AnécdotasEspañol

Las peripecias de un cachanilla-IV

By May 28, 2019 June 12th, 2019 No Comments

IMAGEN: Residencia para altos oficiales de la Fuerza Aérea en Albrook AFB, Zona del Canal, similar a la del coronel para el que trabajaba Lola. Años sesentas.

* * *

UNO DE LOS MUCHOS APRIETOS QUE YO MISMO HE CAUSADO

He metido la pata montones de veces durante el transcurso de mi ya larga vida. Es que siempre he sido medio aventado, como decimos en mi tierra. No es que sea valiente ni nada por el estilo, es que a menudo hago las cosas sin pensarlo mucho. Así soy yo. Lo bueno de todo es que al sacar las cuentas y después de sumar lo que me salió bien y restar lo que me salió mal, diría que después de todo me ha ido bien.

Menciono lo anterior como preámbulo de esta anécdota, la que les pienso contar en esta ocasión. Se trata de algo medio cómico, de un aprieto que pasé cuando tenía poco tiempo de estar acantonado en la base aérea de Albrook, en la Zona del Canal, República de Panamá. Si mi memoria no me falla, creo que el suceso aconteció a finales del año mil novecientos sesenta y siete, cuando tenía poco de haber cumplido los veintiún años de edad y la copa de mi vida se rebasaba con alentadores augurios. Cuando el mundo me reía y tenía «el mate lleno», como dice un tango. Una etapa además en la cual andaba detrás de una joven de nombre Lola.

Ella era del interior. Así le llaman los panameños a la provincia de ese país. De Santiago de Veraguas, para ser más exacto, una tierra de campos agrícolas, de ganaderías y de gente trabajadora. La conocí a través de un compañero militar que andaba encaramelado con una amiga de Lola. Las dos trabajaban como sirvientas en casas de altos oficiales de la Fuerza Aérea, acantonados también en esa base.

No recuerdo exactamente dónde fue que vi a Lola por vez primera, pero me imagino que ha de haber sido en las afueras de la principal cafetería de dicho destacamento militar, ya que ahí se reunían decenas de encantadoras jóvenes, casi todas sirvientas, que andaban detrás de ilusorios príncipes azules. Lo que sí recuerdo bien es que concertamos nuestra primer cita para el sábado por la noche. El plan era ir a bailar al NCO Club, un centro de diversión más bien para sargentos, en el cual se encontraba un popular restaurante, dos bares, y una enorme pista de baile. Los fines de semana por las noches abundaban las pachangas tropicales en dicho salón, amenizadas generalmente por conocidos conjuntos de esos tiempos, como los de Lucho Azcárraga y Dorindo Cárdenas.

Creo haber llegado un poco antes a la cita, aunque de nada me sirvió. Como reza el dicho, «no por mucho madrugar amanece más temprano». Aunque en ese caso, el mentado «amanecer» casi no sucede.

Habíamos acordado vernos en la cercanía del club y allí me quedé yo esperándola por un gran rato. Creo que fue por una hora. Lola brillaba por su ausencia. Ya cuando estaba a punto de regresarme a mi barraca, solo y desconsolado, noté la figura de mi pretendida subir rápidamente sobre la empinada acera que daba al club. Venía vestida con un traje blanco, medio elegante, de eso de esos tiempos, sueltos y de materiales sintéticos. Su pelo largo se lo llevaba el viento y desde lejos parecía sonreír. El verla llegar me alegró y como en forma de magia se me olvidó el enojo causado por la larga espera. Nos agarramos de la mano y con premura nos fuimos al salón de baile.

Las subsecuentes citas tuvieron también largas esperas. Siempre habían excusas, por lo cual en una ocasión decidí irla a recoger a su trabajo, en la residencia del coronel con quien laboraba. Lola accedió, ya que sus patrones iban a estar de viaje ese fin de semana, me dijo, así que a la hora de la cita llegué por ella. Entre paréntesis, era prohibido para nosotros los soldados andar metidos en esos lares de oficiales, pero a mí me valió un cacahuate dicha regla. Eso sí, me acerqué a esa casa a escondidas, bajo la protección del manto de la noche. Pero alguien me vio y llamó a la policía militar, la cual arribó pocos minutos después. Yo ya me encontraba dentro de la alcoba de Lola, en el cuarto de la empleada, ubicado en la planta baja de esa residencia. Al darse cuenta de lo sucedido, ella no supo qué hacer. Yo le sugerí que apagara las luces antes de que se bajaran los policías de su patrulla y que nos quedáramos queditos.

—Si me agarran aquí, de seguro me llevan al bote (al calabozo militar) —le dije a Lola.

Después de apagar las luces de su cuarto, ella y yo nos acostamos sobre la cama y nos quedamos allí bien calladitos, casi inmóviles. Los guardias militares tocaron la puerta del cuarto repetidamente, la cual nunca abrimos, mientras que las luces de sus linternas se entrometían por medio de las pequeñas aperturas de las persianas de madera en las ventanas de ese cuartito. También se comunicaban ellos con otros policías a través de sus radios tipo «walkie-talkie», anunciando en alto volumen que no daban con el intruso. Mi temor era que fueran a tumbar la puerta, pero afortunadamente ello nunca sucedió. Eso sí, permanecieron allí por horas, esperando dar con aquella persona que se había atrevido a perpetrar la supuesta santidad de aquella zona de oficiales.

Lola y yo, mientras tanto, ni pío decíamos y casi ni respirábamos, para que no nos descubrieran. Estoy seguro que los latidos de nuestros corazones sí se escuchaban, no por cosas de enamoramientos, sino por el pavor que debe haber causado la llegada de esos polizontes. Los dos estábamos bien acostaditos, bien juntitos y bien portaditos. También bien calladitos. Como a eso de las cuatro de la mañana se fueron los guardias y poco después nos levantamos Lola y yo y nos echamos a reír a bajo volumen. Me quedé allí por un buen rato más, hasta estar seguro de que no hubiera «chota» alguna en la cercanía de esa casa. Después de cerciorarme de ello, me despedí de Lola y me fui a mi barraca.

Era un camino largo, con bajadas y subidas, todavía protegido con la ayuda de la negra noche. Mi corazón latía anormalmente, no por Lola, sino por temor. Estaba seguro que los polizontes militares iban a salir de algún escondite en cualquier momento.

Pero no fue así y llegué a la barraca sanito y a salvo.

AUTOR: Pedro Chávez