IMAGEN relativamente reciente del Paseo de los Estudiantes y de la entrada al barrio chino en San José, Costa Rica. Tomé la foto en abril del año 2013.
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Ya nos habíamos escrito varias cartas Vilma y yo y el amor entre los dos parecía seguir floreciendo y creciendo a través de esas misivas. A pesar de tratarse de amor de lejos, el nuestro era serio. Digo yo.
Ella me había contado cuando la conocí en Panamá que tenía un pretendiente en su tierra tica. A mí me valió un cacahuate dicho detalle, ya que según yo me tocaba a mí quitarle las ganas de querer a otro. Pero acá entre nos, me enteré meses después que durante esa visita repentina para verla de nuevo, Vilma se reunió con dicho pretendiente antes de que nosotros saliéramos a bailar esa noche. Eso me lo contó un pajarito.
Vilma y su hermano Gilberth me recogieron en el aeropuerto internacional Juan Santamaría. Les agradecí mucho el gesto. Me dejaron en un hotel en el centro de San José, en el Balmoral. Allí tenía yo una reservación. Horas más tarde me llamó, pero yo no estaba en el cuarto; andaba dando vueltas por la avenida Central, apreciando a esa encantadora ciudad. Me dejó un recado con la operadora, el cual fue colocado en la puerta de mi alcoba. Todavía guardo esa nota, ya que tengo la manía de conservar cosas de antaño. «La Srita. Masís llamó», decía el mensaje. También mencionaba el número de teléfono al cual debería llamarla.
Esa noche fuimos a un salón de baile en Desamparados, de nombre Jacaranda. Nos acompañó su hermana María, quien era uno o dos años mayor que ella. Su esposo Manuel andaba en los Estados Unidos en ese entonces, por cuestiones de su trabajo. También estuvo con nosotros una amiga de ambas, Cecilia, una bella y cariñosa tica quien vino acompañada por su pretendiente.
Creo que bailamos bastante esa noche, al son de melodías tropicales, interpretadas por un grupo musical que de repente había salido de por debajo de una tarima en el centro de dicho salón. Ese centro nocturno ya desapareció, pero lo recuerdo como si lo hubiera visitado la semana pasada. Era ruidoso, pero alegre; oscuro, pero lleno de vida. El grupo tocaba cumbias y vallenatos y de repente irrumpía la rutina con tradicionales melodías folclóricas ticas como Amor de temporada y Caballito nicoyano. Los meseros, mientras tanto, no paraban de llegar a nuestra mesa a cerciorarse que todo anduviera bien, en caso de que faltara esto u lo otro, como hielo, por ejemplo, el cual se colocaba en el centro de la mesa en una pequeña cubeta para acompañar las bebidas. Para eso de la medianoche nos fuimos todos a nuestros respectivos albergues: Vilma a su casa, yo al cuarto de mi hotel.
Salimos al centro de la ciudad el día siguiente. Nos agarramos de la mano, nos quisimos, caminamos en varios parques y ya entrada la tarde nos metimos a un restaurante chino sobre el Paseo de los Estudiantes. Era un lugar pequeño y discreto, el cual tenía varias cabinas medio privadas en ambos lados del salón, diseñadas especialmente para enamorados en busca de privacidad. Disfrutamos de la comida, pero más que todo de la oportunidad de intercambiar flechazos de Cupido.
Dos días después de llegar a San José me regresé a Panamá, ya que mi trabajo lo requería. Le dije adiós a esa bella ciudad y a la mujer que me traía embrujado. Una vez de regreso en la base militar continuó el amor de lejos y, en mi caso, los deseos de verla de nuevo. Nos seguimos escribiendo, fomentando ese romance con palabras escritas y mensajes salidos, según yo, desde lo más profundo de dos corazones, uno en tierra tica, otro en el istmo panameño. Ya entrado el mes de diciembre le declare mi amor eterno por carta. Ella me aceptó. En la última semana del año la visité una vez más. Volé desde San Francisco, California, ya que andaba de vacaciones con los míos, con mi familia, en el valle central de ese estado.
Antes de emprender ambos viajes le pedí a mi amigo Ezequiel que me trajera un anillo de esmeralda de Colombia. Se lo pensaba dar a Vilma como anillo de compromiso. «No es necesario», me contestó Ezequiel. Él tenía dos anillos guardados, me explicó, y que los había comprado durante previas visitas a ese país sudamericano, a donde iba a menudo por cuestiones de su trabajo. Los compraba con el fin de revenderlos. No recuerdo cuánto me costó la sortija, pero estaba bien chula. Ostentaba una gran esmeralda en el centro, adornada con dos pequeños diamantes, todo montado sobre un sencillo anillo de plata.
Llegué a San José durante una época festiva, cuando los ticos celebran con varios eventos la Navidad y el fin del año. En el centro de la ciudad se lleva a cabo el popular Tope (cabalgata), en Zapote las corridas de toros a la tica. «Son corridas de gente», escuché a alguien decir. Me imagino que ello se debe a que multitudes de espectadores se meten al redondel a jugar con los toros. Al igual que en otros pueblos, el emplazamiento en donde se celebran las corridas se atiborran de mentados chinamos (puestos de comida y bebida) y de los indispensables juegos mecánicos. Tuve la oportunidad de disfrutar de dicho momento festivo gracias a la invitación del cuñado de Vilma, y de su esposa, la misma hermana que nos había acompañado a la Jacaranda anteriormente.
Antes de entregarle el anillo de compromiso a la mujer que me traía loco, tuve que pedirle la mano a la antigua, hablando sobre el asunto con su papá, Don Álvaro Masís Loaiza. Como lo hubiera dicho Cantinflas, «ahí estuvo el detalle», ya que yo, a los veintitrés años de edad, no estaba acostumbrado a tanta formalidad. Pero sí lo hice, la noche antes de regresarme a la base militar en Panamá. Pronto les cuento el resto de este relato.
AUTOR: Pedro Chávez