IMAGEN reciente de lo que fuera la base aérea de Albrook en la otrora Zona del Canal. Mi barraca estaba ubicada en la planta alta del primer edificio en el lado izquierdo de la foto.
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Una semana después de conocer a Vilma, la mujer con quien eventualmente me casaría, mi amigo Ezequiel Peña y yo nos fuimos de viaje al país vecino, a Costa Rica. Era un periplo previamente programado más que todo para conocer la ciudad de San José y, la mera verdad, para andar de vagos. Antes de arrancar hacia esas tierras, déjenme contarles, tuve la oportunidad de concertar una cita con esa mujer que me había hechizado con sus coqueteos cuando por vez primera la vi en aquel salón-bar a media luz del hotel El Panamá Hilton. Su hermana mayor la acompañó de nuevo. Las chaperonas eran requisitos de rigor en esos tiempos.
Yo recogí a las dos en la casa de esa hermana, en la base aérea de Howard, en mi vocho del sesenta y ocho. Comimos y bebimos algo, recuerdo, en un bohío convertido en restaurante, no muy lejos del mar y en las cercanías de Panamá Viejo. La pasamos bien esa noche y después de regresar a esa base, platiqué por largo rato con Vilma en las afueras de la casa de su hermana. Me contó de todo, de su familia, de lo que le gustaba. Yo le dije cosas mías, de mi pasado, de los míos. Agregué que me gustaría verla de nuevo en San José, ya que ella iba a estar de regreso en su tierra antes de que Ezequiel y yo nos regresáramos a la Zona del Canal. Aceptó lo propuesto y me dio su número de teléfono en Costa Rica, para que la llamará.
Mi amigo y yo partimos hacia ese país vecino a temprana hora del día. No recuerdo quién manejó, pero creo que fue Ezequiel y en su carro. Nos fuimos por la carretera Panamericana, una vía transnacional construida con la ayuda de los gringos por no sé qué razones. La sección del Norte y Centroamérica de dicha carretera, la cual supuestamente iba a unir a nuestros pueblos, aún sigue llegando a un ingrato final en el mentado «Tapón de Darién», en la zona selvática entre Panamá y Colombia. Mi humilde conclusión sobre ese asunto me dice que a los gringos no les gustaría ver a nuestras gentes unidas. Digo yo. Pero lo bueno es que esa vía aún continúa su jornada hacia el sur, en la región andina de nuestra América, besándose con el océano Pacífico hasta llegar a Santiago. De allí da un giro a la izquierda rumbo a Buenos Aires, al son de cuecas, de zambas, de milongas y de tangos.
Yo ya conocía la parte panameña de esa ruta; la había transcurrido mil veces y además me había metido en sus desvíos, los que daban a playas y pueblos atiborrados de sones y de ganas de disfrutar la vida con música y otros placeres. Anduve por pueblos como Chitré y Las Tablas, dos joyas pueblerinas que adornan la provincia de ese país. Lugares de gente de campo, de monte, que con tambores chiquitos redoblan sus bellos ritmos. Pueblos en los cuales se escuchan canciones cantadas a gritos; bellas melodías que con el tiempo se han convertido en los himnos de esos lares.
Desafortunadamente, en ese día no nos desviamos hacia esos pueblos; más bien seguimos hacia Costa Rica con premura. Al cruzar por Santiago de Veraguas recordé a una amiga de nombre Lola quien había nacido allí. Ella trabajaba como empleada con un coronel en la base de Albrook. Nos conocimos y nos quisimos a la buena, pero por cosas de la vida nos apartamos. Creo que fue por culpa mía. No me quería casar todavía. Ella era de esa provincia, de ese pueblo trabajador. De vez en cuando la recuerdo, más que todo porque metí la pata la última vez que la vi. Un año después de haber terminado nuestra relación me visitó en el hospital Gorgas de la Zonal del Canal. Yo me encontraba en ese sanatorio recuperándome de una operación de emergencia. Me habían perforado el intestino durante un partido de fútbol. Al verla y después de platicar un poco con ella le dije que era mejor que no nos volviéramos a ver. ¡Que insolente fui! Nunca me voy a perdonar a mí mismo por haberle dicho eso. Qué malagradecido que fui.
Conforme nos acercábamos a la provincia de Chiriquí y a David, en ese día de nuestro programado viaje, otras memorias llegaron a mi mente. Gratos recuerdos se habían engendrado por allí en previas ocasiones. Pero contarles detalles sobre esas anécdotas es algo que hay que dejar para otro relato.
Cuando menos nos lo imaginábamos, Ezequiel y yo ya habíamos llegado a Paso Canoas, un pueblito fronterizo en el lado tico (costarricense). Una vez finiquitada la documentación de aduana seguimos nuestra travesía hacia San José. Viajamos por caminos buenos y otros no tan buenos. Por vías pavimentadas y otras de lastre, metidos en una interminable sabana y siguiendo senderos que cruzaban antiguas zonas bananeras, en cuyos suelos aún se notaban las huellas que habían lastimado a esas tierras. Cruzamos por Palmar Norte y por Palmar Sur, manejamos al lado de un río por un buen rato, y por más caminos de lastre. Ya tarde llegamos a San Isidro del General y allí nos quedamos.
Recuerdo bien esa estadía. Alquilamos un pequeño cuarto en un hotel de campo en la salida del pueblo. Después de comer algo nos retiramos a dicho aposento. Ezequiel se puso a leer, yo también. Recuerdo claramente el libro que yo leía en ese instante; se trataba de una novela de Hemingway, To Have and Have Not(Tener y no tener). Estaba por terminarla, pero esa noche no pude concentrarme en ella y lograr leerla. Más bien pensaba en Vilma. Tenía ganas de verla de nuevo.
El día siguiente, bien tempranito, seguimos nuestra travesía hacia San José. Poco después de salir estábamos a punto de pasar por el Cerro de la Muerte y por otros pintorescos lugares a lo largo de esa montañosa carretera. Los dos habíamos descansado bastante, así que, según nosotros, esa noche gozaríamos la vida a lo lindo, divirtiéndonos en la capital de ese país. Pero no fue así.
Pronto les cuento el resto del relato.
AUTOR: Pedro Chávez