuenta que otros pequeños derrumbes causaban estragos adicionales a esa sección en la carretera.
—Es algo normal en estos meses —nos dijo un señor que también esperaba para que se abriera el paso—. Es que los meses de septiembre y octubre son bravos por estos rumbos; cae mucha agua.
Aunque estábamos esperanzados de que pronto se abriera ese tramo en el camino, la realidad nos decía lo contrario. Para eso de las mediadas horas de la tarde se anunció que dicha carretera no sería despejada de tantos árboles caídos y de rocas hasta la mañana del día siguiente. La noticia nos cayó como un balde de agua fría, pero no nos quedó otra mas que regresarnos a San Isidro del General y pasar la noche allí de nuevo.
La mañana siguiente partimos una vez más hacia nuestro destino, casi seguros de que dicha ruta se encontraría ya abierta. Pero no fue así; los operarios estaban todavía tratando de resolver el problema. Una hora después, sin embargo, se abrió la vía y al igual que muchos otros autos y camiones, seguimos nuestra jornada cuesta arriba hacia lo más alto de esa carretera que bordeaba múltiples y espeluznantes abismos que adornaban ese mentado «Cerro de la Muerte». Las vistas panorámicas desde ese camino, sin embargo, eran de película, y realmente espectaculares. El color verde abundaba, al igual que las inesperadas neblinas que de repente escondían la belleza de ese paisaje. El trote era lento, pero entretenido y hasta nuestro auto llegaba el aroma que se desprendía de la vegetación y de la tierra mojada. De vez en cuando se divisaban casitas incrustadas en las faldas de esa sierra.
—Que bella que es Costa Rica —me dijo Ezequiel.
Una vez cuesta abajo tuvimos la oportunidad de parar en una fonda ubicada junto al camino, para descansar un poco y comer algo. Estaba rodeada casi por completo por plantas y árboles tropicales y medio cubierta por una sutil neblina que le daba un toque novelesco. Antes de entrar a ese lugar nos atraparon los olores de comida de campo, de esa que se cocina con leña. El reducido estacionamiento se encontraba ya atiborrado de autos y camiones; eran casi todos los mismos que veníamos siguiendo en nuestro retrasado trayecto. Tomamos café recién chorreado y ambos disfrutamos de la especialidad de la casa, una inigualable sopa juliana. Estaba hecha con verduras autóctonas del país, con muchos ingredientes que hasta esa fecha yo no había probado antes. No sé si fue por lo bueno que estaba esa sopa o por el hambre o por lo pintoresco del lugar o por la angustia causada por el retraso, pero ese caldo a la tica me supo a cielo.
Un poco más tarde continuamos la travesía hacia San José. Nos encontrábamos bien descansaditos y felices; como decimos en mi tierra, «panza llena, corazón contento». Seguimos la cuesta hacia abajo. Pasamos por diferentes pueblitos y eventualmente por la legendaria ciudad de Cartago, la de la Virgen de los Ángeles. Menos de una hora después llegamos a nuestro destino y a la Pensión Costa Rica Inn, un lugar de hospedaje que nos habían recomendado unos compañeros de la fuerza aérea. Estaba ubicada en las cercanías del Parque Morazán. La estadía incluía el desayuno. Los anfitriones eran de ascendencia china, una pareja ya entrada en edad, pero bien trabajadora, de acuerdo con lo que pronto confirmamos.
Esa noche fuimos al México Bar, un conocido antro nocturno, famoso por su música de mariachi y de tríos, por sus «bocas» (antojos, botanas) supuestamente preparadas a la mexicana, y por sus buenos tragos. Fue otra recomendación de amigos que previamente habían visitado San José. Estaba ubicado en el Barrio México, no muy lejos de La Sabana. Eso de las «bocas» fue algo que me encantó de los ticos. Cada trago venía acompañado con una botana. Y en el caso del México Bar, no todos los antojos tenían orígenes de mi México querido.
—Tenemos gallitos (tacos pequeños) de picadillo, costillitas, chicharrón y consomé —nos dijo el mesero—. También tenemos pinchos de alambre, tacos ticos y chalupas.
Entre paréntesis, las «bocas» gratis son algo que ya desapareció en el país de mi esposa, en Costa Rica. Ahora todo se cobra, hasta el aire que se respira (y en dólares). Otro detalle: los tacos ticos son a todo dar. Los preparan con tortillas de maíz bien doraditas; les ponen algo de carne, los atiborran con tiritas de repollo, y les agregan mayonesa y chile al gusto.
El día siguiente Ezequiel y yo caminamos por todo el centro de San José. Conocimos esto y lo otro, la Plaza de la Cultura, el Teatro Nacional, las terminales de los autobuses, pero más que todo el ir y venir de la Avenida Central. En esa popular vía se congregaba la gente, el pueblo, haciendo compras, tomando café, encontrándose con amistades. Muchos de los hombres ticos vestían de traje y corbata o con trajes enteros. A pesar de la humedad y del calor tropical, algunos de esos catrines costarricenses lucían además finas bufandas y capas de gabardinas tipo sobretodo. Las mujeres andaban igual de bien vestidas: elegantes, luciendo relucientes joyas, y bien abrigadas. Otro dato curioso: años después, durante posteriores visitas a esa ciudad, noté que los ticos y las ticas habían descartado los refinados atuendos por la moda gringa: jeans, zapatos tipo tenis, y con el tiempo, la ropa gastada.
Lo que más me impresionó de esa ciudad durante esa visita relámpago fue su toque cultural. Me encontré, por ejemplo, con varias librerías; una de ellas fue la Universal, otra la Lehman. Me pasé un gran rato ojeando libros en ambas y en ellas compré varios libros en español en esa ocasión. A pesar de ser un país chiquitito (como dicen los ticos), Costa Rica tiene su don de grandeza, de finura. Digo yo. Pero también de pueblo con ganas de aprender. Por todos lados hay escuelas, hasta en los más alejados pueblitos.
Aunque el plan era quedarnos allí un poco más, nos regresamos antes de tiempo, en caso de que nos retrasáramos de nuevo al tratar de cruzar el Cerro de la Muerte y dejamos esa bella ciudad un día antes de que Vilma (la ahora señora Picapiedra) regresara de su viaje a Panamá. Me pudo no verla otra vez, pero así son las cosas cuando inesperados derrumbes nos obstruyen el camino y, como ya lo dijo un poeta, los planes mejor planteados.
AUTOR: Pedro Chávez